A @RevistaPaco ¿in memoriam?


I

Johnsmcjohn, el usuario de Reddit que empezó el Fappening, también sintió que su intimidad estaba siendo violada cuando The Washington Post publicó un perfil sobre él con información personal –por ejemplo su nombre, John Meneses–, algo que Johnsmcjohn consideró innecesario (pero “si la Administración Nixon no pudo pararlos durante Watergate”, escribió, “yo no voy a intentarlo”). Con el Fappening no importa el qué sino el dónde (y en eso asoma la voz de la histeria). ¿Desde dónde se mira lo que se ve? ¿Qué significa esa posición en términos de intrusión en la intimidad? ¿Y por qué, aunque pueda verse todo, lo íntimo parece fugarse en ese resto de lo que no llega a verse (ni escucharse)? Hay un debate largo y monocorde sobre la relación entre la tecnología y la exhibición –y tiene una única conclusión: repetir que no existe la vida privada en la red– pero no todavía sobre la tecnología y las formas en que se reescribe la intimidad a su alrededor.

Hay un debate largo y monocorde sobre la relación entre la tecnología y la exhibición pero no sobre la tecnología y las formas en que se reescribe la intimidad.

Desde que Instagram (1.23 mil millones de dólares) fue comprada en abril de 2012 por Facebook (15.47 mil millones) no solo se inventó la selfie –que reinventó, a su vez, el diseño de celulares y cámaras como la Coolpix S6900 de Nikon– sino que los usuarios entrecruzados al fin por los algoritmos de una misma empresa empezaron a verse entre sí mucho más y mejor que antes, en planos y perspectivas nuevas que perfeccionaron –hasta volver aburrido– el sentido mismo del stalking. No es un detalle menor –ni gratuito– que cada día Instagram notifique a sus usuarios qué “amigo de Facebook acaba de unirse a Instagram”, como tampoco –la historia está en Science de septiembre de este año– que las redes de telefonía celular sirvan como plataforma para estudios científicos de comportamiento como el que Wilhem Hofmann, Daniel C. Wisneski, Mark J. Brandt y Linda J. Skitka hicieron en Estados Unidos y Canadá durante 72 horas a base de mensajes de texto con voluntarios que aplicaban “la teoría de las bases morales” sobre sus dilemas particulares de cada día.

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Sin embargo, la dimensión de lo íntimo, “la zona espiritual y reservada de una persona”, no es el verdadero commodity de las redes sociales. Ni siquiera de la más gigantesca de todas: Google. La relación de Gmail con la intimidad es tan formal que en agosto un hombre de 41 años fue arrestado en Estados Unidos por mandar desde su cuenta una foto de pornografía infantil a un amigo. Pero ni el destinatario tuvo que denunciarlo ni el hombre había mandado el correo a la vista de testigos. Integrado desde hace seis años a los sistemas de rastreo de pornografía infantil en la web, el relevamiento analítico de todas las imágenes que circulan a través de los usuarios es una de esas partes del Escaneo Automático de Contenido de Correo de Gmail (tecnología que también funciona en Google Imágenes, Facebook y Twitter) sobre la que saben los técnicos, algunos usuarios y, desde hace poco, los abogados de Hollywood. En cuanto Gmail identificó la imagen transferida por correo, Google –propietaria de Gmail– alertó al National Center for Missing and Exploited Children y después de una orden judicial y una inspección policial, John Henry Skillern –que en 1994 había acosado a un chico de ocho años– fue acusado y encarcelado por el crimen federal de posesión de pornografía infantil en su tablet y su celular.

Gmail está en condiciones de saber, registrar, archivar y almacenar más intimidad de la que uno probablemente le cuenta al analista.

La historia se transformó en una anécdota sobre la capacidad de penetración actual de Gmail en la intimidad de sus usuarios –incluso los pederastas–, y en una pregunta todavía más inquietante acerca del grado de omnisciencia que las empresas de datos tienen sobre la información de las personas y sobre los usos privados de esa información. “Solo usamos esta tecnología para identificar imágenes de abuso de menores y no para otros contenidos en correos”, fue la respuesta de Google. La inquietud es atendible si se tiene en cuenta que a partir de un uso mínimo y circunstancial, profesional o personal, Gmail está en condiciones de saber sobre uno –y registrar, archivar y almacenar sobre uno– más intimidad –en forma de resultados de búsquedas, descargas, lecturas, chats, compras, correos y un largo etcétera que no excluye las variantes del discurso amoroso– de la que uno probablemente le cuenta al analista (y por eso Gmail –igual que el analista– no puede ser nuestro amigo).

