33_fanta_orange_can_33cl


Para Luciana Calcagno

Existe una disposición del ánimo que atempera las pasiones y las reduce al eco mórbido de su parodia. Como los perros castigados por sus dueños por culpa de su propio celo, perros que, inevitablemente, comienzan después de un tiempo a odiar su propia naturaleza, alejándose más y más del verdadero elixir que alimenta todo lo viviente, los pagafantas circundan el deseo, presienten su presencia, lo persiguen hasta tomarlo entre sus dientes. Entonces vuelven a dejarlo ahí. Inmaculado. Inconcluso. Infamante. J. M. Coetzee ha escrito sobre los perros, pero no sobre los pagafantas.

Por motivos estrictamente literarios he investigado en el campo del pagafantismo las claves precisas de la neurosis y de la histeria. Yo digo que el amor es amable, dijo McCartney. El del pagafantas también es amable, en el sentido en que dos caballeros conversando en un viejo pub inglés, después de tirar dardos, tomar una pinta de cerveza de raíz y completar algunos crucigramas, se retiran con un apretón de manos, cada cual por su lado y sin mirar atrás. El pagafantas, sin embargo, mira hacia atrás. Goza con el espectáculo de la espalda que se aleja. Es en la naturaleza perversa del desahucio donde encuentra su placer.

Conozco pagafantas que invitan a las mujeres a bares exóticos. Les invitan tragos exóticos. Les encienden sus cigarrillos. Algunos suman a esa penuria algún regalo extra. Dos tragos. Tres tragos. El pagafantas paga. Escucha hablar a la mujer con serenidad. Incluso con una sonrisa. Sabe que el truco consiste, al principio, en escuchar lo que sea necesario para saber, después, de qué hablar. Paga cuatro tragos. Cinco. El pagafantas escucha lo que quiere escuchar: historias de amor y sexo. Historias de amor y sexo de la mujer a la que subsidia y financia material y emocionalmente. El anecdotario completo de los tipos con más decisión que pasaron por ahí antes y la pusieron. El pagafantas escucha. Se conmueve. Aconseja y es escuchado. El pagafantas se levanta -y ayuda a levantarse a la mujer, que suele terminar borracha, excitada, confundida- y le llama un radiotaxi. El pagafantas le abre la puerta. La deja adentro. Le pide que tenga cuidado. El pagafantas se va solo. Placenteramente emasculado.

Pensaba que el pagafantas no era más que un homosexual encadenado al miedo del armario.
Previsible tosquedad del a priori.

El primer pagafantas que conocí era un conflictuado. Salía con mujeres, iba a bailar con mujeres, paseaba en su auto a mujeres. Incluso se dormía en algún sillón tranquilo con mujeres. Pero no la ponía. Jamás. Ni por error. Un día dijo que las mujeres lo trataban como a una amiga. El pagafantas ni siquiera era feo. Alto, rubio, atlético. Estudiante modelo, hijo dilecto. Era tan pagafantas que hasta les cocinaba. Googleaba recetas orgánicas y las preparaba. Terminó pagándole a un par de putas para ponerla. Lo contaba con pesar. No dejó de pagafantear nunca, conoció a una mina horrible y solitaria y se casó.

El pagafanteo no es una más de las muchas prácticas de subordinación que ejercen las mujeres sobre sus candidatos menos útiles. El pagafanteo tampoco es, por muchos motivos, una amistad. Es prácticamente todo lo contrario. Hacerse amigo de una mujer con la que no te has acostado es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir, escribió también J. M. Coetzee.

Un hombre, además, puede pagafantear a una mujer. Puede hablarle sobre lo atribulado que lo vuelve el ejercicio cotidiano de ponérsela a otras tantas mujeres. El hombre puede mirar su vaso y sugerir que es tiempo de partir. Con las pupilas dilatadas, la pagafanteada va a decir que ella paga una ronda más. Y una segunda. Y una tercera. Una definición de Twitter podría ser esta: una red de mujeres perfectamente pagafanteables.

Ahora bien, el hombre, al final, por el mero hecho de vivir, la pone. A la larga o a la corta, la pagafanteada termina superando el cerco psíquico del pagafanteo. Por triste, gorda y dañada que sea, el pagafanteador, por el mero hecho de pertenecer al mundo de la testosterona, se la pone. La vara del narcisismo funciona distinto entre pagafanteadores y pagafanteadoras.

El pagafanteo es oscuro y tanático porque se opone a la consumación.
Eso es demasiado obvio.
Rescato del pagafanteo, en cambio, sus nobles acentos, sus lúcidos ritmos.
Algún tipo de sabiduría posthumana aletea a su alrededor.
En las palabras de Wallace Stevens:

I know noble accents 
And lucid, inescapable rhythms;
But I know, too,
That the blackbird is involved
In what I know.