La anécdota siempre estuvo en mi familia. Cuando mi mamá estudiaba en el magisterio –tiempos en que la secundaria alcanzaba y sobraba para crear un buen docente- leían “La razón de mi vida” como libro de cabecera. Según me contaba Elena, desde la primaria aprendió a leer con ese libro. En cada clase de cada día alguien pasaba al frente y leía en voz alta al menos un capítulo. El profesor o maestra calificaba el nivel de lectura de corrido. Aunque nunca lo admitió explícitamente –su padre, su madre y su marido curtían un antiperonismo sin hendiduras- mi vieja siempre admiró a Eva. Aunque admitía que “hacía beneficencia con la plata de otros”, reconocía su preocupación genuina por los desprotegidos y siempre contaba con picardía su origen humilde y su pasado como actriz.

La anécdota sigue. Cuando ella tenía 14 años, los militares que comandaron la Revolución Libertadora bombardearon la Plaza de Mayo y fue el fin del primer peronismo. En Rafaela, la ciudad de donde vengo y donde mi madre cursó sus estudios, “la libertadora” tuvo sus propios agentes, la mayoría jóvenes entusiasmados por arreglar pronto con el próximo gobierno. Al día siguiente del bombardeo, reunieron a todos los alumnos de la Escuela Normal Domingo de Oro en el patio, bajo  un enorme árbol en el centro. Mi mamá me contaba de los jóvenes con caras serias, casi uniformados, erguidos y derechos, junto a una enorme fogata encendida. El director del colegio –que hasta el día anterior portaba en su solapa un pin con el escudo peronista- elogió al nuevo proceso militar y les ordenó a los alumnos que pasaran de a uno, se ubicaran junto a la fogata, y lanzaran allí los libros que hacían referencia al ex presidente y su esposa. Mi mamá, entonces, se vio obligada a quemar el libro que la había acompañado toda la vida, que le había enseñado a leer y había dejado una huella que tal vez todavía ahora no pueda esclarecer del todo.

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La historia me la contó un par de veces durante mi infancia, pero volvió con fuerza cuando uno de esos jóvenes que habían encendido la fogata se postulaba como candidato a concejal por el Partido Justicialista. Ya era un hombre viejo y con muchas ganas de pegar un cargo que se parezca a una jubilación. Fue un gran aliado del peronismo, que gobierna sin pausa desde 1990 en Rafaela. Tuve por esos días la ocasión de leer “La razón de mi vida”, prestado de alguien que lo tenía en su casa, pero no pude encontrar nada más valioso ahí que un documento histórico. A fuerza de ser criado en un paternalismo antiperonista, yo también era antiperonista. Nada me decía el libro. Pero nunca me olvidé que a mi vieja le habían obligado a quemarlo.

Un día mientras estaba en ese mismo patio, cuando la escuela secundaria se había convertido en el instituto terciario donde estudié, descubrí que lo podía comprar. Fui a mi librería amiga y lo encargué. Cuando llegó, se lo regalé a mi vieja con una pomposa dedicatoria. Decía algo así como “que los libros destruídos por los que odian vuelvan a nosotros de la mano de los queridos”. Me sentí Alberdi. Ella se emocionó mucho, lloró un poco y las semanas siguientes se lo mostró a quien quisiera escucharla hablar babosamente de su hijo.

Hoy ya no soy antiperonista. Soy más como mi vieja: miro con simpatía al peronismo aunque no pueda de ninguna forma adscribir a sus principios. Sin embargo, siento que tanto a mi vieja como a mí nos pegó lo mismo: un libro con un gran título. Una vida signada por la razón. En tiempos donde se sobrevalora el compromiso disfrazado de fanatismo ciego, me gusta saber que miro el mundo de forma racional. Me gusta saber que los libros ya no se pueden quemar porque es una tarea inútil, se copian y comparten libremente sin el escollo de tener que imprimirlos y venderlos y comprarlos. Me gusta pensar que éste es un mundo diferente al de aquel entonces, y el odio queda reducido a comentarios en mayúsculas desperdigados por páginas web y marchas que sólo impactan en la tapa de Clarín, a una broma que nada tiene que ver con las cosas que pasan en la realidad. ///PACO. 

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