Si pudiera hacerse una disección literaria y despojar a Serotonina de su trama, que es la despedida de una libido, “o para decirlo más concretamente, de mi pija”, como explica su protagonista, Florent-Claude Labrouste, decidido a reencontrarse “con todas las mujeres que la habían honrado” antes de que los antidepresivos arruinaran su deseo sexual, lo que quedaría es la historia de la decepción política y existencial de un técnico agropecuario francés al servicio del programa económico de la Unión Europea.

La pista para detectar esta historia, que le da forma y sentido a Serotonina, no está en el hecho de que Michel Houellebecq sea, él mismo, ingeniero agrónomo, sino en el modo en que la verdadera decepción de Florent-Claude Labrouste queda, una y otra vez, al margen del radar ideológico de quienes se incomodan con casi todo lo demás. “Nihilista, reaccionario, cínico, racista y misógino vergonzoso: sería hacerme un honor excesivo encasillarme en la poco apetitosa familia de los anarquistas de derecha”, ironizaba Houellebecq ya en 2008, repitiendo los adjetivos más periódicos entre los que, según sus peores críticos (para los que ahora vuelve a dejar el camino regado de provocaciones), podría definirse su lugar en el mapa estético y moral del mundo literario.

Novelas para desnudar obscenidades

Entonces, ¿dónde está ese malestar que incomoda a lectores argentinos como Damián Tabarovsky? ¿Está en el menú usual de provocaciones que sus personajes pronuncian contra las buenas costumbres, como pasa en Serotonina? ¿O está en la pretensión ilusa de usar la literatura, a esta altura del siglo XXI, para desvestir algunas de las obscenidades políticas y económicas que rodean nuestra existencia? La diferencia es importante, porque si la novela de un best-seller traducido en Anagrama apuesta a ser más que un pasatiempo inocuo, formalista y ornamental (una “literatura de vanguardia”), entonces las incomodidades encendidas a cada página demostrarían que los problemas del gusto literario no empiezan y terminan entre las tapas de un libro, sino que se expanden más allá, tocando nuestras formas de experimentar, incluso, el orden de la realidad.

Pero sigamos con Serotonina. Después de trabajar durante un tiempo en la productora multinacional de agroquímicos y biotecnología Monsanto (“una empresa casi tan honorable como la CIA”, escribe Houellebecq), Florent-Claude Labrouste consigue una posición en la Dirección Regional de Agricultura y Bosques de la Baja Normandía. En ese lugar, su objetivo es resguardar y estimular la producción láctea promoviendo el consumo de los quesos camembert, pont-l’évêque y livarot en los mercados emergentes de Europa del Este y Asia, donde los consumidores todavía se resisten a descubrirlos. Sin embargo, en el lapso de unos quince años, Labrouste queda convencido de que los planes económicos de la Unión Europea son incompatibles con las necesidades más elementales de los productores franceses. “A fin de cuentas, siempre me habían dicho que no, las cosas siempre habían dado un vuelco en el último momento hacia el triunfo del librecambismo, hacia la carrera de la productividad”.

A pesar de sus esfuerzos, las metas de costos dictadas desde el Consejo Europeo, la Comisión Europea y el Parlamento Europeo paralizan la producción, las cuotas lecheras crecen, los tambos cierran, los agricultores se empobrecen y las tierras se transforman en zonas para la especulación inmobiliaria china. Los productos ni siquiera pueden competir con las exportaciones argentinas, que con el peso devaluado y la ausencia de leyes restrictivas para los transgénicos, parecen destinadas a “inundar a Europa”. Nada mejor que la imagen del gaucho, dice Florent-Claude Labrouste, “que sigue cautivando al consumidor europeo, que imagina praderas vastas y animales salvajes y libres galopando por la pampa”.

