De las orillas del Río de la Plata provenía el más célebre espectador del set acústico que Nirvana publicó en 1994 como Unplugged in New York. Carlos Alberto García creció en Caballito en los años cincuenta y cuesta poco visualizarlo en esa multitud histriónica que aúlla cada vez que el joven Kurt entona un cover inesperado. Lo imagino silencioso e impávido, de largas piernas cruzadas, auscultando la escena bajo sus rayban polarizados. Siempre estuvo en el lugar preciso y quizás por eso la música argentina orbite a su alrededor con una pulsión secreta y obstinada.

1978 no fue la excepción. Por entonces Charly tenía poco efectivo pero sobrada influencia, y en plena dictadura colmó el Luna Park de amigos y aficionados con el objetivo de hacer caja, pagar los derechos de aduana de sus equipos e instalarse en una casita en Búzios junto a David Lebón. Su temperamento experimental nunca obstruyó su lucidez política: a fines de los setenta, estar en el lugar indicado era estar lejos de Buenos Aires. “Quiero hacer música argentina a la manera de los brasileros” declaraba por entonces, y por supuesto que nadie lo entendía. Sus oídos desgranaban el rock sinfónico de Yes, las orquestaciones de George Martin junto a los Beatles y los discos más recientes de Milton Nascimento y Weather Report. Estaba asqueado del gueto porteño, harto de las internas de La máquina y enamorado de una bailarina brasilera. Le sobraban razones para cruzar la frontera, por lo que recorrió Buenos Aires por última vez para fichar a los tres fantásticos con quienes formaría, allá lejos, frente al mar, Serú Girán.

De cara a la censura, el capricho de ese nombre de fantasía resultó perfecto. De hecho, la excentricidad musical y lírica del primer álbum catalizó sin precedentes la ignominia social que vivía la Argentina de Videla. Entre lujurias y represión (2019), de Mariano del Mazo, narra los pormenores de esa residencia en São Paulo que dio origen al disco. Cuatro músicos y dos productores ocupando una casa de varios pisos: la convivencia duró meses pero la grabación en El Dorado fue expeditiva. “Uno se pregunta cómo podíamos tocar esos complejos arreglos con tanta precisión” sugería García. “La respuesta es que ensayábamos mucho». Así y todo es difícil entender cómo bastaron treinta horas para grabar los ocho temas que componen el Long Play. Con esa primera maqueta bajo el brazo, el frontman viajó a Los Ángeles junto al arreglador Daniel Goldberg. Las ideas de ambos músicos resplandecían, aunque en términos prácticos abundaba la incertidumbre. “Por parte de los productores era todo muy berreta” ventilaba Goldberg en Revista Pelo. “Cuando llegué a San Pablo habían quedado en pasar a buscarme por el aeropuerto pero nunca fue nadie. No sé cómo encontré la casa”.

Con García bosquejaron la orquestación en las cafeterías de Vila Madalena y la refinaron en los ABC Recording Studios junto al violinista Sid Sharp. Es precioso entreverlos ahí, componiendo en una São Paulo bohemia y temperada, a resguardo del delirio mundialista. Algunas de esas escenas fueron capturadas por el lente de José Pederneiras, hermano de Zoca, la histórica compañera de Charly, e incluidas en la remasterización que auspició el INAMU en diciembre de 2021, tras sondear las trabas judiciales de la discográfica Music Hall, quebrada hace treinta años, y rescatar las cintas originales de un galpón abandonado. Además de su valor de archivo, el grano monocromático de Pederneiras se ajusta al arte de tapa original. En una entrevista para Expreso Imaginario de 1979, Charly despistaba: “La foto del vagón y la vía de la portada da una sensación de viaje, que fue un poco lo que nos pasó con Serú”. Basta con adentrarse en esas canciones, sin embargo, para inferir que el fotomontaje sugería otro tipo de desplazamiento, por no decir el exilio.

Leyendo a Mariano del Mazo doy cuenta de que el tracklist de El Dorado no coincide con el disco distribuido por Diapasón S.A. en los años noventa. El orden alternativo responde al concierto de presentación realizado en Obras, en 1979, que Serú abrió con su tema homónimo. Esa composición es fundamental porque inaugura la experiencia sinfónica para el oído argentino promedio. En otras palabras, Charly había comprendido que la música académica es un lenguaje marginal y que, como tal, era capaz de codificar los resquicios de una coyuntura donde la acción política oscilaba entre el terrorismo de Estado y la violencia armada. Su audiencia oscilaba, a su vez, entre la ignorancia pueril y una silenciosa complicidad. ¿Qué otra cosa podía escribir García, luego de esa premonición errónea de Adiós Sui Generis, en la que aseguraba que ya vendrían “tiempos mejores”?

Serú Girán funciona entonces como obertura de lo inefable. Primero hay un acorde de piano desplegado sobre el colchón de cuerdas que Sid Sharp pulió en Los Ángeles. Lo que viene después es una pastoral guiada por el oboe. La elección de las maderas no es fortuita: el timbre es cálido y pareciera describir el despertar de un fauno. Es una mañana impresionista, a lo Debussy, a lo Monet, una pradera cuyos límites abrillantan el arpa y la melodía que pasa del oboe a la flauta. A su vez, el crescendo de esa progresión simula un telón que empieza a abrirse, lentamente, hasta que se distinguen los rasgueos de Lebón, el mellotrón de Charly, luego el ostinato gangoso de Aznar y, por último, las ráfagas incisivas de Oscar Moro.

