Casi todas las reseñas sobre la película Sick of myself (2022), dirigida por el noruego Kristoffer Borgli, cargan las tintas en la “relación tóxica” y “ultra competitiva” de Signe y Thomas, una pareja de dos jóvenes de veintitantos cuyas vidas dan un giro retorcido cuando él se hace famoso como artista contemporáneo. Es verdad, Signe y Thomas son una pareja espantosa, pero la película se sirve de cierta concepción estereotipada del “amor tóxico” para hablar de otras cosas. Veamos: cuando Thomas la pega en el circuito del arte de élite, a Signe, empleada en una cafetería, le agarra un ataque de envidia y de celos que trata de disimular con escenitas del tipo attention whore, pero él no le da cabida. Thomas está muy ocupado dando entrevistas y posando en súperproducciones fotográficas junto a su truchísima obra readymade, que consiste en el amontonamiento de muebles que él mismo roba en las tiendas de la ciudad con la ayuda de su compañera, que ahora le reclama créditos en vano.
Harta de su propia intrascendencia, a Signe se le ocurre una estupenda idea para hacerse famosa ella también: enfermarse, y cuanto peor y más visibles sean los signos de la enfermedad, mejor. Previa búsqueda en internet y tras unos manejes con su dealer amigo, Signe consigue una droga de origen ruso que está prohibida por una serie de efectos adversos que comprometen seriamente la piel. Se toma una, dos, cien pastillas, y cuando el veneno ruso empieza a hacer efecto, arranca el espectáculo de body horror y miseria humana que ofrece Sick of myself en la próspera y discreta sociedad escandinava. Hoy por hoy, Signe sería la “evil be like” de Dorian Gray: lejos de querer ocultar la fealdad y el sufrimiento de su rostro, como hizo el personaje de Oscar Wilde con su retrato, ella se exhibe orgullosa en selfies y como modelo en campañas de publicidad “inclusiva” de marcas que se rebrandean con la imagen de discapacitados y minorías, todo lo cual la ayuda a conseguir un reportaje en la prensa local por la rareza de su enfermedad deformante.
Hasta acá, la peli es con mucha obviedad una sátira de la búsqueda de reconocimiento social a costa de cualquier cosa en las sociedades de consumo que alientan el individualismo, la competencia, el culto a la imagen y el exhibicionismo alrededor de un horroroso vacío existencial, entre otros males que le achacamos al espíritu del capitalismo y a la técnica de la época. Nota al margen: el mismo director y guionista profundiza este tópico en su más reciente y superadora película, Dream Scenario (2024), con el protagónico de Nicolas Cage en el mejor papel de su vida. Pero volviendo a Sick of myself, la pobre Signe queda hecha un desastre por dentro y por fuera y Thomas termina en cana, con toda su “obra” embargada. El preludio a esta tragicomedia posmoderna está en un breve diálogo al comienzo de la peli, en el que Signe, al comentar el éxito de su novio, dice socarronamente que, con o sin talento, “a los narcisistas les va mejor”. Ustedes, razonablemente, dirán que ninguno de los dos tiene talento, y que son dos narcisistas insufribles. Y es por eso que ambos reciben su “castigo”. También estamos de acuerdo en que no son una pareja ideal, aunque la pequeña diferencia entre Signe y Thomas es que ella, para alcanzar el éxito, elige el camino de la víctima. Y justo en este punto es donde Sick of myself se pone interesante.
La salud de los enfermos
Bajo el manto de la bienintencionada misión de concientizar, hoy en las redes sociales y en los portales de noticias se exhiben viejas y nuevas enfermedades, sobre todo mentales, que hasta hace poco eran tabú y ahora son tendencia. Entre nosotros, el más conocido debe ser el caso de la influencer Sunny Lugo porque muchos la acusan de farsante. Sin embargo, sigue generando contenido en Tik Tok a partir de su supuesta condición de neurodivergente. También la conductora Maju Lozano confesó en su programa de TV que a los 51 años fue diagnosticada dentro del espectro autista porque le hacen mal el color rojo y la textura de las frutillas. En la misma línea, la youtuber asadodefaso llegó a recaudar mil dólares por sufrir ataques de pánico en streaming en vivo. Mientras tanto, en Europa, los pacientes terminales comparten en tiempo real hasta en su último post el proceso de eutanasia al que se someten. Y para hacerse “virales”, otros cientos de adolescentes (algunos muy tardíos) dan su testimonio en las redes sociales sobre los traumas que les causa el uso de las redes sociales. Sobre esto, hace muy poco, el propio Mark Zuckerberg, durante una audiencia en el Congreso de Estados Unidos, tuvo que pedir disculpas a un grupo de padres que denunciaron a su empresa Meta por el efecto nocivo que Facebook e Instagram tienen en sus hijos menores de edad.
