Cine


Otro Tarkovski

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Hasta Marx hablaba de que había que esconder la tendencia 

en el arte, para que no salte como el resorte de un sofá viejo.

Andréi Tarkovski

Basándose vagamente en Picnic al costado del camino (1972), una novela de ciencia ficción de los hermanos Boris y Arkady Strugatsky, Tarkovski filmó Stalker (1979), su última película en la URSS. Reevaluando toda su obra hasta ese momento, está claro que Tarkovski radicalizaba su posición frente al estado soviético.

Stalker comienza en un bar de mala muerte en un muelle del mismo tenor. Allí se reúnen el Profesor (un físico), el Escritor (un best-seller) y el Stalker, un ex convicto que estuvo cinco años en la cárcel (no se explicita el motivo), que será el encargado de introducirlos en la zona. Aprovechando el paso de un tren los tres antihéroes sortean furtivamente la puerta de la cerca electrificada y son perseguidos y ametrallados por los guardias, siempre desde el otro lado de la cerca. Escapan. Ya dentro de la zona, un vasto territorio que combina vías ferroviarias, campo abierto, vehículos de guerra destruidos (con soldados momificados) e instalaciones industriales desahuciadas (una planta química y dos centrales hidroeléctricas, todas en Estonia), el Stalker advierte sobre el peligro de pisar donde no corresponde. La ley de la zona es inescrutable y arbitraria.

Entre el temor y el recelo los tres personajes se acercan al núcleo de la zona: la habitación de los deseos, de la cual nunca veremos su interior. Luego de permanecer como paso obligado en una suerte de sala de espera con teléfono incluido (la zona está comunicada con el exterior como cualquier casa de vecino), el Stalker les pide al Profesor y al Escritor que antes de entrar a la habitación recuerden sus vidas porque «un hombre que recuerda se vuelve más bueno». Entre los recuerdos, promete el Stalker, encontrarán el deseo profundo que la habitación consumará. El Escritor rehúsa entrar porque no quiere recordar su vida. El Profesor tiene otros planes: saca de su mochila una bomba de veinte kilotones para destruir la zona y evitar así que la habitación sea tomada como propiedad por la gente equivocada (¿acaso ya no había caído en manos equivocadas?). La fábula de Puercoespín, el maestro del Stalker, funciona como ejemplificación de los peligros que implica la habitación. Puercoespín envió a su hermano, según el Stalker, a «la picadora de carne», un sector de la zona. El hermano murió. Puercoespín, arrepentido, entró a la habitación de los deseos a pedir que su hermano volviera a la vida, salió y se enriqueció rápidamente. Ese fue el deseo real que la habitación «leyó» en Puercoespín y le cumplió. Atormentado por la culpa, Puercoespín se ahorcó.

«Todavía no estamos preparados para la compasión inconsciente», dice el Escritor ante la entrada a la habitación, por lo que una «sociedad justa», el «reino de Dios en la tierra», son «deseos», «ideología». El Escritor y el Profesor son los dos pilares de la sociedad civil que no saben qué hacer con su propia finalidad. El Escritor odia escribir. El Profesor roba de su laboratorio la bomba atómica que fabricó mucho tiempo antes. Cuando el Escritor le pregunta al Stalker por qué él, que vive de llevar gente a la zona, no entra a la habitación, el Stalker responde «estoy bien como estoy». Conformismo, inmovilismo, secretismo, alienación, falta de objetivos, miedo, vergüenza, todos los males a los que los politburós condenaron a la sociedad que gobernaban. Este es el diagnóstico devastador de Tarkovski sobre la URSS en 1979. Cristiano al fin, se reserva una esperanza: la pequeña hija telekinética y paralítica del Stalker, la única capaz de mover la materia dentro de toda esa catástrofe. Para resaltar la conexión entre la zona y la pequeña hija, contrastando con el tono sepia del resto de la película, las escenas de la telekinesis y la estancia en la zona están en colores. 

Stalker es una compleja variación de Ante la ley de Kafka que además se vincula con la puesta en escena de Hamlet que Tarkovski dirigió en el teatro Lenin de Moscú en 1976. Previo al estreno de la obra, en un reportaje junto a los actores, Tarkovski afirmaba que el móvil de Hamlet personaje no es la venganza ni la sed de justicia. Para Tarkovski la clave de las acciones del príncipe es la entrega consciente de un filósofo (luego dirá «un estudiante de filosofía de Wittemberg») al que la Historia lo pone en la obligación de mancharse las manos con sangre en nombre del progreso histórico. ¿Es necesario decir a quienes se está refiriendo? Los interrogantes que esta hipótesis abre sobre la concordancia (necesaria para algunos, trágica para otros) entre la libertad y el gulag, entre la justicia y el terror, Tarkovski los responderá en 1979 con Stalker.

