“La India, aquel país en el que se baila hasta para ir a comprar el pan”.
Oído en Bir Baba Hindu, película turca
Mi pasión por el cine de la India es la fe del converso. Hasta entonces, también me sentía muy cinéfilo, aunque solo consumiera películas básicamente de la órbita de Hollywood, Europa, América Latina y algunos lugares de Asia. Sin embargo, de la India, no. Para mí, las películas filmadas en aquel país se reducían a Mi nombre es Joker –también conocida simplemente como Joker–, de Raj Kapoor, filmada en 1970, mientras que las demás eran filmes similares. Vista cuando niño, mi recuerdo era el de un larguísimo drama lacrimógeno aderezado con cantos y bailes. En mi ignorancia, asumía que esa era la única fórmula del Séptimo Arte indio.
En Lima, hasta fines de los 90 o inicios de los 2000, hubo dos salas especializadas en cine de la India. Ambas lejos de mi casa y del circuito por el que me movía. Su público cautivo estaba formado por jóvenes mujeres del interior que habían migrado a la capital. Sin embargo, un día, como pasó con varias antiguas salas de cine del Perú, estas salas se volvieron templos cristianos y desapareció la opción de ver los éxitos de Bombay y otras megaciudades en pantalla grande. Es verdad que el cine indio llama la atención por mostrar una cultura, en apariencia, muy distinta a la que tenemos los latinoamericanos. Pero tal vez hay más puntos en común con nuestra sensibilidad que los que nos separan. Si se me preguntaba hace un tiempo por qué su público en Lima lo caracterizaba el de muchachas recién migradas a la capital o de primera generación en la ciudad, hubiera respondido que era por las emociones fuertes del melodrama, siempre dispuestas a facilitar una suerte de catarsis. Ni por asomo se me hubiera ocurrido mencionar también el componente lúdico de los bailes y las canciones.
De una u otra manera, una noche de insomnio, hace cosa de tres años, rebuscaba en Netflix sin dar con nada interesante hasta que pregunté por chat a Amy Wong, una amiga crítica de cine especializada en cine asiático. Su recomendación fue Raman Raghav 2.0, una película de 2016. Tres horas después, podía considerar que había visto la luz. Raman Raghav 2.0 es una joya dirigida por Anurag Kashyap, uno de los directores de estilo más personal de la escena india. En ella se narra una historia sórdida en la que se cruzan dos personajes en los polos opuestos de la sociedad. Uno es un joven y corrupto policía, apañado por su padre, encumbrado a su vez en el cuerpo policial, y el otro es un mendigo que lo sigue con insistencia y que trata patéticamente por parecérsele. El hilo conductor es una ola de muertes cometidas por un asesino en serie. Por supuesto, serial killers hemos visto muchos –tal vez demasiados– en las películas que nos atosigan desde Hollywood. Entonces, ¿cuál sería la diferencia?
Kashyap tiene una propuesta plástica y narrativa ágil, rápida, de colores y situaciones con grandes contrastes. Su lente recorre desde discotecas y hoteles de lujo hasta las más pobres casuchas que se puedan encontrar en una urbe de la India actual. Y, como si de un reflejo distorsionado de Mi nombre es Joker se tratara, hay música y baile, pero se parece en muy poco al de la película clásica de Raj Kapoor. Ritmos electrónicos y danzas acordes con ellos acompañan el camino a la decadencia de los protagonistas. En este punto es importante recordar que en la India, a diferencia de Estados Unidos y Occidente, los musicales no desaparecieron. De hecho, se volvieron parte de la esencia de contar historias en la pantalla grande. Incluso en una película como este thriller sicológico, con poco para celebrar, la música y las coreografías son claves para entender la trama. Aunque lo habitual – después lo descubrí – son los géneros tradicionales o música pop india, en el filme de Kashyap se usan ritmos electrónicos y en ocasiones estridentes. La banda sonora, con sus eventuales bailes, encaja perfecto con el ambiente alienante de los dos sociópatas jugando al gato y al ratón. Es más, ayuda a subrayarlo.