Fomo, dismorfia de selfie, depresión, ansiedad, insomnio, baja autoestima y manías varias, la industria de la salud mental, con las farmacéuticas a la cabeza y una tropilla de psiquiatras, psicólogos, neurocientíficos y activistas en general que están a sus órdenes, tienen una entusiasta clientela cada vez más grande y diversa. Es tal la manija que el autodiagnóstico de enfermedades reales, imaginarias o potenciales es el segundo deporte favorito de las nuevas generaciones de cibernautas después del scrolleo de pantallas. Varias encuestas de aseguradoras privadas coinciden en que casi la mitad de la población mundial elabora sus propios diagnósticos en internet. Por supuesto que esta tendencia ya fue reconocida como un nuevo trastorno y se llama “hipocondría digital” o “cibercondría”.
Pareciera que las enfermedades que durante años nos hemos empeñado en prevenir y evitar ya son parte de una búsqueda personal que merece ser compartida y monetizada. El problema es que el fenómeno del que hablamos va más allá de la salud de los enfermos. En Un mundo de víctimas (Anthropos, 2017) Gabriel Gatti y otros investigadores se preguntan desde las ciencias sociales qué corno pasó para que la figura de la víctima, antes marginal e indeseable, hoy ocupe el centro de la vida política y social. A partir de ahí, advierten que se produjo un estallido: de pocas a numerosas, de solo un motivo a incalculables y de toda causa, y que, a pesar de las diferencias a todas las une el sufrimiento que las define como víctimas. Justamente, los esfuerzos teóricos de estos intelectuales apuntan a que este boom de ciudadanos destituidos por la figura de los damnificados tiene su correspondencia con el gran aparataje institucional, legal y profesional (leyes, protocolos de actuación, congresos, cursos y doctorados) de mirada fuertemente asistencial que sostiene y reproduce estas subjetividades. Sin dudas, hay una enorme comunidad de sufrientes que se abre paso y pide reconocimiento. ¿Esto significa que el lugar de víctima se volvió un nuevo aspiracional?
A esto se refiereel italiano Daniele Giglioli en su ensayo Crítica de la víctima cuando afirma que “la víctima es el héroe de nuestro tiempo”. Para Giglioli, ser víctima otorga prestigio, promete y fomenta reconocimiento, genera identidad, y sobre todo, garantiza la inocencia, porque esta se ampara en la creencia de la incapacidad de hacer daño. De modo que, quien se define como víctima se arroga la capacidad de volverse intocable. Frente a esto el autor italiano protesta: todo puede ser objeto de crítica, menos la víctima. ¿Quién podría cuestionarla? ¡Es sagrada! Y es más: quien está con la víctima, no se equivoca nunca. ¿O no se acuerdan del boom de los escraches? El #MeToo y su rebote en el “yo te creo hermana” fueron poderosísimas consignas del feminismo liberal de la tercera ola basadas en el supuesto de que las mujeres, en tanto que víctimas, dicen la verdad y nada más que la verdad. Todavía peor, si la condición de la víctima otorga impunidad, también es objeto de envidia, ¿o acaso no vemos la competencia obscena por el primado del mal por todas partes? “Nuestras víctimas son más importantes que las de ustedes”, “mi sufrimiento es más profundo que el tuyo”, “a mí me duele más, a mí me duele mejor”, etc. Digamos que es una carrera bastante miserable y no por ello menos concurrida. En definitiva, como dice Giglioli, “la víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse, es el sueño de cualquier tipo de poder”.
En la economía moral de la época el estatuto de víctima no es solo un activo social, sino un ideal. Y, además, hay una sociedad que lo reclama. Les doy otro ejemplo. Mientras buscaba en internet opiniones sobre Sick of myself para escribir este artículo, encontré la de una forista que, muy preocupada, interpretó que la película podría despertar en muchas adolescentes el deseo de imitar a la desgraciada Signe. Ahí donde la película dice un “no” rotundo al victimismo y a la autodestrucción, hay una espectadora para la cual, en su imaginación, las posibles víctimas se multiplican. Por supuesto que cualquiera se puede identificar con la protagonista, pero no sin sentir, por lo menos, un poco de vergüenza o incomodidad.