Los personajes de Tarkovski condensan su relación con el devenir de la URRS y por consiguiente con el estado soviético. Con La infancia de Iván (1961) rinde tributo a los caídos en la segunda guerra. Iván (nombre significativo si lo hay para los rusos) es la personificación del sacrificio de una victoria que costó millones de vidas humanas y relanzó al estalinismo. Andréi Rubliov (1966) es el artista de la nueva era, en la línea de la desestalinización iniciada por Kruschev en el XXº Congreso del PCUS de 1956. El compromiso de Rubliov es con el arte, y el formalismo kantiano que rige su conducta le indica inclinar la cabeza y esperar pasivamente un tiempo más propicio, o sea, es el mismo Tarkovski (distante tanto de la ortodoxia, el zar/régime estalinista, como de la heterodoxia, paganos del bosque/la intelligentsia disidente). La superación del pintor Rubliov es el adolescente fabricante de campanas Boriska, un autodidacta libre de las tradiciones y paternidades que aplastan los hombros de Rubliov. Kris Kelvin, en Solaris (1972), representa al estado como un tecnoburócrata enviado a una estación espacial que ha sido desquiciada por influencia del océano de Solaris, sobre el cual orbita. Kelvin comprueba que el océano de Solaris manipula a los personajes enviándoles sus fantasías inconscientes materializadas. La solarística, la ciencia cuyo objeto de estudio es Solaris, no acierta a explicar esas materializaciones (¿es una supra conciencia extraterrestre, es Dios?). El final de la novela de Stanisław Lem difiere al de la película, pero expresan la misma decepción. En la novela Kelvin baja a la playa frente al océano y se resigna a esos «milagros crueles» que son las falsas Haris, que ya no lo ilusionan conque es posible que Hari, su esposa suicidada, vuelva a la vida. En la película Kelvin llega a su casa natal y se arrodilla ante su padre. Todo lo que vemos transcurre en una Itaca lluviosa que solo existe en la cabeza de Kelvin (memorable escena). Alekséi, el elusivo personaje y narrador de El Espejo (1975), refleja mediante sus recuerdos autobiográficos la historia lateral propia y la de su entorno. Asimismo Tarkovski utiliza pasajes documentales de la guerra civil española y del conflicto URSS-China por la isla Damanski en 1969, pero el más sorprendente de todos es el cruce extenuante del mar de Sivash de tropas del ejército rojo en 1943 («al ver aquello vi también de inmediato que ese episodio y ningún otro sería el centro, el núcleo, el corazón de mi película, que había comenzado como un recuerdo lírico auténtico»). Justamente estas imágenes fueron cuestionadas por Goskino (Comité Estatal de Cine ante el Consejo de Ministros de la URSS). ¿Cómo se le ocurría a Tarkovski exhibir a esos soldados cargando pertrechos y animales en el barro? 

Resulta difícil dar una respuesta a por qué se rechazaba ese gran homenaje de Tarkovski al ejército rojo y a la propia URSS (que no habría despertado ninguna crítica si el director hubiera sido Romm), excepto que se tratara de una excusa para entorpecer la distribución de la película. La nula predisposición de Tarkovski a filmar argumentos digeribles para el gran público sumado a su formalismo y un pathos innegablemente cristiano eran los motivos principales esgrimidos por Goskino contra Tarkovski. Los medios gráficos culturales, todos alineados, replicaban y «enriquecían» esas críticas. A partir de Andréi Rubliov la leyenda negra creció imparable alrededor de Tarkovski. No había molestado la crudeza con que se mostraba la violencia de la policía zarista, que era vista como un dardo al estalinismo, ni la ambigua postura de Tarkovski frente al enfrentamiento entre ortodoxos y paganos, ni el retrato de monasterio y sus intrigas internas, un nido de víboras semejante al Kremlin. Se evaluaba como positivo el fragmento de la invasión tártara (los enemigos externos) apoyada por los príncipes corruptos (los enemigos del partido). En cambio, molestaban el cristianismo explícito de la película, la profusión de citas bíblicas y una crucifixión cuyo subtexto es una diatriba contra el pueblo por su traición a Cristo.

