En 1932, Albert Einstein le preguntó en una carta a Sigmund Freud si alguna vez iban a terminarse las guerras. “Lo ideal sería ‒escribió Freud‒, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a vínculos afectivos entre ellos, pero es muy probable que sea una esperanza utópica”. Ochenta años más tarde, no sería difícil el recorrido por los modos en que esa dictadura de la razón quiso materializarse a través de la política, ni encontrar en el siglo XXI el traslado de esa fantasía ‒incluida la presunta “renuncia a los vínculos afectivos”‒ hacia las posibilidades de la tecnología (a la respuesta a Einstein, de paso, se podría añadir la de Martin Heidegger a Der Spiegel sobre qué ocupaba ahora el lugar de la filosofía: la cibernética). ¿Pero están la política y la tecnología tan desconectadas como parece? Ante una conectividad del 42% de la población mundial ‒algo más de 3.000 millones de personas‒, cómo consensuar un control sobre la web y cómo establecer un poder sobre ese poder son cuestiones prioritarias para las democracias y también para los totalitarismos más modernos.

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Martin Heidegger le dijo a Der Spiegel en 1966 que el lugar de la filosofía había sido ocupado por la cibernética.

Para pensar esa diferencia ante el problema de internet, podría servir la paradoja de Aquiles y su carrera imposible contra la tortuga. Incluso ante figuras dramáticamente disruptivas como Julian Assange o Edward Snowden, el poder coercitivo de las democracias avanza a pesar de sus propias posibilidades siempre un paso detrás de los efectos de la tecnología sobre los hábitos y las normas ciudadanas. En ese sentido, que las argucias jurídicas y tecnológicas de los mayores transgresores aún logren resultados ‒y no se trata de que WikiLeaks siga en funcionamiento, sino también de cuestiones más simples, como el hecho de que ver “pirateada” cualquier serie o película online aún sea posible a pesar de las prohibiciones formales‒ revela hasta qué punto los pliegues en la persecución entre los intereses de los estados y las empresas son parte ‒y no menor‒ de la dinámica democrática. David Runciman insiste en eso cuando en Política (2014) analiza a Google: “Si eliminamos esa barrera ‒si concedemos a Google el derecho a decidir dónde, cuándo y cómo emplear su tecnología para espiar a la gente‒, los abusos no tardarán en llegar. Y puede que no pase mucho tiempo antes de que también llegue la guerra. ¿Quién preferiríamos que controlara nuestra tecnología, un programador o un político?” Cuando se trata de internet, en cambio, los totalitarismos destruyen la paradoja: Aquiles no solo alcanza sino que aplasta a la tortuga (no es casual, dice Runciman, que el lazo entre tecnología y política sea elocuente en China, cuyos últimos líderes han sido ingenieros).

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No es casual que el lazo entre tecnología y política sea elocuente en China, cuyos últimos líderes han sido ingenieros.

En China, plataformas como Baidu y Weibo ‒supervisadas por la Administración de Ciberespacio‒ funcionan como reemplazo de Google y Twitter, una red social bloqueada igual que Facebook, YouTube, Gmail, Instagram, The Pirate Bay o Scribd, entre muchas otras plataformas prohibidas por la Gran Muralla de Fuego de China (como se conoce a los firewalls con los que se controlan datos informáticos). En ese punto del Lejano Oriente no solo sería imposible para cualquier “tweetstar” occidental disfrutar de la celebridad invisible que ofrece internet, sino también ver pornografía en Pornhub. Sin embargo, cuando hace pocas semanas Hou Tianxu y su novia Yutian, dos estudiantes de la Escuela de Negocios de Beijing, subieron a WeChat ‒la versión china de WhatsApp‒ sus siete segundos de sexo en un vestidor de Uniqlo en Beijing, Aquiles tembló. Escritas mientras millones viralizaban el video contra la voluntad de la censura, las últimas palabras de Hou Tianxu antes de ser encarcelado necesitan leerse en términos más políticos que sociales: “Espero que puedan darnos un poco de privacidad”.

