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¿Cómo se hace una víctima?


Como el oncoratón, al que unos investigadores de Harvard transformaron en el primer mamífero genéticamente obligado al cáncer, martirizando a generaciones de ratones en nombre de la ciencia, Édouard Louis (Francia, 1992, originalmente Eddy Bellegueule) nació con los elementos para que su cuerpo desarrollara rápido ‒“le robaba la ropa a mi hermana y me la ponía para desfilar”‒ una afrenta particular a determinados tipos de masculinidad. En especial la que “encarnaba todos los valores masculinos tan celebrados” mediante el procedimiento de resistirse “a la disciplina escolar”. Nacido y criado como mártir ‒que en griego significa testigo‒, Eddy Bellegueule es en Para acabar con Eddy Bellegueule (Salamandra, 2015) una víctima de los prejuicios de una Francia particularmente provinciana a finales de la década del noventa del siglo XX. Y esa es una Francia interesante para cualquier lector porque se mantiene intacta frente al progresismo cultural y social parisiense, y lejos de la influencia de sus históricos recintos de pensamiento académico, históricamente permeables al amor que no se atreve a decir su nombre. Refractaria de esa cultura oficial, la Francia de Eddy Bellegueule es la Francia profunda y reaccionaria de Jean-Marie Le Pen ‒una Francia coherente con su historia antes que con sus deseos conscientes, si se tiene noticia del premio Nobel Patrick Modiano‒, y en la que pueden desatarse verdaderos festines de sadismo, intolerancia y ‒a falta de una palabra más precisa‒ discriminación. Abusado y marginado en el bachillerato, acusado y estigmatizado en su casa familiar, Eddy Bellegueule aprende de la peor forma la que será la peor parte de su vida de “marica, loca, maricón, mariposón, mariquita, sarasa, julandrón, amanerado, invertido, amanerado, afeminado, bujarrón, puto, o el homosexual, el gay”.

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La Francia de Eddy Bellegueule es la Francia profunda y reaccionaria de Jean-Marie Le Pen, una Francia coherente con su historia antes que con sus deseos conscientes.

Pero Eddy Bellegueule también va a aprender que su homosexualidad en acto puede transformarse en aquello capaz de sublimar las tentaciones potenciales de otros, y esa extraña Schadenfreude a su alrededor no va a tardar en ser una de las posibilidades más placenteras y liberadoras de su goce. Pero antes, necesita destituir el legado patriarcal. “Según iba creciendo, notaba más clavada en mí la mirada de mi padre, el terror que lo iba invadiendo, su impotencia ante ese monstruo que hacía creado y cuya anormalidad se iba afirmando de día en día”, recuerda Eddy Bellegueule antes de transformarse en Édouard Louis, convencido de que un día “mis padres me iban a llevar a lo hondo del bosque para abandonarme”. Sin embargo, en el padre hay más amor que odio, y eso complica el espíritu destituyente del hijo. “Mi padre pensaba que el fútbol me curtiría y me propuso que jugase, como él de joven, como mis primos y mis hermanos. Me resistí: ya a esa edad quería ir al ballet; mi hermana iba”. Lo que Eddy no va a tardar en descubrir cuando alcance su ansiada fuga en el liceo de Amiens es que es la clase ‒con sus ideologías, sus modismos, sus hipocresías‒ y no la elección sexual lo que orbita sobre las libertades reales del deseo, y ese descubrimiento es el tipo de acontecimiento capaz de destituir todas sus certezas sobre sí y sobre su mundo.

“Aquí los chicos se besan para decirse hola, no se dan la mano. Llevan bolsos de cuerpo. Tienen modales exquisitos. La gente de clase media no da los mismos usos a su cuerpo. No define la virilidad como mi padre, como los hombres de la fábrica”. Entre compañeros de escuela y parientes intolerantes frente a su homosexualidad, Eddy Bellegueule podía sentirse una víctima ‒y su sexualidad podía servirse de la victimización para afirmarse y patologizar al resto; “en mi familia había más inválidos que en otras familias”, insiste‒; pero como Édouard Louis, rodeado de nuevos usos del cuerpo y convenciones sociales distintas, liberado del rol de la víctima, ¿cómo puede seguir sintiéndose homosexual? “A todos podrían haberlos llamado maricas en el colegio”, piensa. ¿Y en qué convierte esa homologación tolerante e igualitaria de las formas y los cuerpos a la homosexualidad? Esta pregunta de Para acabar con Eddy Bellegueule sobre cómo una determinada política puede destituir diferencias entre palabras podría replantearse a partir de la aprobación en Estados Unidos del matrimonio gay. El lema oficializado por Barack Obama desde su cuenta de Twitter ‒y absorbido por la gran mayoría de las asociaciones civiles y personas que apoyaban la novedad‒ fue #LoveWins, ¿pero es el matrimonio lo mismo que el amor? Empoderados nada más que por el tiempo y por la historia del casamiento entre hombres y mujeres ‒y la literatura universal de los últimos dos siglos puede dar buen testimonio‒, tal vez los heterosexuales deberían tomar con cautela esa equiparación entusiasta (y política). La respuesta a la pregunta inevitable, por otro lado, casi no necesita ser pronunciada: ¿por qué #LoveWins funciona mejor que #MarriageWins?

