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La función terapéutica del verdugueo

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Se ha llegado a decir que todas las novelas de Ricardo Strafacce ocurren en Primera Junta y, lo que ya pasa a ser encantadoramente antiuniversal, que podrían no funcionar en otros barrios porteños, ni hablar de Ipanema o Montmartre. Arguyo que este escritor ¿neoarltiano? tampoco necesita de las cuadras de Caballito: su know how con la letra y los tempos le permitiría desarrollar una novela ambientada íntegramente en una pizzería. Lo que Strafacce no invierte en locaciones (atención industria del cine nacional), sí lo gasta en personajes. La Escuela Neolacaniana de Buenos Aires, divertida, y por qué no elegante, novelet que se puede leer en tres horas (esto debiera contar como piropo), despliega más de veinte personajes (ocho psicoanalistas, sus respectivos pacientes, personal de servicio, policías) y ningún protagonista.

El octeto de neolacanianos, la ENBA, (en el contexto, el prefijo neo es una tocada de culo en sí) se encuentra avanzando en un proceso de verdugueo «terapéutico» de sus pacientes. Libando café o whisky en un boliche de la CABA (la city con la mayor densidad de psicólogos de la galaxia), los shrinks debaten cómo actualizar la vulgata del maltrato clásico del paciente, por ejemplo, dar por terminada la sesión a los cinco minutos de empezarla o cobrarla si cae en días feriados. En vistas de que el psicoanálisis trata la singularidad del sujeto, la ENBA busca personalizar, no sin dolor, su relectura mala leche de Jacques Lacan en cada uno de los pacientitos. En este orden de cosas, una analista encierra al paciente claustrofóbico en el consultorio, otro ordena que la obsesiva de la higiene personal utilice la hora de sesión para tomar una ducha y así con el resto de los tratamientos.

La paciente, que «se siente siempre sucia», paga unos trescientos dólares por ducha para que su terapeuta maximice los ingresos atendiendo, en ese tiempo, a otra víctima (un amateur si se lo compara con Lacan, quien supo facturarles a hasta ochenta pacientes por día con el invento de las microsesiones).

Estaremos equivocados si creemos que «el deseo del analista», en el grupo de abusones soñado por Strafacce, se colmará solo estafando a sus clientes. Los neolacanianos tienen, como si no les sobraran defectos, la sospecha estalinista de los últimos días de que, el día menos pensado, los pacientitos, por no decir esos boludines, podrían pretender honorarios por contribuir a la formación profesional del grupo… Por lo tanto se decide, como medida preventiva, profundizar su maltrato.

¿Qué puede salir mal?

De lo que no se sale tan fácil, al ponerse a escribir una ficción, es del fantasma propio (invoco, con reservas, el concepto de fantasma (fantasme) creado por el mítico y polémico Lacan, que podría ser algo así como el soporte del deseo, si no la estructura con la que uno se calienta, topología que el psicoanálisis promete atravesar). Strafacce liquida su fantasma (sus novelas) siempre con la misma gambeta, si se permite el tropo, llevando la trama hacia su desmadre. En lenguaje de Rivadavia y Cachimayo, para bien o para mal, en esta historia la cosa se va gradualmente al carajo. Ahora, lo que el autor mismo dice sobre esta forma de cerrar los cuentos, si no es terapéutico, tiene que ser simpático: «Yo pensé el capítulo final como algo para que el lector se olvidara de la novela, como para que no le diera tanta importancia».

Esta solución de monasterio Shaolin asume que el despreocupado lector le dará importancia a la novela (cuando menos hasta el anteúltimo capítulo) y así termina sonando como una linda expresión de deseos. Sacrificar el final es verdaderamente original, sino suicida, y tan arriesgado como matarse los piojos de la cabeza a martillazos. ¿El final no es acaso el punto G de una historia? No para Strafacce, quien ahora presumo que, además de buen escritor, es buen abogado. Tampoco hay evidencia conclusiva de que el punto G exista./////PACO