Ficción (y realidad) de la posdemocracia

En este punto, lo que Serotonina resuelve con una revuelta rural armada en Normandía (en sintonía los verdaderos “chalecos amarillos” que protestan contra Emmanuel Macron en París) es la representación literaria de una hipótesis política. Y para Houellebecq la hipótesis es simple: los países que integran a la Unión Europea cedieron su soberanía y el principio mismo de la democracia a un grupo de administradores y banqueros transnacionales con sede en Bruselas. Algo que, tal como demuestra la historia reciente europea, no es descabellado para el ex Ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis.

De hecho, si uno presta atención a los análisis del economista francés Thomas Piketty o a la mirada sobre ese “club elitista de destructores” que hoy es Davos según el politólogo estadounidense Anand Giridharadas, por no mencionar la distribución cada vez más excluyente de la renta universal que describe Rutger Bregman, la idea de un divorcio final entre la democracia y el capitalismo, tal como ambos se presentan en nuestros días, ni siquiera es sorprendente.

China, donde la democracia no existe, ya es la segunda (y pronto la primera) economía del mundo, y el éxito de las ultraderechas en España, Austria y Polonia, por nombrar algunos ejemplos, tampoco es alentador para los viejos valores de la igualdad, la libertad y la fraternidad en Europa. Y eso por no hablar del Brexit ni del precedente que sienta Jair Bolsonaro en Brasil para toda la región latinoamericana.

Francia hasta Argentina

El mundo del cual decide retirarse Florent-Claude Labrouste en Serotonina, por lo tanto, no es un mundo donde todavía se experimenten los problemas inherentes a la creación y la distribución de la riqueza. Por el contrario, el de Serotonina es un mundo donde todo vínculo formal entre quienes controlan la riqueza y quienes no la controlan ha desaparecido. Eso, muestra Houellebecq en su novela, es la posdemocracia: una plutocracia global administrada por especialistas que nadie votó, donde las personas pierden la libertad de acción política y económica y solo se reservan el derecho individual de indignarse. Llegado este punto, tampoco hace falta vivir en Francia ni charlar en El Ateneo con Macron para percibir que el mismo malestar tiene una ineludible versión argentina. ¿O acaso las advertencias sobre las elecciones presidenciales y el malestar de los inversores no comunican el peso relativo de la voluntad popular para quienes gestionan el acceso al crédito de Argentina desde las oficinas del Fondo Monetario Internacional?

Lo que falta, entonces, es la pregunta crucial. ¿A qué clase de malestar somete Serotonina a sus lectores? ¿Un “malestar literario” ante el que corresponde recordar que Houellebecq no hace más que deformar la realidad para adaptarla de manera “cínica” y “conservadora” a sus novelas mediocres? ¿O un “malestar político” ante el que conviene tener en cuenta que Houellebecq es el mismo lúcido observador que percibió el clima ideológico acorde con un atentado como el de las Torres Gemelas en Plataforma o un ataque como el de Charlie Hebdo en Sumisión? Si Serotonina es un espejo del “rostro de nuestros reaccionarios”, como escribió el español Gonzalo Torné (ya que ningún “pánico” es necesario mientras la gente se case y llene las cafeterías), entonces este problema entre la literatura y la política ya está resuelto: Michel Houellebecq no hace más que entregarle al mundo un espejo en el que este no se ve muy bello, y entonces el mundo se lo devuelve y le dice que no es el mundo lo que está ahí, sino el propio Houellebecq. En otras palabras, podemos seguir en paz: no son las coordenadas políticas que organizan al mundo las que funcionan mal, es solo la literatura oportunista.

Pero… ¿y si Houellebecq no está equivocado? ¿Y si Serotonina también tuviera algo que decir sobre el futuro inmediato de Occidente? ¿O es acaso nada más que literario un escritor que provoca desmentidas casi políticas por parte de sus críticos? Es Houellebecq el que dice desde hace tiempo que solo cuando un país es fuerte y está seguro de sí mismo puede aceptar sin rechistar cualquier dosis de pesimismo administrado por sus escritores. Y si el mundo de Serotonina está tan alejado del real como nos gustaría creer, ¿de dónde surgirá esa sombra que enturbia tan rápido nuestro confort al leerlo?/////PACO