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Liberado del rol de la víctima, ¿cómo puede seguir sintiéndose homosexual?

Con sus terrores y esperanzas, con sus culpas y fantasías, la vida como homosexual adolescente en un pueblo rural de Eddy Bellegueule requiere un trato necesariamente melancólico ante el espíritu y el mandato patriarcal (Para acabar con Eddy Bellegueule es eso: la historia de la aniquilación del nombre paterno), y en ese sentido la única forma de poseer un objeto que nunca tuvimos, un objeto que estaba perdido desde el principio ‒como la vida plena del oncoratón‒, es tratar un objeto que todavía poseemos plenamente como si ya lo hubiéramos perdido. Para Eddy Bellegueule, ese objeto es el padre. De ahí que, golpeado en la escuela “porque es marica”, decida ‒como su padre, al que describe como alguien que “prefería las veladas en los bailes de los pueblos vecinos y las broncas que los acompañaban de manera inevitable” en vez de ir al colegio‒ “ser cómplice de esa violencia (y no puedo por menos de preguntarme, años después, por el sentido de la palabra complicidad, por las fronteras que separan la complicidad de la participación activa, de la inocencia, de la despreocupación, del miedo)”; y que, aunque su padre le diga “te quiero”, para Eddy Bellegueule aquello no le parezca, como podría pensarse, “hermoso y conmovedor; aquel te quiero suyo me había repugnado, esa palabra tenía para mí un carácter incestuoso”. Liberado de las obligaciones del lado menos conveniente de la violencia, asimilado entre los suyos a través de las pautas sociales más simples ‒tomar, perder el tiempo, faltar a clase, conseguirse una novia‒, Eddy Bellegueule llega incluso a redescubrir su propia genealogía. No hace falta más que algunas películas porno compartidas a escondidas del mundo de los adultos para que su primo Stéphane se preste a penetrar y ser penetrado “para divertirnos”. Y después Bruno y después Fabien (“soñaba con matar a Fabien y a mi primo Stéphane para tener el cuerpo de Bruno para mí solo, sus brazos robustos, sus piernas de músculos abultados”).

¿Es el matrimonio lo mismo que el amor? Los heterosexuales deberían tomar con cautela esa equiparación.

Para Eddy Bellegueule, sin embargo, el problema del patriarcado ‒el verdadero problema de escapar de su propia historia‒ gira menos alrededor de la reescritura autobiográfica de su vida y su apellido ‒cuyo cambio fue aceptado por las autoridades francesas en 2013‒ que de la revelación de que su padre también es homosexual. En este punto, el pasaje de Eddy Bellegueule a Édouard Louis se vuelve algo extraño ‒si no para el escritor autobiográfico, sí para el lector‒ porque, ¿cuál se supone que es la rebelión de un hijo que en realidad solo quiere cumplir el mismo deseo que su padre? “Fueron inseparables varios meses antes de que mi padre se volviera al norte, mi madre no sabía el por qué”, termina el relato de la extraña amistad de su papá con un moro que se hacía llamar Nieve y con el que vivió en el sur de Francia durante un fugaz rapto de libertad, antes de volver al pueblo y conocer a su madre. La respuesta podría estar en un pasaje de la represión del padre a la libertad del hijo. Y esa libertad ha dado su frutos para el hijo: Édouard Louis, que a los 21 años se transformó en best-seller y ganó el Premio Pierre Guénin contra la Homofobia, vive una homosexualidad sin dudas libre, ¿pero no habría bastado un pasaje a París ‒y a su protector Didier Eribon, a quien dedica la novela‒ para resolver ese problema? ¿Cuál es, en cambio, el verdadero fantasma en la novela y, ya que el libro obliga a preguntarse, más allá de la novela? Por ahora, lo que enmarca el fenomenal acceso de Édouard Louis a la élite literaria francesa ‒con comparaciones al estilo de “un cóctel de Zola y Dickens”‒ y su rápida transformación en un militante oficial de las causas gay resultan difíciles de interpretar. Y ese es un problema interesante precisamente porque es la figura de su propio padre la que todavía proyecta su sombra, e incluso su luz, a pesar de haber sido borrado por los registros de la burocracia y negado por la imaginación literaria. ¿Pero podría ser de otra manera? ¿O acaso Édouard Louis ignora que la verdadera función del Padre es fundamentalmente unir (y no oponer) un deseo a la Ley? “Yo utilizo la literatura como una herramienta de verdad”, dijo Édouard Louis en una entrevista sobre Para acabar con Eddy Bellegueule. “Mi madre se volvió loca, pero es algo que ha pasado muchas veces en la historia de la literatura: le pasó a Proust, a Thomas Bernhard… Mi padre reaccionó mejor y dijo que estaba muy orgulloso”. En tal caso, ¿soñará el oncoratón con sus creadores cuando la luz se apaga en los laboratorios de Harvard? Y si sueña, ¿se imaginará aniquilándolos para que ya no puedan inocularle más cáncer o se imaginará, en cambio, vistiéndose con una diminuta bata blanca como ellos, listo para continuar los experimentos?///////PACO

Este artículo se publicó en La Vanguardia Digital.