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II
Jennifer Lawrence, Kirsten Dunst, Kate Upton, Scarlett Johansson y millones de chicas anónimas no confiaron en Google sino en el espectro de Steve Jobs, atrapado en todos los iPhones del mundo. Pero no importa realmente si el PhotoStream hacia el iCloud de Apple era hasta hace unos días una de las estructuras de datos más inseguras en el planeta –más importante, en cambio, es que la Foreign Intelligence Surveillance Court amenazó con una multa diaria de 250.000 dólares a Yahoo por negarse a suministrar información de sus usuarios–, ni si las imágenes llegaron al público por la vulnerabilidad de una base de datos o por la ineptitud técnica de sus propios usuarios (está claro que no todos configuran sus teléfonos como corresponde, ni resguardan en serio sus passwords). Pero incluso en términos técnicos no importa el qué –“¿qué hizo Johnsmcjohn para conseguir las fotos?”– sino cómo está estructurado el sistema de información en internet, qué es lo que no está funcionando, para que un usuario pueda conseguir tanta información. Como escribió Hanif Kureishi, lastimar a alguien –no importa exactamente cómo– también puede ser un acto reacio de intimidad.

¿Pero qué se lastima? La milenaria pudicitia femenina, en esencia –y cuatro o cinco eslabones de la industria del entretenimiento, como argumenta Facundo Falduto en una perspectiva útil también para el caso del test screening disfrazado de leaking de una foto del batimóvil de la próxima película de Batman–, ¿pero puede incluirse a la intimidad entre los daños? Y si la intimidad no estuviera codificada ni objetivada en las imágenes que alguien hizo caer desde la iCloud de Apple, ¿dónde estaría? E incluso si estuviera en algún lado, ¿es factible invadir esa intimidad? Donde probablemente la intimidad ya no esté ni pueda volver a estar –con las de Jennifer Lawrence en primer lugar– es en el “tenor sexual” de las imágenes. Más allá de que ninguna mujer joven y hermosa deja de sacarse fotos como parte de su rutina ante el espejo (público o privado, vestida o desnuda, para amigas, para amantes y –como enseñan Facebook e Instagram–, sobre todo, para sí misma), veinte años de conectividad y optimización de la banda ancha educaron a por lo menos dos generaciones en todas las posibilidades del porno profesional y amateur –hasta que finalmente se homologaron–, y por eso hoy es más fácil morirse de falta de imaginación en una cama que por alguna ETS. Así que en las imágenes no hay ni se puede ver intimidad sino lo contrario: estandarización, regulación, narcicismo –en cantidades astronómicas– y performance, un combo que sedimenta la espontaneidad sexual hasta neutralizarla. Correspondería pensar, por eso mismo, en la capacidad de previsibilidad de las audiencias –y en su consecuente aburrimiento– ante ese pobre ars amandi, antes que en el poder de la censura y la persecución judicial para medir los motivos de la  poca relevancia de la segunda, la tercera –y la cuarta y la quinta y sucesivamente– entrega del Fappening.

En el global moral fashion emergency, el patronato europeo sobre las minorías étnicas como “multiculturalismo” es el equivalente a las preocupaciones rioplatenses por las crueldades del patriarcado como “feminismo”.

En tal caso, ¿qué es lo que abunda en internet aunque nueve de cada diez veces le resulte irrelevante a la mayoría de las audiencias? La pregunta puede reformularse de manera desvelada: ¿y si los contenidos del Fappening fueran de hecho publicidad? ¿Y si nueve de cada diez contenidos en internet funcionaran como publicidad? Desde septiembre, Facebook mide la efectividad de su publicidad contrastando la dinámica de cada anuncio con la recepción de cada usuario. Cuando a alguien, por ejemplo, le gusta el contenido de tal página –y Facebook no es más que una empresa de venta de Me Gusta–, la frecuencia y la temática publicitaria se afinan para que llegue en una sintonía más amable y menos invasiva al usuario, que a su vez tiene herramientas para evaluar la calidad de la publicidad y diseminarla o esconderla. Para la diseminación de la publicidad Facebook pone en práctica otro de sus conocimientos concretos: es más probable que a un usuario le guste algo a lo que uno de sus amigos ya le gusta –tal como la plataforma se ocupa de anunciar– que algo que todavía no le gusta. La novedad no está en que la intimidad no se refugie en Facebook, pero tal vez sí sea interesante saber que ni los consumos más triviales dejan de estar a la vista de los radares de comportamiento humano más importantes de internet. En el medio, el arte nos recuerda que lo no-dicho es la estructura significante de lo dicho. Entre la intimidad y el artista Kyle McDonald, por ejemplo, está el proyecto Sharing Faces.