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Los totalitarismos destruyen la paradoja: Aquiles no solo alcanza sino que aplasta a la tortuga.

Filmado en la mejor tradición del porno amateur occidental, el éxito del video en la web más vigilada ‒a excepción de Corea del Norte, donde solo algunos tienen acceso a Kwangmyong, una red estatal aislada del resto de internet‒ demostró que ciertos hábitos de la cultura digital están más allá de cualquier control. La excitación fue tan anómala y democrática que al mismo tiempo que las autoridades hablaban de “desactivar el material vulgar y resguardar la seguridad el ecosistema digital”, en Taobao, la versión china de eBay, se empezaron a vender remeras conmemorativas mientras los adolescentes visitaban el local de Uniqlo y se sacaban selfies (algo que, por otro lado, demuestra que las performances de postporno resultan ridículas solo porque se están llevando adelante en países tolerantes, y no donde podrían ser necesarias). ¿Pero fue ese evento realmente espontáneo? En junio, por ejemplo, hackers chinos se apoderaron de los secretos ‒incluidos los sexuales‒ de un alto número de funcionarios estadounidenses que habían sido recopilados a través del formulario SF-86, una medida para la asignación de accesos a cargos vinculados con la seguridad nacional. Aunque China negó la operación ‒útil como material extorsivo a cambio de información‒, no es la primera vez que un gobierno occidental acusa a la principal potencia asiática de espionaje digital. En 2012 el gobierno británico determinó que la minera inglesa Río Tinto había sufrido un ataque de hackers a través del cual no solo le habían robado secretos industriales, sino que el gobierno chino los había usado para renegociar el precio del acero para la construcción de infraestructura en su país. La expansión gratuita de internet planificada por Mark Zuckerberg en África a través del programa Facebook Zero, mientras tanto, también preocupa a los defensores de la neutralidad de la red. El motivo es que los usuarios beneficiados solo pueden usar la conexión para acceder gratis… a Facebook. Como portavoz de los valores del libre mercado, Zuckerberg se defendió explicando que el rol de Facebook es ayudar a los proveedores de internet en todo el mundo “para que cada vez más personas paguen por planes de datos al darles una muestra gratis”. En tal caso, incluso por detrás de las formalidades diplomáticas o las especulaciones sobre algún tipo de organismo multilateral dispuesto a regir un mundo en el que los intereses materiales están cada vez más digitalizados, el tenor de la batalla ideológica sugiere que los estados no son meros espectadores ingenuos.

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Los usuarios beneficiados por el programa Facebook Zero en África solo pueden usar la conexión para acceder gratis… a Facebook.

“Admito que me invade el horror cuando contemplo esta escena, ese mismo horror que se apodera de mí cuando contemplo a los niños que juegan con sus computadoras” escribía el filósofo Vilém Flusser en los años setenta en El universo de las imágenes técnicas (Caja Negra, 2015) ante lo que intuía ‒como la esperanza utópica freudiana‒ como el avance de una cibernética cuyo horror era el del mamífero que se niega a contemplar su transformación en un ser emancipado. “Superado el horror, reconozco el clima existencial, el clima cerebral de nuestros nietos. Lo que más me impresiona en esta emergencia de la nueva especie humana no es tanto la superación de toda ética y política, sino sobre todo la superación de toda ontología”. Hoy el escepticismo de filósofos como Byung-Chul Han tal vez suene menos entusiasta, pero también más preciso al medir los alcances de la ética, la política y el ser ante pantallas que, mientras dan cada vez más sentidos a nuestras vidas, son disputadas por los poderes más influyentes del planeta. Basta cambiar “local electoral” por “el partido” y “la polis” por “el pueblo” para zanjar algunas diferencias ideológicas. “En el ágora digital, donde coinciden el local electoral, el mercado, la polis y la economía, los electores se comportan como consumidores. La propaganda electoral se mezcla con la propaganda comercial. Los votos negativos son eliminados mediante nuevas ofertas atractivas. Aquí ya no somos agentes activos, no somos ciudadanos, sino consumidores pasivos”///////PACO