Si uno recorre los balances de Rotten Tomatoes, que es algo así como una catedral digital de «Super Reviewers», «Top Critics» y otras categorías del ridículo de la crítica de películas ‒con distribución de estrellitas y medias estrellitas‒, Manchester by the sea alcanza el 96% de «frescura», una calificación de 8.9 sobre 10 y un 81% de audience score. Pero lo interesante no es la franqueza tosca con la que Rotten Tomatoes asume que es más fácil inventar escalas cuantitativas más o menos idiotas para definir el valor de una representación ‒en lugar de desplegar algún sentido cualitativo‒ sino que entre las intervenciones hay una ‒de Ty Burr, «Top Critic» del Boston Globe‒ que acierta desde su confusión poética: «The sadness of Manchester by the Sea is the kind of sadness that makes you feel more alive, rather than less, to the preciousness of things». Muy bien, ¿pero cuál es esa tristeza, cuál es esa vida y qué define esa «preciosidad de las cosas»? Manchester by the sea representa lo traumático en tanto conciencia del trauma. Y esto es algo tan simple y excepcional como cualquier otro tránsito del entendimiento desde un objeto primero hacia un objeto segundo. En Manchester by the sea, entonces, se presenta el trauma de la muerte pero, a partir de ahí, lo que se empieza a representar es la experiencia de lo traumático de la muerte. Es ese movimiento, ese tránsito que es la “inversión de la conciencia”, como dice Heidegger leyendo a Hegel, lo que revela el “objeto verdadero”, trascendental, de la experiencia traumática. Que en Manchester by the sea esa experiencia de la conciencia explore la muerte abrupta de un hermano, la muerte accidental de los hijos y también la muerte ‒dicho con la negligencia de lo reparable‒ del amor matrimonial basta para remarcar su excepcionalidad, precisamente por lo simple de la propuesta: desmontar a través del retrato de una experiencia traumática la fantasía de que se puede transitar la existencia con inmunidad ante el trauma.

La propuesta es simple: desmontar a través de una experiencia traumática la fantasía de que se puede transitar la existencia con inmunidad plena y garantizada ante el trauma.

Esta, de hecho, es una fantasía clave a través de la cual lo real de lo traumático y lo real de cualquier antagonismo en todas sus dimensiones políticas, culturales, económicas y (sobre todo) histórico-biográficas se presenta como una eventualidad evitable. El trauma, bajo esa fantasía, sería un error estrábico y fugaz de la Matrix, pero no mucho más que eso. Algo que ‒de manera literal en las redes‒ se puede “bloquear” o superar con “ironía”. Ambientados únicamente en los entornos digitales, los mecanismos de esa fantasía vibran desde la exacerbación narcisista del Yo hasta la negación esquizoide del Otro, un arco que despega desde “las narrativas autobiográficas” como voz única de la representación para aterrizar en el dogma fundamentalista de que “aquel interpuesto ante la realización de mis deseos me odia”, y cuya única idea persistente es que no hay dimensión traumática del trauma. El trauma, e incluso el trauma del amor ‒como señala Alain Badiou al explicar la fobia general al «enamoramiento»‒, sería así nada más que un accidente fugaz, algo que apenas altera la realidad, no un evento abierto a la dimensión del acontecimiento. De hecho, el suplemento más visible de esa fantasía también está a la vista según el trauma en cuestión: basta una internación breve (para los adictos), un subsidio piadoso (para los carenciados), una one night only (para los deseantes) o una disculpa pública (para los corruptos, que pueden apelar también a que estaban aprendiendo) para suturar la herida y para que la excrecencia del trauma desaparezca sin mayores consecuencias. El trauma, por lo tanto, no supone la posibilidad de una verdadera experiencia. Ahora bien, si en ese contexto Manchester by the sea se conformara con el movimiento puro de la negación y se abandonara “al ojo falso de la tristeza que llora cosas imaginarias como si fueran ciertas”, ante la muerte quedaría también una cantidad ingente de clichés destinados a representar a las facultades humanas atrapadas en las telarañas terribles del mundo espiritual (como pasa con la culpa del homosexual en Moonlight, otra película sobre lo traumático del sexo). Pero Manchester by the sea avanza un poco más. Ya sea por motivos cínicos o motivos tecnológicos, la fantasía insiste en que somos inmunes al trauma. Pero si el trauma nos alcanza, si la muerte apoya su mano fría sobre nuestros hombros, la fantasía de inmunidad que estructura esa realidad se derrumba y el duelo se vuelve eterno, con francas posibilidades de alcanzar las proporciones más alienantes. ¿Se trata, entonces, de abandonarse al sentimiento de lo sublime de la muerte y su devastación, como gustaban los románticos y gustan los últimos mercaderes de “periodismo narrativo”?

¿O acaso la muerte, como sabe cualquiera que haya tratado con su paso, no tiene también su burocracia mundana, sus instantes burdos, sus tasas legales?

Ese, en tal caso, es el paso que transita Jackie. Una película sobre cómo una trepadora expande su supervivencia en el jet set internacional amordazando el trauma de la muerte con las cuerdas (frágiles) de la heroicidad histórica. Jackie Kennedy no hace más que transformar el asesinato de su marido en una plataforma egomaníaca, una photo opportunity con la cual recotizar su capital erótico y convertirse en la incólume Jackie Onassis. Es ahí que, ante la brecha entre la nulidad del hombre como un ser natural y el poder infinito de su dimensión espiritual, Manchester by the sea opta, otra vez, por mostrar con astucia que la brecha no existe: ni siquiera la muerte convierte a las personas en mártires despojados de la suciedad del mundo. ¿O acaso la muerte, como sabe cualquiera que haya tratado con su paso, no tiene también su burocracia mundana, sus periplos burdos, sus tasas legales, su logística? Y ahí está el movimiento más inteligente de Manchester by the sea. Un movimiento que no se puede disociar de la compra de los ataúdes, de los certificados de defunción, del trance grotesco de los entierros, de los rastros de los muertos, de sus cuentas bancarias y las herencias y las sucesiones, de las confusiones y las iras, de las miradas culposas de los parientes y los amigos, del peso de lo que hay que tirar y de lo que hay que guardar, de la cotización de lo que se puede vender y de lo que es vergonzoso apenas mirar, y del simultáneo recorrido espectral que todo eso hace sobre lo irreparable y sobre lo inevitable de una ausencia. Ese es el movimiento de la conciencia hacia la objetividad del objeto (o de la conciencia hacia la traumaticidad del trauma), y es un movimiento tan cercano y que habla una lengua tan cercana y familiar que solo admite la famosa «mirada al sesgo» (y por eso después de la noticia de una muerte es perfectamente sano y necesario conversar sobre Star Trek). Para volver a la lectura heideggeriana (y más tranquilizadora) de Hegel: contra la fantasía predominante de un bienestar inexpugnable, contra esa inmunidad despojada de las necesidades atávicas de la metafísica y la religión, en Manchester by the sea el trauma de la muerte no se niega, no se ironiza, no se evade (ni se mercantiliza, como en Jackie). El trauma, en cambio, “emerge como el resultado retroactivo de su mediación” ‒que “la conciencia hace consigo misma”, insisten en subrayar los alemanes‒, y así es como transforma lo real del trauma de la muerte en una experiencia traumática de la muerte. De lo que se trata para los que siguen vivos, dice la película, es de construir una experiencia consciente que revele su traumaticidad///////PACO