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Con el objetivo expresamente pueril de explorar “el intangible fenómeno de la conexión humana”, Sharing Faces mapea, almacena y reconoce caras de personas –por ahora en Japón y Corea del Sur– para proyectarlas en forma de espejo y que coincidan con las expresiones de otra (la premisa es que todos somos iguales ante el espejo de la Humanidad). “Una primera versión incluía el reconocimiento del cuerpo completo”, explica McDonald en un artículo en Wired, y aunque dice que su “obra” podría instalarse en cualquier lado, no resulta difícil percibir que la tecnología y el método de su arte parecen diseñados a la medida exacta de las necesidades de vigilancia y seguridad de los principales aeropuertos del mundo. Hasta qué punto es casual que el FBI –que investiga a 4Chan por el Fappening– haya estrenado en estos días el sistema de reconocimiento facial NGI (Next Generation Identification), con una base inicial de datos de 52 millones de personas, y haya recurrido al “caso testigo” del descubrimiento de otro pederasta –Neil Stammer, identificado después de 14 años por la foto en la visa que tramitó en Nepal– para socavar más y nuevas preguntas inquietantes por la intimidad –nunca falta un pederasta a la hora de saldar esas cuestiones– podría ser motivo de distintas especulaciones.

En el extremo opuesto de la sofisticación técnica, mientras tanto, en África, la tierra de “la soledad y el abandono, la orilla más lejana del mundo” (como la describe la memoria de Le Clézio), la intimidad alrededor del ébola se resuelve sin mayores preguntas a través de las clásicas fotos de virtuosismo estético y distanciada condescendencia –en el global moral fashion emergency, el patronato europeo sobre las minorías étnicas como “multiculturalismo” es el equivalente a las preocupaciones rioplatenses por las crueldades del patriarcado como “feminismo”– en las que los cadáveres se amontonan sin que la mirada se inquiete por la individualidad de los cuerpos ni por el roce de la profanación. (No suele haber aidós ante los muertos africanos, es cierto, pero fotos como las de Pete Muller tienen miedo de asumir su verdad y reconocerse como simple turismo morboso; en cambio, dicen mostrar “cómo es la vida de las comunidades luchando contra la epidemia”).

Ebola in Sierra Leone for the Washington Post

III
¿Qué es, entonces, la intimidad? ¿Un trayecto planificado de información personal, un pacto preestablecido de consumo? El amarillismo británico tal vez pueda preguntárselo a la alta literatura modernista. Norman Thomas di Giovanni, uno de los primeros traductores de Borges al inglés, acaba de publicar Georgie & Elsa. Jorge Luis Borges and his wife: the untold story (Friday Proyect). El título es autoexplicativo: di Giovanni conoció a Borges en Harvard en 1967 y se transformó en un colaborador full time –aunque en 1986, por supuesto, María Kodama lo desplazó de cualquier royalty de la franquicia–, pero, al parecer, di Giovanni también fue un hombre con el que Borges descargaba varias intimidades de su vida marital con Elsa Astete Millán. El punto interesante es que si el Borges de Bioy Casares funciona como un asiento en primera fila ante los juicios de Borges sobre su época y sobre el campo cultural que tuvo que soportar, Georgie & Elsa es, en contraste, un pasaje en clase turista hacia un puñado de chimentos sórdidos y neurosis conyugal de segunda selección –pocas cosas le pasaban y muchas leía, decía Borges, y la gossip collection de di Giovanni parece confirmarlo–: “This inappropriate wife, who didn’t speak English and in her unhappiness took to pocketing people’s bibelots and toiletries, rapidly got them both shunned by Harvard society. Borges seemed bewildered and lonely: ‘No one came to visit’, he told me, and after a while he asked if I could come to work with him on Sundays”. ¿Y si la intimidad, en cambio, es una tergiversación del trayecto de la información? Según el general Philip Breedlove, jefe del United States European Command, la información y la intimidad son una pareja conflictiva en la Rusia de Vladimir Putin, donde “like something out of a Borges story” –el artículo está en Defense One–, el Kremlin inventa, reescribe e instala entre sus ciudadanos la existencia de la imaginaria Novorossiya, una región que, en realidad, abarca el actual sudeste de Ucrania en disputa. “In the philosophy of these political technologists, information precedes essence”, sintetiza la maniobra el analista internacional Peter Pomerantsev. Mediante la creación y difusión de mapas tergiversados, la inserción de Novorossiya en los planes educativos rusos e incluso con la actualización permanente en redes sociales de “la vida cotidiana” en Novorossiya, Putin no solo inventa un mundo a la medida de un plan militar y político sino que escribe la intimidad colectiva de sus habitantes.

