Libros


Kureishi y las buenas personas


I
Hay una novela del israelí Nir Baram sobre el asunto, pero La última palabra (Anagrama, 2014) de Hanif Kureishi también puede leerse alrededor de qué define a las buenas personas. Cuando, contratado como biógrafo, el joven Harry Johnson llega a la casa del “monstruo sagrado y autor consagrado” Mamoon Azam, el arco de posibilidades de su trabajo está claro. “El arte de la biografía se había impregnado mucho de los escándalos de los tabloides; el género había sido succionado hacia el chismorreo zafio en un proceso desolador. El reto era ahora desenmascarar, dejar las entrañas al descubierto. ¿Crees que te gusta este escritor? Mira lo mal que trataba a su mujer, a sus hijos y a sus amantes. ¡Incluso se acostaba con hombre! Detéstalo, detesta su obra”. Así que en un mundo donde la voz de la víctima real o aparente es la plataforma inmediata para una credibilidad moral, política y estética, ¿pueden los verdaderos escritores ser admitidos entre las buenas personas? “Dickens emparedó a su esposa, Cheever merodeaba los baños públicos, Wodehouse loaba a los nazis, Mailer acuchilló a su segunda mujer”, dice el editor de Harry Johnson. En ese escenario, la decencia “no reflejaría en absoluto el odio, el ardor y la pasión que rodeaban a un verdadero artista”. ¿Pero cuál es y cómo se mide la “decencia” de un escritor?

En un mundo donde la voz de la víctima real o aparente es la plataforma inmediata para una credibilidad moral, política y estética, ¿pueden los verdaderos escritores ser admitidos entre las buenas personas?

La última palabra se publicó en Gran Bretaña con el plus tácito de que se trataba de la novela sobre el proceso de escritura de la biografía de V. S. Naipul. “Uno de los primeros escritores procedente de una minoría al que se le había reconocido su importancia; nunca había sido marginado ni tratado con condescendencia”, lo describe Kureishi en Mi oído en su corazón, antes de decir también que, como su imaginario Mamoon Azam, inmigrante sin un verdadero suelo propio bajo los pies, “todo lo que veía le decepcionaba fuertemente”. Pero el género biográfico ‒y el autobiográfico, que para la obra del propio Kureishi es constitutivo‒ marcó en los últimos tiempos algunas notas que, más allá de la presencia criptográfica o no de V. S. Naipul, giran alrededor de la representación de lo que es un artista para esa nueva sensibilidad solo dispuesta a admitir “valores positivos”.

Novelist and travel writer VS Naipaul

II
Más interesante que el intimismo en tonos de castrato de Karl Ove Knausgård ‒sobre el que el propio Kureishi dijo en una entrevista que “no enseña las pelotas porque sí, las enseña pintadas de oro, y eso es ser un artista”‒, es Limónov, la biografía de Eduard Savenko escrita por Emmanuel Carrère. Acomplejado por su propia vida como modélico intelectual burgués ‒“el caso es que soy su biógrafo: le interrogo, él responde, cuando termina de responder se calla, se mira los anillos y aguarda la pregunta siguiente”‒, Carrére por momentos deshace o intenta deshacer por contraste la fuerza brutal y políticamente inviable de su biografiado. “¿Alguna vez ha matado a alguien?”, le pregunta directamente su biógrafo, el escritor pulcro, respetable y francés, a Limónov, el escritor vitalista, improcedente y ruso. Limónov hace un gesto despectivo y responde que es “una típica pregunta de civil”. Después dice que ha participado de acciones armadas, que ha disparado, que ha visto caer hombres. No afirma ni niega. A Carrère le basta con ahorrarse la aclaración: su personaje, su Limónov ‒el que hace leer a todos hasta ahí‒, no habría dudado en respoder. Pero el Limónov que enfrenta la pregunta sí. Tal vez porque nunca mató a nadie, tal vez porque haber matado lo avergüenza; como fuere, el hombre que se crió entre granadas, exilios y cárceles, desliza Carrère, podría ser tan incompleto como él. Apenas otra buena persona.

Acomplejado por su propia vida como modélico intelectual burgués, Carrére por momentos deshace o intenta deshacer por contraste la fuerza brutal y políticamente inviable de su biografiado.

¿Pero cómo resistiría ese tratamiento forzosamente humanizador, esa potabilización bondadosa de las almas, un escritor al que nunca le hubiera preocupado otra bondad que la de su talento? Mamoon Azam, acordonado por cuentas y ex esposas, también está cansado de su juego ‒“el odio, el ardor y la pasión que rodeaban a un verdadero artista”‒ y apenas lo cumple por reflejo. “De vez en cuando podía lanzar una provocación. ‘Mira a este capullo negro, feo y vago’, comentaba cuando, siguiendo las instrucciones de Liana, iban en coche al pueblo para comprar algún queso local y reparaba en lo que parecía un tímido pero entusiasta estudiante africano que visitaba las iglesias locales. ‘Seguro que ha salido para robar, violar y mutilar el coño de una mujer blanca’. Pero Harry notaba que no lo decía con convencimiento y que prefería hacer preguntas simples sobre cosas que realmente le desconcertaban. ‘Dime, Harry, ¿qué es exactamente la Happy Hour? ¿Qué es el lap dance y el Factor X? ¿Qué es el WiFi?’”. Mamoon flota sobre sus automatismos porque lo último que está dispuesto a perder, al menos delante de su biógrafo, es la potencia de su personaje. ¿Qué quedaría si cediera, además de un venerable dinosaurio con opiniones benignas como cualquier tumor? Harry Johnson, entonces, resulta capaz de proveerle otra potencia superior y más elemental: la potencia de las mujeres.