El problema es que este auspicioso consenso victimista termina por legalizar el sufrimiento de las víctimas reales, que sí existen por millones y que no desearían por nada del mundo estar en ese lugar. Esas son las víctimas que no tienen “publicidad”, o que solo son consideradas bajo la moral de bajo costo (y de alta rentabilidad) del humanitarismo onegeista o del mero voluntarismo político. No nos engañemos: para cualquiera de nosotros es difícil no caer en la condescendencia de la corrección política, la empatía y la adhesión a las buenas causas, pero todavía es complicado pensar en cómo revertir o desactivar el relato victimista sin faltar a la restitución de justicia. Digámoslo todas las veces que sea necesario: no hay ninguna virtud en ser víctima. Es una condición de la que hay que salir, y cuanto antes, mejor. El hecho de que la condición de víctima se haya vuelto deseable y se presente como motivo de orgullo y de afirmación identitaria es la constatación del triunfo del pensamiento débil, de la derrota total.
Giglioli ubica el surgimiento de esta máquina mitológica de la víctima como una respuesta al fenómeno de la caída de los grandes relatos (las gestas heroicas) y un florecimiento de las narraciones de la identidad (fundamentalmente centradas en el sufrimiento). En consecuencia, a la pregunta típicamente moderna de ¿qué hacer?, propia del sujeto de la acción, aquel que toma decisiones siendo consciente de que las consecuencias pueden ser también trágicas, se la sustituye por la posmoderna ¿quién soy?, propia del individuo hipernarcisista que, mientras se lame las heridas que le produce la vida, que de por sí es dolorosa y rapaz, busca incesantemente culpables afuera. Así es como los proyectos de identidad colectiva, empezando por el de los trabajadores organizados y cualquier proyecto nacional de soberanía, resultan destituidos por la atomización victimista de las identidades individuales y las historias personales de superación. Hasta los exrevolucionarios de la izquierda neoliberal contrabandean esta idea plantando la bandera de que “lo personal es político”, un slogan que pondera la experiencia singular como regla general y que le otorga a lo íntimo el rango de causa común.
Sin dudas, vivimos en la época más contrarrevolucionaria de todas, y en este estado de cosas, el concepto de identidad es todo lo contrario de la revolución. Esa es la razón de que cualquier idea o propósito de transgresión o de trascendencia sea sofocado por la gran factoría del yo del orden neoliberal. Desde la industria publicitaria y periodística del storytelling hasta los promotores académicos de las identidades performativas, somos orientados de una manera u otra a mirarnos infinitamente a nosotros mismos, y nada más. Como dijo Byung Chul-Han, “el sujeto deprimido está muy cargado de sí mismo”. Igual que la pobrecita Signe, enferma de sí misma, que como un caso hiperbólico de la ficción, rompe el espejo en el que nos miramos compulsivamente, cada cinco minutos, en nuestros smartphones o en nuestros propios abismos.
Sobre el final de la película, cuando su plan de celebridad sufriente fracasa, Signe termina confesando a sus amigos que ella misma se provocó la enfermedad, pero no pide perdón por haberlos estafado sino que exige que “la entiendan” porque, al final, está enferma de verdad. Después de todo, dice Signe, “¿quién elige ser una psicópata?”. Ahora bien, la protagonista ¿no podía hacer otra cosa diferente que seguir jugándola de víctima? Es evidente que para el guionista noruego la imaginación de la época se agota en la performance de identidades autocompasivas.
El verdadero mal existe, dice Ángel Faretta, y ese mal es la impotencia: la imposibilidad de las personas de crear algo para transformarse a sí mismos. Puede salir bien o mal, garantías de éxito nunca hubo. En este sentido, conviene recordar, al menos desde un punto de vista estrictamente ético, que aquel que se enfrenta al poder y fracasa no es una víctima, sino alguien que perdió una batalla. Es verdad que estamos ante una maquinaria gigante de dispersión y desánimo, personalmente me permito creer que detrás de cada moda hay una gran conspiración, pero no descartemos a esta altura del texto que “hacerse la víctima” también es una excusa pobre, insuficiente…////////////PACO