Entre los 22 y los 27 años Jorge Asís estuvo afiliado al Partido Comunista. El dato es menos político que histórico: ese era uno de los espacios para cualquier intelectual con intenciones de intervenir sobre la conciencia social y cultural de su tiempo, tal como el escenario de esa conciencia se desarrollaba entonces. Lo siguiente es más delicado: el punto donde la falta de lectura de la obra de Asís cae en la espiral de la irrelevancia biempensante. Entre el Partido Comunista —al que abandona en 1973— y el cargo durante el menemismo como secretario de Cultura de la Nación en 1994 —donde duró dos meses, después de ser embajador ante la Unesco en París y antes de la embajada en Portugal hasta 1999— no hay ninguna metáfora sobre las transformaciones identitarias argentinas en el último tramo del siglo XX. La razón es simple: en la vida hay actos y consecuencias —incluso en la vida estetizada de los dandys— pero no hay metáforas. En términos literarios, de hecho, la metáfora ni siquiera es un recurso imprescindible en más de dos decenas de novelas. Para preocuparse por metáforas, a la filiación comunista se le puede agregar una dimensión más: la estética. La idea —romántica hasta la ingenuidad y hoy definitivamente anacrónica— de un arte destinado a alterar la percepción corriente de la realidad a través de una representación que desnude el conflicto de sus contradicciones. Ese es el lenguaje que a lo largo de derrotas generacionales, oscurantismos mediáticos y éxitos y decepciones políticas habla la literatura de Jorge Asís. Por lo tanto, no hay ningún psicologismo esotérico sino una determinación estética y política concreta cuando se piensa que lo que retorna del espectro de aquel setentismo de izquierda inicial, lo que todavía convierte a la palabra de Asís en una sustancia peligrosa, incómoda o directamente insoportable para cualquier poder —político o aquel más superficial y cultural resguardado por los zombies de la benevolencia progresista— no es un proyecto político fracasado sino la conflictividad de su deseo incumplido.

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Best-seller, polemista, proscripto, comunista, menemista, peronista, periodista, funcionario, diplomático, comentarista, ironista, monotributista y hasta twittero, Asís nunca dejó de escribir.

Best-seller, polemista, proscripto, comunista, menemista, peronista, colaboracionista, periodista, funcionario, diplomático, comentarista, ironista, monotributista y hasta twittero, Asís nunca dejó de escribir —sí de publicar, como cuando en 1989 retiró sus libros del mercado— ni dejó de hacer de su literatura un proyectil inteligente, hiriente y divertido contra lo que pretendiera imponer un lenguaje único y disciplinado, conformista y aséptico, desde el cual narrar el mundo. Por otro lado, la conflictividad de esa literatura contra fuerzas de control tan disímiles como el PC, el diario Clarín, la Coordinadora alfonsinista, el menemismo —también el menemismo en La línea Hamlet o la ética de la traición (1996) o más explícitamente en Casa Casta (2012)— y más tarde el kirchnerismo impuso un precio. Buena parte del costo del compromiso de Asís con su proyecto literario está narrado en Cuaderno del acostado (1988) y Hombre de gris (2012). El resto se puede deducir del effet ineffable que provoca su nombre sobre las almas bellas que hoy implican su propio discurso literario en todas las causas correctas —desde las que tienen que ver con «el género» hasta las que tienen que ver con «la memoria»— en tanto caen en la órbita del campo cultural. (¿Y por qué no? La utilidad final de la corrección política, en definitiva, es proveer material conveniente para exhibir en los salones internacionales de la palabra). Ese aplanamiento absoluto de su autonomía literaria —aquella noción que, en grado elemental, sostiene una diferencia entre lo literario y lo real—, asunto al que, por otro lado, Asís apostó al fusionar de manera deliberadamente promiscua su vida y su obra alrededor de Rodolfo Zalim, el alter ego que protagoniza sus mejores libros, hizo de su Yo algo realmente capaz de anularse a sí mismo para alcanzar «más allá del lenguaje», como dice Giorgio Agamben sobre Paul Valéry, «la oscura sustancia que somos nosotros sin saberlo». Tensionando las fronteras de lo tolerable una y otra vez, Jorge Asís terminó una y otra vez «en la lona» pero una y otra se levantó. ¿Por qué esa batalla no produce tanta empatía entre los escritores más jóvenes? Es el problema de pasar tanto tiempo respetando: no queda tiempo para pensar. Pero también porque sus caídas tienen menos de víctima (que es el pathos del presente) que de mártir (del griego μάρτυρας, testigo). Y basta leer la obra para entender hasta qué punto Asís y Zalim fueron testigos de las últimas cuatro décadas argentinas.

