En el 2013, la empresa Eterna Cadencia publicó Beya (Le viste la cara a Dios) con dibujos de Iñaki Echeverría y textos de Gabriela Cabezón Cámara. El libro no es un comic o una historieta, sino más bien una mezcla de novela gráfica y poema ilustrado con la estética blanco y negro de los fanzines punks de la década del 80. En todo caso, no se trata de combinaciones nuevas ni novedosas. Pero vale señalar que, salvo por un par de excepciones, casi no hay globos de diálogo en estas páginas. Cuando aparece, el texto lo hace de forma adyacente a los dibujos que lo ilustran. Esta característica genera la posibilidad de un señalamiento crítico. Los personajes no tienen voz. Mientras el texto los narra desde el costado del dibujo, ellos callan, mudos, silenciados o silenciosos, representados por sus acciones.

El título también puede ser leído de forma crítica. No se trata de “bella”, el adjetivo femenino singular, sino de “Beya”, un sustantivo que lo desfigura y los transforma en nombre propio. La oralidad, desde el momento en que la palabra copia la música del habla de los porteños, se impone por sobre la norma lingüística y genera la identidad de la protagonista. Ella no es bella, sino Beya. La belleza, entonces, aparece deformada en ese pasaje. Ahí hay algo que se parece a una confesión. En este ligero corrimiento, Beya, el libro, ofrecerá entonces una versión distorsionada, operada, lateral. ¿Se mantiene esa sutileza a lo largo del libro?

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El texto que acompaña y vertebra las imágenes de Beya –la relación entre imagen y palabra, lo sabemos, nunca es inequívoca– parece un poema. No hay razones para pensar lo contrario. Como tal, utiliza muchos recursos de la poesía coloquial. Hay también una métrica, casi podría decirse un esfuerzo de métrica, un ritmo que se corta y se retoma, como una música que se enciende y se apaga, que suena y se silencia.

Ay, si pudieras esfumarte

en un abrazo celestial

y no sentir las trompadas

ni que te quemen con fasos

ni esa contracción que duele,

el intento celular

de hacer de tu cuerpo escudo

y que no te entren ni arando,

pero te entran y te aran

y te querés ir a la mierda:

(…)

“Trompadas”, “fasos”, “mierda”, la interjección “Ay”: con facilidad se delimita un habla, un registro del habla, un campo semántico que al mismo tiempo se ve minado por palabras como “esfumarte” o “intento celular”, extrañas en la lengua oral rioplatense. Esa convivencia de registros fue y es ampliamente practicada en la literatura argentina, amén de otras literaturas. Se trata del pastiche, de la mezcla, de la confrontación de registros. Ya no podemos ver en esto una pretendida operación ideológica –de alguna u otra forma todo hoy es pastiche– pero sí comprobamos la vocación de ser leído en una tradición de poesía de unidad de opuestos. El registro culto se mete en el registro rutinario o inculto. Insisto: el abandono de la lengua sotenu o su mixtura con palabras, giros y marcas de otras procedencias no podría ser calificado, en el ámbito de la poesía, como innovación. Sin embargo, este choque entre vocabularios le da un aire descuidado y transgresor –más descuidado que transgresor– al poema. Roberto Arlt podía usar la palabra “pelafustán” sin caer en efectos contraproducentes, pero era otro momento histórico, otro estado de la lengua. Y Arlt nunca escribió poesía y, sobre todo, Gabriela Cabezón Cámara no es Arlt. Volveremos sobre este tema.

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Por su parte, los dibujos de Iñaki Echeverría recuperan una estética basada en los cambios de planos, en la superposición y en la fragmentación. La apuesta –pese a los fuertes contrastes– confunde al lector. Echeverría, como dibujante esquemático, al menos en esta oportunidad, no logra sobresalir. Sus dibujos resultan menos retro que anacrónicos.

Pero ¿qué cuenta Beya? Antes de avanzar sobre lo que cuenta, me quiero detener en un epígrafe o nota que recibe al lector antes de los dibujos y el poema. Dice así:

“Aparición con vida de todas

las mujeres y nenas desaparecidas

en manos de la redes de prostitución.

Y juicio y castigo a los culpables.”

