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Soy un porteño estándar. No me interesa la temperatura, me preocupa la sensación térmica. Me aburro despiadadamente cuando los presentadores empiezan con esos mapas primitivos a describir el clima de todos los terruños de miseria que dan forma al país -incluídas las «Islas Malvinas e islas del Atlántico Sur»- y le grito al aparato que quiero saber el puto clima de Argentina, que es, nada más, el tiempo pronosticado ese día para la capital federal. Pronóstico en el que, por supuesto, no creo. Apago el televisor y no vuelvo a prenderlo hasta el día siguiente. Con el dato de la sensación térmica y para qué lado es mano ese día Beruti, se puede comenzar.

Que los corpiños se hayan sofisticado primero para la mirada de los hombres y que luego el diseño de indumentaria actual los haya convertido en objetos dispuestos a la mirada de cualquiera es parte de mi paisaje. Algo que también marca una trayectoria precisa de la distribución urbana del deseo. Por la avenida Santa Fe no hay que caminar detrás de una vieja. Cuando llueve hay que huirle a las mujeres que llevan paraguas. En el subte es mejor pedir disculpas y empujar en vez de pedir permiso y ser pisado.

Los colectiveros son oligofrénicos. Los taxistas son oligofrénicos. Los policías son oligofrénicos y por un violeta hacés la que querés aunque lleves un cadáver desmembrado en el baúl. Las mujeres lindas viven por Palermo y por Belgrano y por sus estrictos alrededores. Las mujeres lindas trabajan por Florida y por Núñez. El resto son páramos de miseria estética. Leprosarios donde se arrastra aquello que no merece el amor serio de nadie. Ah: las chicas de los colegios de monjas son todas putas (mientras que las chicas CNBA son todas inteligentes).

El mejor placer de todos es aplastar a los provincianos. La renta sojera los multiplicó. Se los reconoce por la vestimenta. Alpargatas de lona, camisas por dentro del pantalón, cinturones de cuero blanqueado. Los más tristes usan boina. Son altos, eso sí. Diciéndoles simplemente que el Alto Palermo está siempre para el otro lado estoy seguro de que terminan extrañando la vagina húmeda de sus ovejas en medio del monte.

Eso resume bastante bien lo que debe saberse.

Al margen de estas preocupaciones, Bruce Willis desenvuelve una paternidad otoñal que me dice que algo ha salido mal. Conozco a varios padres. Personas serias que han demostrado que engendrar hijos es trascendente. La paternidad implica la reafirmación de un orden social, la preparación para el legado de una historia y de un nombre. Ser padre es vincularse con la vida, con el conocimiento y también con una mujer que se convierte en una madre.

El patrimonio es una cuestión muy seria para los padres que conozco (otros padres, por supuesto, reducen a sus hijos a carnadas vivas para atraer mujeres, pero no parece haber mayor lección ahí). Ser padre, dicen los padres, es una tarea elementalmente performativa. No hay día en que no se haya aprendido algo más que el día anterior. Y el padre experimentado es siempre mejor que el padre novato. Y todo padre novato está destinado a convertirse en un padre experimentado. Es lo que dicen -lo que me explican– los padres.

Después, cada uno va con su pellejo al mercado.

En algún punto, la ausencia absoluta de lo infantil en la rutina cotidiana empieza a hacer ruido. El ruido no se articula por mucho tiempo en nada más. Un ruido blanco como el de los televisores del siglo pasado. Para alguien que encontró en el cine de acción de los años ochenta un patrimonio, la imagen de Bruce Willis, el héroe, el hombre duro de matar, reproduciendo vida otra vez, empieza a depurar el ruido.////PACO