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¿Qué es el poder? En esencia, lo que establece el límite de la palabra. Y si —como dice Terry Eagleton— para interpretar el mundo de una manera diferente es necesario cambiarlo, la palabra como herramienta de imaginación, argumentación y narración no tiene otra función que desafiar al poder.

¿Deberían esas caídas y recuperaciones producir empatía? No si se las lee como los rigores de su duro realismo balzaciano: el arma de combate intelectual. Una prosa por la que optó después de constatar que la poesía, como aparece en su único poemario Señorita Vida (1970), era demasiado contemplativa por admonitoria que sonara («serán todos personajes de mis cuentos / pondré en bolas vuestros tejes y manejes»). La clave de la decisión está en el problema mismo de la poesía como lenguaje: la poesía —entre cuyos parientes pobres quedarían hoy los muros de Facebook de muchos autores impresionables cargados de indignación ad hoc y gatitos— no busca cambiar el mundo. Apenas se contenta con llenarlo de emoción a través de los sentidos. Y para Asís las cosas no cambian simplemente con emociones. El realismo tal como lo ejercía Honoré de Balzac —tuviera o no conciencia al respecto—, ese realismo apenas disfrazado en una roman à clef como Diario de la Argentina (1984), en cambio, sí es una herramienta para tocar a través de lo imaginario las cuerdas verdaderas de lo real. «Su sátira nunca es más aguda ni su ironía nunca más amarga que cuando pone en acción a los hombres y mujeres por quienes siente más simpatía: los nobles», escribió Engels a propósito de Balzac. Los comunistas, los peronistas, los militares, los periodistas, los radicales, los menemistas y los kirchneristas podrían sumarse a la lista de Asís, además de los nobles en Del Flore a Montparnasse (2000). ¿Qué es el poder? En esencia, lo que establece el límite de la palabra. Y si —como dice Terry Eagleton— para interpretar el mundo de una manera diferente es necesario cambiarlo, la palabra como herramienta de imaginación, argumentación y narración no tiene otra función superior que desafiar al poder y transgredir sus límites. El problema es que, en el caso de Asís, esta pastoral estética e ideológica no se conformó con una cómoda existencia retórica. Ese viaje a través de las máquinas de discursividad más influyentes del siglo XX empezó con su infiltración desde Avellaneda en los circuitos de iniciados del centro porteño. En el contexto de la militancia política de los setenta, La manifestación (1971) y La familia tipo (1974) delinean la imposibilidad de Asís para convertirse en un intelectual orgánico tradicional (aversión que tiene su propia mueca irónica veinte años después, al convertirse en el primer intelectual orgánico de un espacio político repudiado en bloque por el resto de la intelectualidad). Su opción es más parecida a la de aquel «barón rampante» de Ítalo Calvino que, desde los árboles, proclamaba un estado de disidencia ante la debida obediencia exigida por el poder de turno. La clave de la estética de Asís, en tal caso, también se afirma sobre una distancia convencida de su propia superioridad. Es lo que el autor llama un distrito personal del lenguaje. En el campo de batalla, la distancia y la altura pertenecen al francotirador: demasiado lejos para integrarse al frente y suficientemente cerca como para observarlo desde una perspectiva preferencial.