Podría pensarse que el telón revela también esa ventana de la portada. Como escenografía ya planteaba una incógnita: ¿A dónde se dirigía el tren de Serú Girán? O, mejor dicho: ¿Hacia dónde escapaban? Cuando el tema modula a La menor, la voz se asienta en un arpegio de piano melancólico. Cosmigonón, cantaba Lebón, GisofaníaSerú Girán. Años después, en una entrevista para la FM Ipanema, Charly diría que el rock se salvó de la dictadura por ese nivel de surrealismo. “Tuvimos que inventarnos una lengua nueva, en código, para poder decir lo que queríamos”. Pero sus contemporáneos no se dieron por aludidos. Desde lo sensorial, Argentina presentaba limitaciones muy tangibles y Serú Girán disparó contra su parsimonia sin previo aviso. Con ese disco anti-rock se presentaron en Obras Sanitarias y las ovaciones fueron reemplazadas por insultos y pilas voladoras. En una grabación casera del recital se distingue el lamento entre los casi tres mil presentes. “Y Charly nos cagó, y Charly nos cagó” cantaban algunos. Y el Fauno, a lo Cobain, contestaba: “Ustedes se cagan solos”.

Pero no todo fue abstraccionismo en el debut de Serú. En mi edición compacta de Diapasón S.A., el disco promedia con un monólogo que desplaza el glíglico inicial por un naturalismo más prosaico e intimista. Ahí aparece Charly más desnudo que nunca. Ustedes se cagan solos. El sinceramiento es total: los versos de Separata son colosales porque describen el hastío del backstage, la angustia infranqueable que apenas remedia la adrenalina del escenario. A fines de los setenta, el Artista argentino se encuentra tan solo como un hombre a veces debe de estar. La “gisofanía” es interior: observemos a Charly en los retratos de Pederneiras -la barba bicolor, la mirada introspectiva- y la música que suena es la de Separata. Si trasladamos ese registro sensible a lo colectivo, Eiti Leda metaforiza el éxodo como única forma de amor posible. Quiero verte desnuda, dice el tema, el día que desfilen los cuerpos / que han sido salvados. En 1978, las imágenes propuestas por Serú Girán fundían la intimidad más visceral con el paisaje urbano del genocidio.

Otra idea similar pareciera surgir de Ausência (1962), poema de Vinicius da Moraes que incluye estos versos devastadores: Eu ficarei só / como os veleiros nos portos silenciosos. García supo reenfocar ese cuadro y otorgarle la profundidad de campo que requería el proceso de tremenda degradación social infligido por el Plan Cóndor. Quiero quemar de a poco, cantaba, las velas de los barcos anclados / en mares helados. La consigna de Autos, jets, trenes, aviones tenía las mismas implicancias: en el 78 se estaba yendo todo el mundo y Charly giraba por una ciudad ausente, esquivando el rechazo y el desdén de su público. La novedad y aparente hermetismo produjeron un efecto hipnótico inverso, por lo que resultó difícil, en un principio, reparar en el virtuosismo técnico que ostentaban los cuatro músicos. En Serú Girán, sin ir más lejos, Pedro Aznar promediaba la adolescencia. Su nivel de perspicacia era insólito: no habían pasado dos años del disco debut de Jaco Pastorius y el chico de Liniers ya esgrimía todos los nuevos yeites del bajo eléctrico.

En ese cruce con Weather Report también puede explicarse la dualidad entre el García solista y el de Serú Girán. A fines de los setenta, el frontman daba otro salto evolutivo y se presentaba como un rockero de esencias polirrítmicas, jazzísticas y académicas. En su comportamiento demencial –y en su forma de tocar– Jaco Pastorius era su negativo musical: un monstruo polifacético, genial e impredecible. Claro que esos modales fueron replicados más tarde, cuando el régimen político permitió, finalmente, abandonar la fragilidad emocional y los manierismos musicales. Piano Bar fue el primer disco concebido con esa impronta, y por eso no sorprenden la simplificación de las composiciones –y de las letras– ni el uso de máquinas Roland en detrimento de los sonidos acústicos.

Esta última versión de García fue magistralmente retratada por su baterista y amigo, Fernando Samalea, que en 2015 publicó ¿Qué es un Long Play?,anecdotario alucinante que, a diferencia del primer thriller de Serú, solo puede concebirse a todo color. De esas páginas rescato algunas postales gloriosas, como la de Charly recorriendo en ciclomotor las avenidas primaverales de Buenos Aires, o la de Charly durmiendo bajo la luna llena en el inmenso jardín de un centro de rehabilitación, o la de Charly trompeándose con la policía en su camarín de Mendoza o grabando el himno nacional, de madrugada, en los estudios de la calle Fitz Roy. Pero también rescato esos arrebatos de compañerismo, esas réplicas lapidarias y rebosantes de ironía e incluso de temple y estoicismo. En una conferencia de prensa que dio en Costa Rica hace varios años, ejemplifica Samalea, el periodismo volvió a increparlo por el hábito de exhibir el culo en medio de sus conciertos. “Me acusan de inmoral por mostrar un poco de carne” retrucó García, “pero quienes torturan, matan, secuestran y hacen negocios con armas siguen imponiendo su moral en el mundo”. Acaso radique en esa serenidad –antes que en su dominio cabal de la música– la fuerza de sus canciones extraordinarias.///PACO