Sobre el formalismo de sus películas (el término formalismo, aún con Stalin y el estalinismo enterrados, era sinónimo de elitismo) los censores y la crítica adicta olvidaban (o simulaban olvidar) que ese formalismo provenía de un cineasta indiscutiblemente comunista y orgánico como Aleksandr Dovzhenko. Tarkovski reconocía públicamente la deuda de su obra con la de Dovzhenko, su director ruso preferido por sobre Eisenstein y Pudovkin. La preocupación por el encuadre y la fotografía, el montaje en función de la expresión más que de la narración y los planos de duración inusual («la presión del tiempo sobre el plano») que afirman la ostranenie de la naturaleza, configuran el estilo de Dovzhenko desde la Trilogía de Ucrania, filmada entre 1928 y 1930. Sin embargo, a diferencia de Tarkovski, los argumentos de Dovzhenko puntualizaban conflictos sociales aptos para la comprensión de todos (y para beneplácito de la nomenklatura). Tarkovski combinó la mirada de Dovzhenko hacia la naturaleza con otra mirada estallada de subjetividad que nos permite asistir al desarrollo del teatro mental de sus personajes, el procedimiento principal en El Espejo. Simultáneamente, los planos fijos de agua, fuego y viento de Tarkovski, que tanto desesperan a los que confunden al cine con la fórmula uno o con las acrobacias hollywoodenses, son, como en Dovzhenko, una elegía de la materialidad del mundo capturado en y por el tiempo. Pese a todas las críticas prevalecía en Goskino la opinión de «tenerlo de nuestro lado», lo que se traducía en no retirarle el apoyo financiero y mantener un diálogo no exento de sugerencias y, ocasionalmente, amenazas. Que Tarkovski escuchó y a las que nunca accedió ni temió. 

En mayo de 1984 una gota rebasó el vaso. El Comité Central del PCUS se pronunció contra la divulgación en el cine soviético de «valores ambiguos» y «situaciones confusas» contrarios a las características que debe reunir «el héroe socialista». Harto de las amenazas, de que sus películas se exhibieran en circuitos cada vez más reducidos y que no fueran enviadas a festivales internacionales, Tarkovski pidió asilo político a EEUU desde Italia. Finalmente recaló en Suecia. El exilio suponía una nueva etapa para su cine. Europa Occidental, era el pronóstico de muchos, daría empuje a futuros proyectos (entre ellos la filmación de Hamlet). No sería así. Con grandes dificultades, consiguió financiación para Sacrificio, en la que parte del elenco y el equipo técnico se integró con la «mafia de Bergman», tal como él llamaba a los colaboradores del director sueco. Nostalgia (cuando era un semi exiliado) y Sacrificio, a pesar de ser grandes películas, no tienen esa carga de oblicuidad e intensidad de sus obras anteriores. Como es sabido, Tarkovski enfermó y murió en Francia en 1986, alejado de su tierra, en un Occidente donde sus industrias culturales ya le estaban bajando el pulgar al cine de autor.

Una y otra vez hemos leído que el Stalker anuncia la falla constituyente de la condición humana (crueldad, codicia, egoísmo, etc.), que es también la causa de nuestra infelicidad existencial. Sobre esta idea se han montado las arengas neuróticas que desfiguran y deshonran el cine de Tarkoski. En realidad, lo que el Stalker anuncia, veintitrés años después de aquella famosa recomendación de Kruschev («no debemos lavar nuestra ropa sucia ante los ojos del mundo»), es la derrota de una tremenda experiencia política. Dovzhenko tenía razones para ser optimista. Tarkovski no y mostró a su modo la ropa sucia. El Stalker, sus dos acompañantes y la zona arrasada son signos indubitables de esa derrota. ¿Este era el progreso histórico prometido por la revolución? Haber llegado a la zona (haberse manchado las manos con sangre) y no terminar el viaje cómo debía terminar (la consagración del comunismo) es la paradoja que resuena en toda la película. Los viajeros salen de la zona, regresarán a sus vidas oprimidas por el aislamiento y la mediocridad. Algo que sucede todos los días, con o sin pandemia. Pero debe repararse en un hecho que Stalker deja en suspenso y que hasta la crítica posmarxista pasa por alto (Fredric Jameson, por ejemplo, que repite los lugares comunes sobre el «misticismo» de Tarkovski): la habitación permanece intacta, a la espera de nuevos viajeros. Es un límite que, como todo límite, revela la presencia de otra zona que habría que descubrir, ese sitio que estaba (¿y está?) solamente destinado a nosotros////PACO

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