¿Cómo leer este “pedido”, esta “exigencia” inicial? Percibo que, repitiendo de manera textual, se monta en la fórmula con la que se denunció a la última dictadura argentina. Sus fuentes pueden ser muchas y su forma abreviada, “juicio y castigo a los culpables”, resuena a lo largo de toda nuestra vida democrática. Sin embargo, la versión de Beya es diferente. No se trata de un juicio militar y político, aquí no se trata de una urgencia coyuntural, ni de los siempre complejos procesos históricos. Nuestro código penal y nuestra constitución refrendan este pedido inicial de Beya, lo incluyen y lo honran. Así que por un lado, tenemos la parasitación de un discurso politizado, y por otro, su uso para efectuar un reclamo que ya está contemplado en la ley. Pero hay algo más, ¿quién podría estar en contra de ese enunciado? Si en algún momento de nuestra historia reciente pedir “juicio y castigo a los culpables” fue ir contra el statu quo, si implicó –y aún implica– un posicionamiento político, si la posibilidad, por momentos, de que ese juicio se cumpliera era lejana, y entonces el reclamo se mantenía como una consigna idealista, dura, militante, en la versión que abre Beya, y que permeará su trama, ese reclamo resulta obvio y tautológico. Parafrasearlo sería decir “que se cumpla la ley.” Desde luego, como en toda implementación práctica de una o varias leyes, hay amplios matices. Sin embargo, lo que quiero señalar es que el enunciado original y el parasitario pueden ser leídos como opuestos. Uno fue contra-legal, el otro es legalista. Así las cosas, ¿quién podría estar contra ese acápite? ¿Quién podría estar en contra de una de las más terribles formas de esclavitud moderna y del castigo de sus culpables? Podemos refinar la pregunta: ¿qué lector de este libro podría estar en contra de que se enjuicie y se castigue a los que raptan mujeres y nenas para prostituirlas? Suponemos que los proxenetas que realizan la operación de secuestro, sus padrinos políticos, el crimen organizado. Como no los veo leyendo este libro, ni muchos otros, hay algo en ese pedido que se pierde en la prédica para conversos.

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Ahora sí, ¿qué cuenta Beya? La primera parte no tiene texto. Faltan los ya de por sí escasos globos de diálogo, pero tampoco hay palabras de otro tipo. Vemos a una mujer delgada salir de su departamento y bajar por el ascensor a la calle. Inocente y dulce, guarda dos caramelos en su cartera. El departamento está en una zona urbanizada, una ciudad de edificios altos. En la calle, la mujer es interceptada por una camioneta y secuestrada. Durante el secuestro le pegan un tiro en una pierna. Echeverría va descomponiendo las viñetas rectangulares a medida que avanza el secuestro. No es sintético sino más bien repetitivo y lo que se podría resolver en tres páginas se estira por más de diez. Toda esta parte no logra otra cosa que una versión, no la más interesante, de la leyenda urbana de las camionetas blancas deambulando por la ciudad y secuestrando mujeres al azar. ¿Secuestros espontáneos a plena luz del día? ¿Reducir a una mujer indefensa con un tiro?

La segunda parte la abre el poema de Cabezón Cámara. La primera estrofa mezcla alusiones a los roles de torturador y víctima, con referencias directas a El matadero y otras obras de Esteban Echeverría y La refalosa de Hilario Ascasubi. No hay, luego, mayor trabajo con estos autores. Son apenas referencias telúricas al cruce entre poesía y violencia. Poco más. ¿Podemos confundir Beya con una neo-gauchesca? (En un gesto forzado, no faltan las obras contemporáneas que pretenden equiparar sin aristas ni conflictos la marginalidad actual con la del siglo XIX. Véase la pobre y facilista ocurrencia El guacho Martín Fierro de Oscar Fariña. El poema de Fariña es citado en un momento por Cabezón Cámara en Beya. Una cita alcanza para modelar una lectura y remontar una tradición. No es este el caso.)

En la segunda parte, la mujer secuestrada es vejada en reiterado oprobio. El registro se vuelve sensual, pornográfico. ¿No va esto en contra de la denuncia? Se sabe: hablar de los peligros de la guerra no necesariamente resulta antibelicista. ¿Por qué debería ser diferente con los peligros del cuerpo? Echeverría dibuja oscuridad, manos, bocas y tetas. La oscuridad le sale muy bien. Cabezón Cámara escribe:

Te enguascaron, te domaron,

te peinaron para adentro.

A eso le llaman ablande,

a volverte pura carne,

a fuerza de golpe y pija.

Otra cita:

Si te dejaran pensar

en algo más que el finalista

de esta paliza continua,

pensarías que la tortura

tiene diccionario propio:

te arrancaron tus palabras

y te metieron las de ellos,

tan dolorosas y sucias

como el mar de pijas duras.

