Promocionadas como “La broma infinita en la era de Twitter”, las doscientas cincuenta páginas de Odio internet, segunda novela del californiano Jarett Kobek, poco tienen que ver con aquel experimento faraónico publicado por David Foster Wallace a mediados de los años noventa. De todas formas, el parentesco real o inexistente con la obra de DFW no es ni por lejos lo más atractivo de Odio Internet, que tiene un montón de equívocos interesantes. Básicamente, lo que Kobek trata de narrar en esta novela son dos cuestiones relacionadas entre sí por ser, de alguna manera, productos del influjo arrollador del capital financiero que caracteriza a nuestra época. 

Por un lado, Odio Internet da cuenta de manera explícita y minuciosa de las transformaciones ocurridas sobre un territorio mítico para buena parte del arte, la literatura y la cultura estadounidenses: San Francisco. La parábola que va desde aquel “Frisco” que habitaron los beatniks y al que más tarde peregrinaron hippies desde todas las latitudes de los EEUU, hasta la actualidad gentrificada por el empuje, el dinero y las pretenciosas aunque rústicas ambiciones de los geeks de Silicon Valley, se muestra con vigor en cada página de la novela, en cada café chic y cada esquina transitados por los protagonistas, de modo que es más una subtrama que un escenario de fondo.

En paralelo, el otro tema que atraviesa Odio Internet es, justamente, internet y su despliegue de negatividad en la vida cotidiana contemporánea. Aunque, mejor reformulado, el tema en concreto resulta ser más bien el de las redes sociales como plataformas de comunicación y catalización de las más diversas y gratuitas demostraciones de odio entre personas desconocidas, más que una pregunta por la red misma. Tal como lo señala Juan Terranova en Paco: “Confundir redes sociales digitales e Internet es un error común en el que todos caemos”. Una confusión que abona Kobek ya desde el título, y que se prolonga durante toda la trama, es el nombrar al todo por la parte, traspolando las características del fenómeno de las redes sociales y sus haters a la totalidad de Internet. Si bien la voz crítica del texto de Kobek declama su pretensión de alcanzar con su sarcasmo e ironía a la totalidad de Internet, tanto a su funcionamiento como a su esencia, a la hora de concretar, el nodo central de esa crítica se ubica casi sin decirlo en el sentido, el uso y los efectos de las redes sociales sobre la vida de las personas. En concreto, Kobek no se pregunta por aquello que Internet es sino por aquello que las redes nos hacen.

El argumento de Odio Internet es más o menos así: Adeline, la protagonista, empieza a padecer un escrache virtual al filtrarse un video de ella opinando en una clase ligeramente y con sinceridad acerca de Beyoncé, Rihanna y las mujeres que trabajan en Silicon Valley. “El único pecado imperdonable del siglo XXI”, según el narrador. La situación, que por un lado implica recibir insultos todo el día pero por el otro conlleva el beneficio de cierta fama, no induce a Adeline a recluirse ni a victimizarse sino a adoptar una actitud pretendidamente combativa. Ante el ataque, Adeline, dibujante de cómics de mediana edad, se abre una cuenta de Twitter y se dedica a responder agravios, inquisiciones y cualquier otra cuestión con perverso deleite. La circunstancia dramática que genera esa respuesta de Adeline al odio es parecida a cualquiera de la vida cotidiana real: sin mayores elementos trágicos ni escenas de patetismo. Una vez despejada la posibilidad de la tragedia, lo que queda es una trama de avatares cómicos y reflexiones ácidas respecto al mundo contemporáneo. A diferencia de Ellen, cuya historia paralela se narra en un par de capítulos y que básicamente consiste en una vida arruinada por la publicación de una filmación sexual suya, Adeline no experimenta muchas más incomodidades que una “casi fama” y la hostilidad que esta conlleva. Fuera de eso, las ventas de sus libros aumentan con el escándalo, su compañero sexual sigue comportándose igual que siempre, y su vida frívola de artista semidesocupada sigue desenvolviéndose con parsimonia en las calles y librerías de San Francisco. 

