Sarah Ahmed es una escritora feminista nacida en Londres en 1969. Hija de una madre inglesa y un padre paquistaní, su familia emigró a Australia. El multiculturalismo y la crianza en ese país, elegido en 2013 como “el más feliz del mundo” por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OECD), son dos aspectos esenciales para pensar La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría, editado por Caja Negra. Para empezar, la “autorrevelación biográfica” es uno de los recursos retóricos más repetidos por Ahmed: su disidencia de género, las discusiones con su madre (y su hermana) y las novelas y las películas que la interpelaron desde su posición como inmigrante y queer constituyen lo que ella denomina “los archivos de infelicidad”.

En esa línea, se nos presentan “genealogías de mujeres que no solo se negaron a depositar sus anhelos de felicidad en las cosas correctas, sino que además se atrevieron a manifestar su infelicidad con la obligación misma de que tales cosas debieran hacerlas felices”. Tomando conceptos de las teorías feministas, el psicoanálisis y la crítica cultural marxista, Ahmed diseña entonces tres tipologías arquetípicas que bajo los nombres de Feministas Aguafiestas, Queers Infelices e Inmigrantes Melancólicos, entrelaza con pasajes de su biografía para describir una serie de nociones en torno a la felicidad, aunque, ya desde el principio, “este libro suspende la creencia generalizada en la felicidad como algo bueno”. Los héroes, por lo tanto, son los desterrados del país de la felicidad: figuras históricamente marginadas que Ahmed usa entre sus argumentos para revelar la trampa detrás de su promesa.


La tesis central de La promesa de la felicidad es que la felicidad implica una forma de orientación, por lo que “el solo anhelo implica que nos veamos direccionadas en determinados sentidos, en la medida en que se supone que la felicidad se sigue de determinadas elecciones de vida y no de otras”. Esta direccionalidad es explorada densamente mediante referencias tan diversas como las novelas de Virginia Woolf y las comedias románticas como Bend it like Beckham. En tal caso, si como dice Audre Lorde, “ver el lado positivo de las cosas es un eufemismo que se usa para ocultar ciertas realidades de la vida cuyo honesto análisis podría resultar amenazador o peligroso para el statu quo”, es la figura de la feminista aguafiestas (feminist killjoy) la que perturbaría la fantasía de que es posible hallar la felicidad en ciertos lugares.

Por otro lado, si la infelicidad supone una fenomenología del oprimido, es entre los “extranjeros al afecto”, es decir, aquellos alienados por el modo en que los ha afectado el mundo (o el modo en que ellos mismos han afectado a los demás) donde Ahmed encuentra la posibilidad de desarrollar lo que considera una presunta conciencia revolucionaria: “Nos puede estresar un mundo en el que fluimos, al que experimentamos cómodo y complaciente. Quizás la conciencia revolucionaria solo sea posible como una disposición a estresarse, a permitir que el presente se nos meta bajo la piel”. Sin embargo, no cuesta percibir que esta “forma incesante de modificación” tropieza en su intento de resistencia al “poder dominante” con lo que el psicoanalista Jorge Alemán define como “el movimiento circular del discurso capitalista”.

En ese sentido, a la pregunta planteada por Ahmed acerca de si la felicidad de las personas queer implica alguna revolución en la organización de la sexualidad, el deseo y el cuerpo, o si, sencillamente, pasan a formar parte del mismo mundo que la “gente feliz”, se le podría oponer otra pregunta de Alemán: “¿Cómo las muchas subjetivaciones no van a volverse, a pesar de su multiplicidad y renovación incesante, identidades y estilos de vida perfectamente delimitados y absolutamente compatibles con el Uno del capitalismo mundial?”. Si el cuestionamiento a las “historias de vida felices” resulta incómodo, reconocerse lejos del lector primermundista de Ahmed puede servir como un catalizador para tensionar aún más el proyecto de la infelicidad como respuesta política. En cualquier caso, a pesar de que La promesa de la felicidad se publicó en su idioma original en 2010, el contexto global todavía lo sostiene como una lectura en diálogo con lo más inmediato de nuestro presente/////PACO