¿Debería haber sutileza en los versos de Cabezón Cámara? Lo que sí hay es monotonía. Insistiendo una y otra vez con lo mismo no logra énfasis sino aburrimiento. Por más que los estupradores golpeen a Beya y la violenten repetidas veces, por más que Echeverría dibuje primeros planos, la sensación no es de cercanía. ¿Deberíamos indignarnos? Hay vocación de totalidad en Cabezón Cámara. Uno de los secuestradores dice: “¡Puta! Acá hacés lo que yo digo, me lo vas a agradecer, al final les gusta a todas”. Más adelante se habla de lo que quiere “todo torturado.” En el uso de la palabra “todas” y “todo” aparece esa construcción sin grietas que propone –que en ningún momento deja de proponer– Cabezón Cámara. Una cita más:

Te desayunan con whisky

en el puticlub de mierda,

porque la tortura ahí dentro

no termina ni se acaba

como no se acaba nunca

la cosecha de mujeres.

Insisto, los insultos y las palabras groseras no son garantía de énfasis o potencia. Más bien al contrario, dejan al descubierto el abuso de los lugares comunes. La idea de un infierno total, sin dudas, sin amagues, ese no terminarse ni acabar nunca, es menos antropológico que idealista y abstracto. ¿Podemos pedirle otra cosa a una poema ilustrado? Si el tema es este y se nos ofrece de esta manera, podemos. Ningún infierno en la tierra es perfecto. Y para que sea creíble, Cabezón Cámara y Echeverría deberían tener en cuenta algún tipo de matiz. El infierno absoluto solo es patrimonio de Dios. Su construcción humana tiene destino de ridículo o de falacia, o de ambos.

La historia de Beya se extiende, así, sin muchas variaciones. Es abusada una y otra vez, y de esa corrupción surge lo que entendemos es un aprendizaje. Otra cita:

Pero logras resistir,

estás violeta, azul,

un poco verde también,

con marcas de mil mordidas

y con tajos de uñas duras

y con el orto y la concha

ya casi deshilachados

como si fueran el tronco

que usa un puma de montaña

para afilarse las garras.

(…)

Y aprovechás y comés

carne de vaca de veras

sabés que necesitás hierro

para agarrar bien el fierro

como te enseñó tu padre

en el tiro federal.

¿Tiro Federal? ¿Beya es hija de un policía? Es difícil no ver aquí un permanente trabajo con el mal gusto pero, en todo caso, es un mal gusto políticamente correcto. Se parece a una monserga, a un sermón, a un panfleto. ¿Qué pregona? En la páginas 32 y 33 del libro, Echeverría dibuja un díptico. A la izquierda, una Virgen María se cubre con su manto y a sus pies se ve una guirnalda de rosas. Ya se dijo, Echevarría es un dibujante limitado. Pero la Virgen se logra percibir. A la derecha, Beya calca su gesto, su posición, pero muestra sus brazos y sus piernas. En vez de las rosas, hay genitales masculinos entrelazados. Más adelante, se compara el cuerpo de la mujer con el de una res y en ella se señalan los diferentes cortes vacunos. Tanto la comunión de la Virgen y la puta como el cuerpo convertido en ganado son dos lugares comunes que podrían haber conmocionado a la sociedad bienpensante de la de década del 50, y ni siquiera. Por momentos, y pese a que el trabajo formal y el diálogo con la tradición están presentes, parecería que lo que ofrecen Cabezón Cámara y Echeverría no debe ser leído y tenido en cuenta por mérito propio sino por “lo que denuncia.” El intento de hacer literatura engagé está. Pero en ningún caso aparece algo dialéctico, o al menos inteligente, al estilo brechtiano. Lo que leemos es antes bruto que brutal, antes resaca institucional que encuentro con el otro, sin más, una burda bajada de línea. Al mismo tiempo, no hay riesgo en la denuncia de Beya. Volvemos a la misma pregunta: ¿quién puede estar hoy a favor de la esclavitud? ¿Quién puede estar abiertamente a favor de que se someta a mujeres al escarnio? No se tocan aquí y con esos temas los intereses de nadie. Esta denuncia, estetizada, se termina en sí misma, en su mínimo o inexistente peligro y operatividad. Se dirá que apunta en todo caso a “crear conciencia”, a “visibilizar un problema”, que por otra parte acompaña a la sociedad desde sus orígenes más remotos. Pobre efecto, podría responderse Mientras tanto, hay algo de esa denuncia que se disuelve y se pierde, que no es consistente, que se vuelve frivolidad, oportunismo y afectación. Al mismo tiempo, se sabe, el mecanismo de la militancia por la verdad y contra el mal puede justificar casi cualquier narración, por más imperfecta y defectuosa que sea. El siglo XX mantuvo una larga conversación teórica sobre las implicaciones y usos de esa idea. Cabezón Cámara y Echeverría la ignoran o deciden ignorarla.