Sin duda, quedé enganchado. ¿Y dónde estaba la historia trillada que esperaba encontrarme? ¿Qué fue de las situaciones sensibleras que me debían hacer llorar? ¿Qué pasó con la cadencia lenta que yo asociaba con el cine de la India? No debería sorprender que el país con mayor producción al año de películas tuviera, entre tantos filmes, alguno que me gustara. La India, durante la última década, ha estrenado cada temporada entre 1600 y 1800 películas, según diferentes cálculos, y alrededor de mil de estas son hechas en Bombay o por estudios asentados allí. Es debido a esa cantidad inmensa de películas que produce esa ciudad de más de 20 millones de habitantes que surgiera el apelativo de “Bollywood”, rival del Hollywood de Estados Unidos. Por otro lado, tal vez sí resulte un poco más sorprendente que los norteamericanos, a pesar de atosigar las pantallas occidentales con medio millar de películas por temporada, son recién el tercer país con más producciones después de Nigeria, que hace entre 100 y 200 más al año, principalmente para consumo interno y para la diáspora africana subsahariana.
Pero más allá de estos datos, yo quería más. Como un yonkie en pos de su dosis habitual, a la noche siguiente de ver Raman Raghav 2.0 pregunté a mi amiga qué otra película me recomendaba. Talvar, fue su respuesta. Y si esperaba encontrarme con otra frenética historia digna de Anurag Kashyap, con lo que me topé fue diferente. Uno de los protagonistas es Irrfan Khan, uno de los pocos actores de renombre en la India y que se aventurara con directores no indios en algunas ocasiones. Desde que en 2008 interpretara a un inspector de policía en Slumdog Millionaire, del inglés Danny Boyle, siguió una exitosa carrera tanto en el cine de su país como en producciones de Hollywood. Tanto así que el mismo año en que cosechaba éxitos por su rol en Jurasic World (2015), se encontraba rodando Talvar (2016).
Pero la presencia de esta estrella internacional no es lo más importante de la película. Bodrios con grandes actores se han visto tantos que es ocioso enumerarlos. En este caso, se trata de una inteligente historia dirigida por la cineasta Meghna Gulzar. El brillo de las imágenes de Kashyap cede paso a una paleta más opaca, como lo demanda la historia. La hija de una familia de clase media es violada y asesinada. Las sospechas apuntan alternativamente hacia todo su entorno. Por su lado, Khan vuelve a hacer de detective de policía, metódico pero algo envanecido por el alto cargo que posee en la fuerza del orden. A lo largo de alrededor de tres horas –la media para una película india–, vemos distintas versiones del mismo caso. Cada una parece tener asidero en la realidad, pero nunca llega a ser determinante. Como algunos críticos han señalado, es una especie de Rashomon pero en la India. Si vamos a compararla con la clásica Joker, ambas se emparentan en estar ambientadas en entornos sociales con poca holgura material. Aunque la tragedia sucede en un hogar de clase media que cuenta con servicio doméstico, lo que percibimos en la mirada de Talvar es un realismo social que he visto en buen porcentaje de películas de la India de diferente género en mi corto tiempo de militante converso. La trama no gira alrededor del melodrama ni del clásico “quién lo hizo”. Más bien, la clave del filme es mostrar a través de una historia absorbente las desigualdades sociales y exponer la sobrevivencia informal del sistema de castas. No es gratuito que el primer sospechoso sea un anciano que ha migrado de una zona rural. Incluso la crítica va más allá y muestra con crudeza los problemas para acceder a la justicia, sea por corrupción o por ineptitud.