La información y la intimidad son una pareja conflictiva en Rusia, donde “like something out of a Borges story”, el Kremlin instala la existencia de la imaginaria Novorossiya.

Pero la intimidad de los contenidos del Fappening no se circunscribe a la guerra sino a su opuesto, el amor. ¿Qué es la intimidad? ¿La exhibición privada del cuerpo desnudo? ¿Violar la intimidad, entonces, consiste en exponer a la mirada pública una exhibición privada? Desde donde lo ve Reddit, y Facebook, y Twitter y los miles de sitios de noticias que reprodujeron las imágenes –con las de Jennifer Lawrence en primer lugar–, no interesa tanto la intimidad como la medida de su plusvalor. Después de 250 millones de visitas el domingo de la primera entrega –según The Independent–, los servidores de Reddit se saturaron al mismo tiempo que su versión premium por suscripción –Reddit Gold– recolectaba suficientes ingresos como para financiar esos mismos servidores durante un mes. Y hasta que Reddit banneó definitivamente todas las republicaciones de las imágenes, de hecho, hubo una semana durante la que el valor de sus contenidos publicitarios se disparó. Anon-IB, en cambio, el anonymous image board donde los verdaderos hackers que hicieron el verdadero trabajo compartían sus conocimientos técnicos sobre cómo vulnerar la iCloud de Apple –y socializaban algunos de los resultados concretos–, quedó desactivada –“en mantenimiento”– por tiempo indefinido. “Like 90 people did the work and now 1 or 2 morons are profiting and fucked everything up”, escribió un usuario. “So goes the world”.

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Cuando el negocio estuvo terminado, restó censurar las imágenes fuera del circuito comercial y aplicar sobre quienes las hubieran distribuido una de las purgas online más estalinistas de la década, probablemente el mejor preview hasta la fecha de las posibilidades instantáneas de censura y suspensión aplicables sobre las personas al alcance de los principales accionistas del presente (los castigos en internet son un tema realmente complejo en un mundo donde, como dice el abogado y activista por la neutralidad de la red Marvin Ammori, “tu teléfono es internet, tus reuniones son internet, tus amigos son internet y todo es internet”). ¿Pero hay intimidad en las imágenes del Fappening? ¿No resultan, finalmente, demasiado reales, demasiado crudas y directas –con las de Jennifer Lawrence en primer lugar– como para admitir una dimensión íntima? ¿Qué es, entonces, la intimidad? ¿Algo predefinido en la circulación y en los efectos originales de las imágenes? ¿O el aura intangible de la escena? Más allá de la estandarización aburrida de las poses y la obturación serializada del placer –todo ese porno casero que constituye el Kamasutra global y contemporáneo de Occidente–, si lo real es lo que se opone a la simbolización, y si toda intimidad implica la liturgia mínima pero valiosa de un sentido simbólico propio, ¿no está la verdadera intimidad de esas imágenes en las palabras que no podemos escuchar (pero que se pronunciaron), en las palabras y en las miradas que dieron su intensidad y su sentido al momentum de los cuerpos desnudos? Cuando lo real por sí mismo no es nada, ¿cómo se puede trasgredir lo que no está?

¿Hay intimidad en las imágenes del Fappening? ¿No resultan demasiado reales, demasiado crudas y directas como para admitir una dimensión íntima?

Si como escribió Paul Valéry –y demuestran los collages del UNfappening– el arte es el pasaje de lo arbitrario a lo necesario –y el crítico es aquel que teoriza sobre la necesidad de esta diversidad–, ¿no están las imágenes del Fappening –y las de Jennifer Lawrence en primer lugar– afectadas por contingencias que vacían lo necesario de la intimidad? Tal como se diseñan los sentidos, los intercambios y las relaciones en la web, fetichizadas o no, mercantilizadas o no, parece haber una intimidad más significativa en los Fav y los DM que se intercambian a deshoras en Twitter, en los corazoncitos circulantes de Instagram, en el tráfico del Me gusta de Facebook y en los chats y correos en Gmail –y en los efectos subterráneos de la gramática particular con la que eso se hace– que en todo lo que se exhibe a la mirada en esas mismas redes. Unos días después del Fappening, para terminar, se supo que Jennifer Lawrence salía con Chris Martin y que ahora él le compone –como cualquier músico enamorado– sus propias silly love songs. Tal vez ahí sí vaya a haber verdaderos documentos e inevitables mercancías de intimidad//////PACO