Ajeno a la «cultura letrada», vendedor callejero que descubrió el goce de la lectura gracias a un lote de libros destinados a remate que el padre no logró liquidar y el talento para la escritura en talleres literarios, el capital narrativo de Asís nunca fue otra cosa que su experiencia vital. Incapaz de integrarse a los discursos ideológicos dominantes y de moldear su literatura de acuerdo a la función que estos discursos pretendieran asignarle, ¿cómo no desnudar el baile de máscaras del poder? ¿Cómo no burlarse de la afectación de toda atmósfera militante? ¿Cómo no poner en sorna las rugosidades del tono profético? Si de máscaras se trata, Asís ha sido un proletario jugando el juego de los burgueses, el pibe de periferia disfrazado de porteño, un vendedor escondido en un poeta, un dominado simulando estar esclarecido. ¿Un escritor disfrazado de periodista? ¿Un intelectual cimarrón escondido en los gestos del político tradicional? Aplicada sobre la vanguardia revolucionaria o peronista —como en Los reventados (1974)— la picaresca sirvió como transfiguración de una voz profética en una visión apocalíptica. Y esa es una acción estética necesariamente negativa ante cualquier poder de horizonte colectivo porque se construye con trabajo propio y necesita del reconocimiento de sí mismo como sujeto particular. ¿Ese es el germen «individualista y neoliberal» del menemismo o el deseo de trascendencia a través de las obras? En el medio, los espejos se doblaron tanto que finalmente se rompieron.

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Flores robadas en los jardines de Quilmes (1980), Carne picada (1981) y Canguros (1983) sintetizan a la perfección el arco de posibilidades para la producción y recepción de la estética de Asís. Escrita en simultáneo durante el Proceso y publicada sobre su tramo final, el éxito masivo de la trilogía sirvió para que los regresados del exilio presencial o intelectual lo catalogaran como best-seller de la dictadura. ¿Pero exactamente por qué? Dedicada a Haroldo Conti —»¿in memoriam?»—, la serie inaugura la tarea de hacer inteligible el crudo pasado reciente a través de la recreación del momento histórico previo a 1976. El objetivo de Zalim es «pensar mientras todos duermen» y reparar a través de esa escritura —»nadie confunda esta risa con la alegría», aclara— una identidad generacional menoscabada por la violencia (que en Carne picada, donde un Zalim profético anuncia «un Nüremberg que a lo sumo tardará algunos años pero que será inevitable», se vuelve tan completamente representada que incluso va a narrarse en parte a través de un represor). Sobre los bordes de la censura oficial —y el amparo presunto que podría dar en aquel momento ser redactor estrella del diario Clarín, otro poder al que le destinaría la saga literaria siguiente—, las novelas discuten el sentido de la exaltación sacralizada de las vidas heroicas inmoladas y el modo en que esa memoria obtura y evade las voces urgentes de los vivos, aquellos que también se jugaron y perdieron pero siguen vivos y se preguntan por el futuro. En ese sentido, Asís prefigura muy rápido ciertos mecanismos de un discurso político-moral y de un tipo de legitimación social y cultural que tendrán peso institucional —y poder, en especial de veto— en el imaginario hegemónico de los derechos humanos venideros. Un poder nuevo y más complejo —el de las víctimas, con su revival durante el primer kirchnerismo— que con el retorno de la democracia establecerá sus propios bordes de censura y lo someterá al ostracismo mediante la acusación de colaboracionista. Aunque la novela Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico (1972) hubiera sido censurada de hecho por los militares, Asís fue catalogado por la cultura oficial de la democracia como un ventajista. Alguien que se había adueñado del gusto ingenuo de millones de lectores privados de elegir.

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En el caso improbable de que otro escritor arribara al poder sin regalarse al rol del bufón letrado —hoy tan barato como un viaje, una beca, un diploma, un subsidio—, ¿lo arriesgaría por una concesión tan elemental como el uso y el valor de las palabras?