En comparación con lo que nos tiene habituados Hollywood, se nota una gran diferencia. No es tan frecuente en la filmografía estadounidense encontrar un filme en el que todo el sistema esté corrupto. Excepciones como El irlandés, de Martin Scorsese, por mencionar un caso reciente, son rara avis (y dicho sea de paso, este no es producto de los grandes estudios de Hollywood sino de Netflix). Aunque hay temas sensibles –sus problemas limítrofes, por ejemplo– las películas indias abordan con bastante libertad asuntos como las diferencias de castas y los problemas religiosos. Ricardo Bedoya, crítico peruano, cuando diferenció en una crítica Slumdog Millionaire del cine indio, dijo que “los filmes de Bollywood son apuestas por la emoción pura, sea cual fuere el género que aborden. En el melodrama son contundentes; en la aventura, intensos; en el espectáculo, suntuosos; en el miserabilismo, gráficos”. Es curioso que esta mirada no complaciente hacia la policía emparente filmes tan poco parecidos como Raman Raghav 2.0 y Talvar, mis primeros acercamientos como adulto al cine indio. De hecho, en una reciente entrevista a Shah Rukh Khan, el divo indiscutible del cine indio, bromeó sobre el tema. En No necesitan presentación, el programa conducido por David Letterman, dijo frente a una audiencia compuesta por compatriotas suyos que alguna vez tuvo que hacer algo poco usual en su terruño. Bajando la voz, precisó que ese “algo” era sobornar. Sus paisanos estallaron en carcajadas.
Ese relativismo moral me hizo recordar a la forma de comportarnos de los latinoamericanos y cómo nos reflejamos en el cine. Muerte de un burócrata (Cuba, 1966), de Tomás Gutiérrez Alea, cuenta los vericuetos para lograr un entierro en la Cuba revolucionaria. Nueve reinas (Argentina, 2000), de Fabián Bielinsky, narra las peripecias de dos estafadores de poca monta timando en el Buenos Aires del Corralito. Eso para no hablar de casi toda la filmografía de Tin Tan y de los inicios de Cantinflas, dos astros de la época de oro del cine mexicano. En tal caso, la sensibilidad de nuestra región es tan observadora con ciertas circunstancias en el borde de lo moral como lo es el cine de la India. En algunos casos, se toma en son de burla; en otros, se trata de denunciar. Pienso en una película sudamericana, Cenizas del paraíso (Argentina, 1997), de Marcelo Piñeyro, como contrapartida de Talvar antes que en Cuestión de honor (Estados Unidos, 1992), de Rob Reiner y protagonizada por Tom Cruise.
Aunque las tres son películas de investigación y juicio, la única que deja una impresión esperanzadora de la sociedad y su forma de administrar justicia es la norteamericana. ¿Sería muy inescrupuloso adaptar Talvar con muy pocos cambios en el argumento y convertirla en una película sobre cualquier lugar de América Latina? La diferencia es que la sociedad de allá es mucho más vertical, además de más permisiva con el abuso físico de parte de las clases altas hacia las bajas. Eso se ve reflejado en su cine de forma natural. Otro aspecto que diferencia el cine indio del latinoamericano es el presupuesto. Desde la década de 1990 hasta la actualidad, a la par del ascenso económico de la India, su cine se distanció de cualquier industria del Séptimo Arte de un país tercermundista.
El cine de la India actual no se reduce a Talvar o Raman Raghav 2.0. Pero tener la oportunidad de ingresar a esta filmografía a través de ambas películas me permitió ver el amplio arco de estilos que podría encontrar si me adentraba en el resto de la filmografía de este país. Tuve suerte de empezar con el pie derecho y no tropezar primero con esas películas de fórmula que son reflejo de las producciones de Hollywood que abundan –o abundaban, cuando estaban abiertas– en las salas de centros comerciales. Tal vez una ventaja de las nuevas tecnologías es que ya no dependemos de que un par de cines de barrio decidan programar una película de la India para poderla ver. Plataformas de streaming –yo empleo Netflix y Mubi, pero hay muchas más– tienen un amplio catálogo de películas que permiten estar al día con lo que se hace por esos lares. Llamarme cinéfilo sin haberme dado una vuelta por esta filmografía es un pecado que cometí por muchos años, por prejuicio. Espero que estas líneas disuadan a otros de cometer el mismo error////PACO
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