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Por Nicolás Mavrakis

I
Empecemos por el origen. La causa primaria de las cosas. Empecemos por cómo algo se dio a ser. Por qué se dio de esa forma particular y se convirtió en lo que es. La música de Los Beatles llegó a mí a través del líquido. Hay alguna poesía en eso —el líquido, el agua, el origen de la vida— pero no es más que la mera constatación de lo real. Y lo real es ajeno a la poesía. Yo flotaba en líquido amniótico cuando escuché a Los Beatles por primera vez. Yo era un pequeño compendio celular de vida por nacer cuando mi padre acercó un grabador al abdomen de mi madre con música de Los Beatles. Yo debo pertenecer a la tercera o cuarta generación a la que la música de Los Beatles se les aparece en medio de la placidez amniótica como preview de los lenguajes formales al otro lado del cordón umbilical.

No era que la música me calmara. Era que mi padre era fanático de Los Beatles. Aprendió a tocar la guitarra a los seis —una guitarra criolla perdida en el fondo de un armario: consiguió cuerdas y alguien le enseñó a tocar música folklórica— y cuando aparecieron Los Beatles abandonó el folklore —y toda esa bosta, diría él— encontró cuerdas de acero y empezó a sacar de oído, una por una, las canciones que escuchaba. Conocí a Los Beatles antes de nacer porque mi padre escuchaba eso y podía hacérmelo escuchar y conocer a mí. Traspaso de una cultura: el objetivo del mandato patriarcal. Aún así, no lo veo como un habitus social sino como una predisposición genética. Esa música y la predisposición al goce de esa música me fue inoculada antes de nacer. Y aunque soy incapaz de ejecutar cualquier instrumento —entiendo que la música suele entenderse como el arte más elevado y es probable que sea realmente así— soy perfectamente capaz de identificar una canción de Los Beatles en apenas cuatro notas. Aunque mis oídos y mi cerebro estén atravesados por todos los ruidos y conflictos imaginables. Una habilidad innata (del latín innātus, nacer en).

II
En el clasicismo de Los Beatles hay un factor estético importante: un buen parámetro con el que se puede medir la relevancia musical —y estética en general— de todo el resto. Si alguien dice que una canción es buena, la comparo con Blackbird. Si alguien dice que un disco es bueno, lo comparo con Sgt Pepper Lonely Heart´s Club Band. Si alguien dice que tal cantante es bueno, lo comparo con Paul McCartney. Si realmente es bueno, debería poder resistir esa clase de comparaciones. Con esto en cuenta, no sé qué es más inmediatamente obsoleto que un crítico de rock (sí, sé: una crítica de rock). El consenso siempre es sospechoso, pero el que hay sobre el valor de Los Beatles resulta inmutable a lo largo del tiempo. John Lennon lo dijo: Los Beatles son más populares que Jesucristo. Un polaco exótico que tendría unos cincuenta años cuando lo conocí dijo que después de cierto tiempo escuchando música había dos cosas que valían la pena: Mozart y Los Beatles. ¿Se podría disentir? Mi padre ha tocado con otros músicos durante muchos años y me ha contado a veces sobre alguno que dice que Los Beatles no son tan buenos. ¿Qué otra respuesta para eso que la conmiseración?

Paul McCartney receives Legion d'honneur

Es inevitable que vuelva a mi padre porque al otro lado del líquido, en el lado luminoso de la vida, estaba él con sus guitarras tocando canciones de Los Beatles. Tocaba con otros amigos o colegas: guitarra rítmica, bajo, batería, armónica y voces. He visto los distintos livings de mis casas de la infancia convertirse en pequeños estudios: un estilo Abbey Road amateur que se materializaba, en general, los sábados a la tarde hasta la noche. No hay tantas grabaciones de esas sesiones. Sé que durante mi infancia This boy la hacían muy bien —no sé quiénes la hacían, al menos una de las voces y un bajista ahora están muertos—, sé que mi padre podía tocar Blackbird con los ojos cerrados y que en el repertorio estándar —que después mudaron a salas de ensayo— había más canciones de la primera época de Los Beatles, las más simples y pegadizas, que de la última. Y eso no tenía que ver con complicaciones en las destrezas técnicas para la ejecución. Cuando la música no se tocaba, se escuchaba. Discos, cassettes, compacts, DVD, mp3 y todos los soportes: desde que tengo memoria, son las formas a través de las cuales he escuchado música de Los Beatles. (Los sábados y domingos por la mañana mi padre colocaba algún disco y fumaba su pipa: nunca en un volumen en el que se pudiera ser indiferente al sonido).