¿Por qué Jorge Asís duró apenas dos meses como secretario de Cultura de la Nación durante el gobierno «terrible» y «neoliberal» de Carlos Menem en 1994? Porque intentó restituir el uso del castellano ante el dominio irrestricto del lenguaje universal del mercado. En términos simples, porque quiso que en los shoppings pudiera leerse oferta en vez de sale. Hay un prisma cultural, casi genérico, con el cual mirar estos conflictos típicos de la globalización. Pero también hay otro prisma político y estético, la misma trinchera desde la que Asís volvió a disputarle de manera literal la palabra al poder. Y este no era cualquier poder sino el máximo poder: el mercado transnacional de servicios y sus tentáculos de penetración cultural. El poder del librecambio que hacía latir el corazón del zeitgeist menemista, el movimiento político que había convertido al escritor marginado en funcionario ejecutivo. La lección de su transgresión fue clara: ni la invocación de la tradición nacional y popular del peronismo imbricada en algo tan cotidiano como el idioma de los argentinos tenía efectos sobre la voluntad del capital global. La pregunta equivocada sería si era tan ingenuo como para creer que podía ganar. Hay otra pregunta, más contemporánea y perturbadora: en el caso improbable de que otro escritor arribara al poder sin regalarse al rol del bufón letrado —hoy tan barato como un viaje, una beca, un diploma, un subsidio—, ¿lo arriesgaría por una concesión tan elemental como el uso y el valor de las palabras? ¿Qué espera realmente el poder del lenguaje además de sumisión y qué están dispuestos los escritores a ceder para mantenerse del lado más agradable de ese poder? Son preguntas útiles para pensar las relaciones entre la literatura y la sociedad de la que brota. ¿En qué se transforma un escritor cuando se le inocula, incluso contra su propia voluntad, el virus amable de la institucionalización? Enrique Fogwill, por ejemplo, destinó parte de su obra y todas sus últimas entrevistas públicas a la tarea de pulir una voz repelente, provocadora y enemiga ante todos los conformismos anclados en el mínimo denominador común de la corrección política. ¿Qué habría pensado tres años después de su muerte ante las Jornadas sobre Fogwill en el Museo del Libro y de la Lengua? ¿Qué diría sobre sus memorias puestas ahora al cuidado de los barones del Club de la Buena Onda?

Por su lado, Asís fue retirado del cargo. Y al año siguiente volvió a publicar. La prosa cambió, los escenarios se extendieron. Zalim se codeaba con diplomáticos y podía mirar con una perspectiva mundial. Entonces empezó una cruzada contra el poder de la intolerancia progresista cultural más allá del menemismo. «Podía fácilmente constatarse que Brasillach era un provocador valiente que se jugaba a fondo por sus ideas, aunque fueran ilícitamente malas. Actuaba provisto de un entusiasmo romántico de derecha que la selectiva posteridad nunca comenzaría siquiera a reconocer. Estaba perdido porque era un conspirador reaccionario, y de manera inapelable la izquierda vencía en el combate semántico del reconocimiento y la dignidad», escribe en Lesca, el fascista irreductible (2000). Ante el kirchnerismo, desde la televisión y la web, el periodismo o el ensayo —a veces político, a veces astrológico—, siguió con su proyecto vital y estético e incluso intentó pararse otra vez sobre la arena política en 2007 como vicepresidente de Jorge Sobisch. No lo logró, pero su nombre volvió a la lista de los best-sellers. Y hasta el Grupo Clarín, resentido y lacerado, tuvo que arrodillarse ante su palabra y reconocerlo como interlocutor. La paradoja es que, como síntoma del miedo contemporáneo a cualquier transgresión, el campo cultural, por uno u otro motivo, insiste en marginarlo. ¿Y quiénes fueron los únicos que desde hace más de cuarenta años no lo abandonaron? Lo dijo el propio Asís en la Feria del Libro hace unos años, cuando presentó una nueva edición de casi toda su obra y planeaba nuevas novelas: sus lectores/////PACO