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Pero ¿qué más le ocurre a nuestra secuestrada? El primer giro se da cuando un “cafisho” le pone un arma en la mano y le pide que mate a otra reventada. Con ese acto, digamos “de fidelidad”, Beya se gana la confianza de sus captores o proxenetas y pasa a ser “de la banda.” Echeverría dibuja a doble página el asado de bienvenida con la disposición de La última cena. Con este cambio, Beya logra especializarse en el sexo sadomasoquista. Hay una ganancia, un reposicionamiento, un ascenso. Luego, uno de sus clientes le regala una ametralladora. Ella se viste con sus ropas de cuero disciplinador y se cobra venganza matando a sangre fría a toda “la banda.”

¿Beya es víctima hasta que llega el ridículo? Mejor, Beya es víctima hasta que se convierte, de forma ridícula, en victimaria. ¿No hay una redención verosímil posible? Quizás entre una fantasmagoría –la del secuestro y esclavización– y la otra –la de la redención por la violencia– no hay después de todo tanta diferencia. A ver, lo escribo de nuevo: un cliente le regala una ametralladora a una prostituta. Parece una mala telenovela, una película argentina de la década del 80. Después de la matanza, en la escena final donde se vuelve a proponer la santidad de la puta, Beya se pierde por la ciudad, entra en una iglesia y, para cubrirse, le roba el manto a una imagen de la Virgen de Luján. El disfraz va por sobre el disfraz, y se hace doble. Sobre el conjunto de lencería erótica SM, lo sagrado. Disfraz de cuerpo al alma, y todas las derivaciones posibles. Aunque quizás la máscara sea triple y Beya también use una fachada de prostituta abusada. O cuádruple. De mujer inocente con sus caramelos a secuestrada, y de ahí en adelante. Pliegue sobre pliegue, la historia que ofrecen Cabezón Cámara y Echevarría, sin asideros con lo social, podría ser cualquier cosa.

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Ahora bien, esta operación de construcción de una trama sobre el que ya casi es un género en sí, el género de la denuncia, termina produciendo un efecto de sexploitation. ¿Por qué digo esto? ¿Cuál es ese efecto? Lejos de la piedad, ¿no gozamos mientras recorremos las desventuras eróticas de la secuestrada Beya? ¿No gozó Cabezón Cámara al imaginar ese cuerpo lacerado? ¿No gozó Echeverría al dibuja esas heridas y esas bocas? Todo ese descenso, esa fantasía de la anegación humana total, es muy sensual. Véase Sade. Véase Freud. Véase Foucault. La bibliografía abunda. Así, el texto intenta moralizarnos, pero en su insistencia termina funcionando en el sentido inverso. O mejor, hay en la obra una morbosidad recurrente de parte de los autores, un cebarse en la historia, que al aburrir genera una distancia. De esa distancia, de ese desapego, de esa incapacidad para generar empatía, nace el efecto sexploitation.

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El sexploitation tiene sus referentes en el cine pero también fue un género muy cultivado en el comic y la historieta. Ediciones Zinco, de España, en su Colección Tiburón, supo sacar revistas como Hembras peligrosas, Flamingo, Zukia, la vampira y La millonaria. Recurriendo a imaginarios medievales, con psicologías y desarrollos argumentales muy simples –aunque no por eso pobres– la Colección Tiburón ofrecía todas las virtudes del pulp: canibalismo, violaciones, vampirismo, incesto, amputaciones, tortura, violencia, sexo con extraterrestres, licantropía y transformaciones de todo tipo. Los guionistas de estas obras, sin el peso agobiante de la denuncia ni el lastre de la poesía, se entregaron a bucear en las pasiones más deformes y lo hicieron, desde ya, por un tonificador y aberrante afán de lucro. Si comparamos estas historietas con Beya, el libro de Cabezón Cámara y Echeverría adquiere los reflejos pálidos de una pornografía sosa. Pero ¿es válida la comparación?