La sentimentalización: casi todas las canciones tratan sobre los distintos conflictos del amor. Ha habido mucha violencia pero también mucho amor. No sé nada sobre Juan Alberto Badía excepto que era fanático de Los Beatles —algo que matiza mi rechazo automático a cualquiera— y que entrevistó a McCartney cuando vino por primera vez a Buenos Aires y que escribió una novela sobre John Lennon y que en Pinamar pasaba canciones de Los Beatles y que gané varios de los concursos telefónicos que hacía en Estudio Playa porque, por supuesto, conocía todas las respuestas o me las soplaba mi padre. Suficiente para desear que esté en un mejor lugar. Guillermo Andino: también es fanático de Los Beatles y es lo único por lo cual identifico su existencia. César Mascetti: sé que viajó a Brasil por la suya con un camarógrafo para entrevistar a George Harrison y lo logró. Lo respeto por eso: no lo conozco, ni siquiera sé si está vivo, pero lo respeto por eso. La sentimentalización es inevitable. Una lista así sería banal y probablemente infinita. Con los músicos se vuelve más detallada. Charly García: sacó Say no more de una película de Los Beatles. The Ramones: se llaman así porque McCartney usaba a veces Ramón como pseudónimo.

Mi recuerdo del primer concierto de McCartney en Buenos Aires, al que fue mi padre, es haber escuchado los fuegos artificiales de Live and let die desde mi casa. Mi recuerdo de la segunda vez que McCartney vino a Buenos Aires es mejor: pude ver la casa donde paró, pude verlo salir a él con la última esposa de esa casa y pude saludarlo —a dos metros de distancia: levanté la mano en estado de conmoción y alguien sacó una foto— y también fui a River, esa vez, con mi padre. Nada mal. La única vez que el periodismo me sirvió para algo más que conocer las fosas sépticas del mal gusto y de la humilde estupidez. (Y creo que ese sencillo evento, que me hayan pagado por tener uno de los mejores recuerdos de mi vida, justifica la existencia de «la mortaja del escritor», como Christopher Hitchens llamó al periodismo).

Beatle Car

III
Densidad: uno llega a ponerse denso y monotemático cuando sabe lo que le gusta. Es un absolutismo interesante porque economiza cualquier energía destinada a la especulación: no hace falta pensar demasiado en lo que respecta a Los Beatles. La perfección es como una esfera: no se puede impugnar. ¿Cuál sería el pliegue de lo absoluto? Lo absoluto no tiene pliegues y es lo único ante lo que el crítico puede distenderse y gozar sin esfuerzo. Tengo un amigo, Sebastián Napolitano, maestro concertista de piano. Lo conocí en la secundaria. A veces después de las clases de gimnasia le permitían ir a tocar uno de los pianos del lugar (nunca entendí cómo funcionaba eso pero la vez que uno de los carceleros lo encontró tocando, a pesar de toda su brutalidad, simplemente dijo que se apurara y que nos fuéramos de ahí). Como sea, él tocaba en el piano polonesas de Chopin y yo le pedía que tocara alguna de Los Beatles. Con cierta piedad, me concedía algunos pasajes de Eleanor Rigby y Martha my dear. Su frase recurrente: son muy fáciles. Todavía cuando nos encontramos para comer con unos refugiados chinos le insisto con que toque alguna de Los Beatles. Y es un restaurante y, por supuesto, no hay ningún piano ni remotamente cerca, pero uno es fanático y debe predicar. La última vez le dije que tocara alguna de Billy Joel —a veces me concedo variaciones— o que al menos incursionara en algo más pop y él dijo que pedirle que tocara algo más pop es como si él me pidiera que escribiera una crónica policial. Lo dijo de una manera despectiva que, por supuesto, validé con una risa.

Monotemático. No tengo líquido amniótico al que acercar un iPod con música de Los Beatles, así que predico en el aire y para los incautos o para los ya demasiado prevenidos. Difundo el legado donde puedo. Prácticamente no hay persona que no sepa de mi fijación porque es transparente. E insisto en eso: es inevitable. No sé qué pasa con los Rolling Stones —del que mi padre ha dicho que el baterista está muerto pero no lo sabe—, pero hay noticias sobre Los Beatles al menos un par de veces todas las semanas. Google it.