En ese contexto más o menos chato la ciudad va adquiriendo otro volumen y acaba por convertirse en una entidad argumental más potente e inquietante incluso que la de los propios personajes. Puede parecer obvio: es mucho más atrayente la nociva y amenazante gentrificación impulsada por los gigantes informáticos, que aumenta el precio de los alquileres, trae conflictividad entre vecinos e impulsa a emigrar a los amigos, que los avatares digitales de una señora. De todos modos, por contraste Kobek termina consiguiendo caracterizar el ocaso de las redes sociales como algo inocuo y sin consecuencias dramáticas. El texto alcanza a señalar, acaso sin proponérselo, que las redes llegaron con furor al mundo, se extendieron a todas las zonas de la vida y se están yendo en fade, sin estridencia. En cambio, el efecto del capital global informatizado y sin control sobre las vidas de las personas resulta más preocupante y serio.

La narración de Odio Internet va en tiempo pasado, de modo que el universo en el que sucede la acción es descrito desde una distancia que habilita la explicación en tono antropológico de todas las costumbres e instituciones que intervienen en la trama, que son las del sistema capitalista global que configuran nuestra contemporaneidad. Se narra para un hipotético lector alien que desconoce nuestro mundo. Mediante este procedimiento, que hace cien años el formalismo ruso dio en llamar extrañamiento, el texto se construye como una jeremiada dinámica, de lectura veloz, con una crítica social feroz y omnipresente a absolutamente todo: industria tecnológica, industria cultural, sistema político, religión, racismo, división mundial del trabajo, universidad, sexismo y, sí, internet. El resultado de esa crítica por momentos es refinado y en otros, merced a la repetición abusiva y a la saturación, pierde fuerza y se torna de una obviedad un poco adolescente.

Otro equívoco conceptual potente de Odio internet resulta de caracterizar al “universo Google” como mera plataforma publicitaria. En la mirada voltaireana de Kobek (y este rasgo lo aleja de un David Foster Wallace o de un Pynchon) toda la humanidad es como Cándido. Kobek es, en definitiva, un reduccionista para quien no existen la paranoia, las pujas de poder, la libertad o los actos fallidos. Tampoco la ambivalencia respecto de los seres humanos como usuarios/consumidores y, a su vez, personas con individualidad propia, afectos, inconsciente y cualquier otro rasgo humano palpable. Así, todo es Google; todo acontecimiento contemporáneo aparece reducido a la generación y consumo de publicidad en el universo invencible del capitalismo actual y en pro de una élite de dueños de empresas informáticas. Una vez y otra se repite la idea de que un usuario de esas plataformas es alguien que genera contenido intelectual para que Google o Facebook o cualquier empresa vendan publicidad. Ese punto de vista obsesionado con los derechos intelectuales y sus regalías es en sí mismo toda una declaración acerca de la experiencia de las redes sociales en las economías desarrolladas del planeta, pero se extiende sobre el relato relegando la posibilidad de una caracterización del mundo (y de sus dueños, claro) algo menos superficial, quizá un poco más realista o, incluso, en última instancia, más pesimista. Esta cosmovisión de Kobek tiende, entonces, a difuminar el carácter extractivo de las plataformas digitales -que absorben datos y los reconfiguran para excretarlos bajo la forma de otras clases de mercancía transables a gran escala a través de esas mismas plataformas o también como información para organismos de espionaje y vigilancia-, empobreciendo un poco la mirada general. De ese modo, muchas y muy buenas preguntas que se hace Odio internet acerca del mundo tal como lo vemos quedan sin respuesta. Es que para Kobek, en definitiva, con o sin internet, con o sin redes sociales, la humanidad es, sencillamente, estúpida. Y a eso se reduce todo. ////PACO