Contra la lectura que modela a Beya como un sexploitation hay que decir que ese género no naufragaba en la comunicación de sus intereses. Era necesariamente eficiente al estar alejado de pretensiones artísticas o morales. Nunca caía en falsos encuadres, en una lengua poética torpe, en desajustes narrativos, ni mucho menos en el aburrimiento que presenta Beya. A los guionistas de Hembras peligrosas no les interesaba el juicio y castigo de nadie. Y sus dibujantes eran visiblemente menos artísticos y muchísimo más precisos y sutiles que Echevarría. El punto de contacto existe. La diferencia también. Por un lado los prejuicios del progresismo, por el otro, los del mercado.

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Beya es, finalmente, miserabilismo pop que quiere pasar por manual de conciencia. Abusos sí, pero con una pátina de militancia en los Derechos Humanos, una idea de justicia irreal y una presentación formal pobre y arrebatada. Con sus rimas asonantes y sus rústicos dibujos, es mucho, demasiado, incluso para las abroquelados y remanidos laberintos de la corrección política. Como las zonas más estáticas y sermoneadoras del cristinismo, hay algo de ese desconcierto que intenta ser rebelde y termina siendo cliché.

Así las cosas, me siento en la obligación de señalar que Beya no es un libro marginal. Más allá de que su discurso solidario con la militancia de género resulta hoy central en la agenda, el libro nos llega editado por Eterna Cadencia, una empresa que invierte mucho dinero en el posicionamiento y la difusión de sus autores. La realización de un mural sobre la entrada de la Feria del Libro de 2013 fue un conspicuo evento de esta serie. El mural se hizo con la excusa de denunciar la trata en lo que también era la publicidad del libro. (La acción militante me recordó por su calidad e intención a los murales que pintaban los exiliados latinoamericanos en El jardín de al lado de Donoso.) ¿Necesitaban los viandantes que recorrían la feria del libro ser adoctrinados en los malvados acechos de los tratantes de personas? Otra vez la prédica era proyectada hacia la seguridad que solo dan los conversos. El mural se repitió en el marco del Encuentro Federal de la Palabra que se realizó en el Parque del Bicentenario, más conocido como Tecnópolis. Esta vez no era una mural propiamente dicho, sino tres carteles clavados en el pasto.

¿Hay mala fe en todo esto? No lo creo. Estoy seguro que Cabezón Cámara escribe libre de cinismos, convencida de lo que hace. Oscar Wilde lo dijo con claridad: toda la mala poesía es honesta. Lo suyo, podríamos decir, es apenas el emergente de una época. Y su honestidad me resulta evidente.

Hace unos meses Cabezón Cámara escribió en su cuenta de Facebook: “Hoy nos entregaron un diploma de la Legislatura; declararon a Beya de interés social. Fue al rayo del sol, en el microcentro, junto a la gente de Martes Rojos: fuimos con ellos a arrancar esos pequeños y espantosos volantes prostibularios que hay pegados por todos lados. Acá unas fotos”. Y hace muy poco puso esto en su muro: “Amigos, Beya, la novela gráfica que denuncia la trata de mujeres y ametralla a los tratantes, es uno de los libros finalistas del Premio del Lector de la Feria del Libro. Y es parte de una lista de finalistas exquisita. Voten si quieren!”

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Tenemos entonces un libro diplomado por la legislatura porteña y seleccionado por la Feria del libro. Insisto, no se trata de un libro marginal. Ni mucho menos escrito por marginados o marginales.

Ahora leo en el blog de Eterna Cadencia que el año pasado los autores de Beya (Le viste la cara a Dios) recibieron “la distinción Alfredo Palacios en reconocimiento a su aporte a la lucha contra la trata de personas.” Al parecer, el jueves 19 de septiembre pasado el senador nacional Rubén Giustiniani es dio “la distinción Alfredo Palacios a diferentes personalidades e instituciones en reconocimiento por su trabajo contra la trata de personas, en conmemoración del Día Internacional contra la Explotación sexual y el Tráfico de Mujeres, Niñas y Niños”. Se cumplían cien años de la sanción de la Ley Palacios, “primer instrumento legislativo para combatir la trata de personas en América latina”. No sé si el senador nacional Rubén Giustiniani leyó el libro, pero la idea de que con ese poema ilustrado se combate la trata se me antoja, por lo menos, un poco exagerada///PACO