Nada de esto me convierte en el más fanático. Hace poco, en una fiesta, alguien me señaló a una chica. La presentación fue: esa chica tocó con Paul McCartney. Yo no conocía a nadie en el lugar y todo estaba bastante oscuro. Pero mis piernas se empezaron a mover. A unos metros, al otro lado de una mesa larga, veía a una gordita algo pálida, el aspecto virginal y circunspecto de una secretaria de oficina de los años cincuenta. Al lado mío, mientras tanto, hablaban. Incluso por momentos me hablaban. Yo sólo pensaba: esa chica tocó con Paul McCartney. Me levanté y fui hasta donde estaba. Bueno, no había sido ella: había sido el novio. Ella lo filmó. Había podido subir al escenario y darle a Paul un charango. Eso fue durante la prueba de sonido del último recital en Buenos Aires. Claro que era motivo de admiración. La chica me contó que había viajado también a Montevideo a verlo el año pasado. Y que había viajado a Nueva York a verlo una vez. Y sabía el nombre del instrumentista de Paul —para mí era apenas el tipo que le lleva el bajo a Paul— y conocía el nombre de la mujer que selecciona a quienes se van a subir al escenario durante la prueba de sonido. Ese mismo sábado, más temprano, la chica que había tocado con Paul había ido a ver al cine ShowRock, que es un concierto de Wings que remasterizaron y pasaron en los Cinemark hace un par de semanas.
Rockshow —me corrigió—. Se llama Rockshow.

IV
Estaba un poco borracho pero me defendí. Nadie iba a tronchar mi herencia cultural tan fácil. Dije que había visto a Paul de cerca en su casa y que lo había saludado (ella me preguntó si lo había visto pasear en bicicleta: bueno, no, no lo vi haciendo eso). No iba a contarle sobre mi foto en la puerta del Dakota Building, pero le conté sobre mi padre. Mi padre había viajado a Liverpool y había estado en el Museo Beatle, había visitado la casa donde se había criado John Lennon y la casa donde se había criado Paul McCartney —aparece en la tapa de Memory Almost Full— y también se había sacado una foto en la puerta de la casa de Ringo, aunque esa estaba bastante abandonada porque Ringo es el único de Los Beatles que no invierte mucho en Liverpool. Hubo un silencio que aproveché para avanzar y no poner en ninguna duda que lo que fuera que hubiera hecho mi padre, de alguna manera, era como si lo hubiera hecho yo.

Dije que mi padre también había estado en Strawberry Fields y en The Cavern y que había ido a Abbey Road y se había metido adentro de Abbey Road hasta que algún técnico le dijo amablemente que saliera por donde había entrado. Tiene una foto de eso: sonriente con los dedos de la mano derecha en V bajando la escalera (Rodolfo Vázquez, el dueño del único Museo Beatle en Latinoamérica, nos contó una vez que él también había ido a Abbey Road y que entraron a Abbey Road y al estudio con el piano donde McCartney tocó Let it be y que alguien de su grupo empezó a tocar Let it be y que se emocionaron hasta llorar).

Me gustan algunas otras cosas, pero no tantas. No están demasiado lejos de Los Beatles, pero supongo que en lo musical es complicado estar lejos de esa fuerza. Tampoco tengo un beatle preferido ni una canción preferida de Los Beatles. Sí creo que el capítulo de Los Simpsons donde cuentan la historia de Los Beatles está bastante bien en términos historiográficos. Y tiene la voz de Harrison diciendo eso ya se ha hecho, que ahora me suena más como una poética que como una línea cómica. Por lo demás, tengo una corbata, varias remeras, tuve algún llavero y me animo a decir que el sitio de McCartney en la web es uno de los mejor desarrollados en toda la web. Tampoco tomo té por casualidad. YouTube sabe reconfortarme y tengo más de quinientas horas mentales de música de Los Beatles sonando en mi mente para cuando hace falta enfrentar el silencio. Para terminar: todo el tiempo me recomiendan que escuche cosas nuevas. En general les doy una oportunidad y me parecen una basura. En unos años voy a empezar a escuchar a Beethoven, sobre el que Harrison cantaba una gran canción de rock, pero no todavía////PACO