Maquetación 1

Si en oposición a las “buenas palabras” del idioma universal de las buenas personas existe un “lenguaje preciso” que es la herramienta de los buenos escritores ‒y para Mamoon “el lenguaje preciso era siempre revolucionario”‒, ese lenguaje puede ser también ‒como descubre Harry Johnson después de presentarle a su novia‒ “la forma más peligrosa del coito”. Así, detrás del escritor laboriosamente genial e incapaz de resignarse, Harry Johnson descubre que las mujeres son para Mamoon Azam la única tierra firme (“y si un hombre no ha dejado tras de sí una hilera de mujeres destrozadas, apenas ha vivido”).

III
Pero, como entre Limónov y Carrère, explorar la verdad detrás de una experiencia ajena sobre la cual se escribe puede transformarse en el arte de volver especulares las fronteras del pudor y las limitaciones de la vida propia. Kureishi no hace de Harry Johnson un emasculado ni un santo, pero criado en la era de la pedagogía del respeto y la igualdad entre los géneros, no admite que las mujeres puedan ser “destrozadas”. Para Harry “una chica es un cordón umbilical, una cuerda de salvamento que te mantiene conectado con la realidad”, y ese límite que hace de la mujer una compañera salvadora e iluminadora, hace buenos a los hombres. Para el biografiado, en cambio, las mujeres son cuerpos poderosos y nunca ingenuos frente a los que se debe estar listo para someter antes de ser sometido.

Existe lo que Alan Fiske llama gramática de las normas sociales: patrones que vuelven a las buenas personas socialmente competentes. Pero también existe una gramática de las infracciones, ¿y qué es más interesante cuando la preocupación por no herir a nadie inmoviliza al lenguaje?

Entre los dos se abre en ese punto un juego hecho de palabras y mujeres, un espejo en el que se enfrentan la condescendencia y la fuerza, el entusiasmo y la experiencia. “El cuerpo de una mujer joven es el objeto más elocuente del mundo ‒dice Mamoon‒, admirado y deseado por los homosexuales, por supuesto, además de por otras mujeres, bebés, lesbianas, niños, diseñadores de moda y hombres. El cuerpo de las mujeres es de donde procedemos todos y a donde todos queremos acceder. El cuerpo femenino provoca que el conocimiento desaparezca. Es sorprendente que alguien tenga tiempo de pensar en la filosofía, la literatura, la psicología o la historia. Las mujeres también lo saben y por eso caminan rápido por la calle. Ninguna mujer guapa camina despacio”.

Esa es, en parte, su verdadera disputa por la última palabra. Una disputa que, en el estilo de un alegre enamoramiento lacaniano, se construye sobre la mutua base de quienes quieren darle algo que no tienen a quienes no lo quieren. Si los hombres que tuvieron que destrozar ideas, estratos y mujeres para escribir ya no son bienvenidos entre las buenas personas, ¿qué pasa cuando los buenos escritores se niegan al rol pasivo de las víctimas? En términos literarios, la pregunta sería sobre qué vitalidad le ofrece al lenguaje un mundo construido con pura bondad y conciliación. “Padezco el aburrimiento como si fuese una enfermedad y eso me puede convertir en un sádico”, confiesa Mamoon. El biógrafo se intimida, se irrita, se frustra. “Cualquier bobo puede ser buena persona, Mamoon ha tenido los huevos de ser un pecador”, le dice a Harry su editor. Por supuesto, existe lo que el antropólogo Alan Fiske llama una gramática de las normas sociales: los patrones de conducta y moral que vuelven a las buenas personas socialmente competentes. Pero también existe una gramática de las infracciones, ¿y qué es más interesante elegir cuando la preocupación de las buenas personas por no herir a nadie inmoviliza al lenguaje? “Hoy en día solo las mujeres y los correctores de pruebas leen y escriben”, le dice Mamoon a Harry, “pero en cambio, en esta época, en cuanto a alguien lo sodomiza un pariente cercano, inmediatamente piensa que puede escribir unas memorias” (1). La voz de las víctimas describiendo y condenando a sus victimarios, intuye Mamoon Azam, ha logrado instalarse como la única voz apta para los oídos de las buenas personas, ¿entonces cómo forjar palabras distintas que puedan crear libertad? Escritas por Hanik Kureishi, las observaciones de Mamoon no dejan de sonar inquietantes. “¡Nada menos lírico y emotivo que el lector de excusado!”, se quejaba en su momento el Profesor Y de Louis-Ferdinand Céline, “el hombre al que ni siquiera hay que dirigirle la palabra… ¡pero al que se puede desplumar!”////PACO

(*) Publicado en La Vanguardia Digital
(1) En Buenos Aires, Mamoon podría decir “… escribe sus Mundos íntimos”.