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En un pasaje de sus memorias, Philip Roth define a los judíos como «iguales a todo el mundo y diferentes a todos los demás». La frase es útil para retratar a cualquier portador sano de fe, se trate de la religión que se trate. Gracias a Francisco I, se me ocurre relevante recordar algunas anécdotas de una educación religiosa.

He hecho algunos llamados. Están quienes atraviesan la educación religiosa de la misma manera que un delincuente atraviesa el presidio. Ahí también hay una peligrosa maquinaria en funcionamiento que no produce anticlericalismo ilustrado sino resentimiento y brutalidad. Dicho lo cual, son siempre los más imbéciles quienes salen al otro lado de la pedagogía religiosa completamente indemnes. Otras personas aprenden algo. Todos los llamados coinciden en que todas las mujeres que fueron a colegios de monjas son todas putas. Es, también, un producto de la pedagogía cristiana. No interesa discutirlo ahora.

Mi propia experiencia en el camino de la pedagogía de la fe cristiana puede leerse, más o menos con los mismos giros y las mismas taras, en cualquier relato de memorias acerca de pupilos sudamericanos –La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, sería el hit– o de conscriptos en el primer mundo –Ginger You´re a Barmy, de David Lodge, para el caso.

Disciplina, homoerotismo, represión. Pueden llamarlas pesadillas de la mentalidad progresista laica. Yo prefiero llamarlas sencillamente mi pubertad y mi adolescencia.

La primera sirve para templar el espíritu: alguien sin disciplina es alguien que no sirve absolutamente para nada. Lo segundo acarrea una larga tradición filosófica a la que los griegos de la Antigüedad y los circuitos académicos británicos de la Modernidad dieron un tenor institucional vital para el fortalecimiento de los lazos viriles que sostienen cualquier comunidad. Lo último está para eliminar los desvíos, las tentaciones y las miserias que dañen a lo primero y a lo segundo. La experiencia jesuita añade, además, la luz de la Ciencia y del Humanismo. También se aprenden las oraciones, se aprende el temor de Dios. Se aprenden muchas historias de la Biblia.

Por supuesto, el trato hacia la mujer. Ese asunto.

En mi universo violento, represivo y disciplinado de educación religiosa no hubo mujeres. Gracias al Señor. Las mujeres se toman la vida demasiado en serio -porque pueden producirla- y por eso no tienen sentido del humor. Tal vez el sometimiento agresivo y la humillación de la pedagogía religiosa no sean coordenadas del todo ajenas al universo femenino. Pero el simulacro repentino de la sodomización grupal en un aula oscura, el lenguaje ríspido y constante del trato entre hombres, la violencia física en todas sus formas, la estética per se de lo masculino -enmarcada en las desidias, los olores, las necesidades y las luchas fraternas que dan forma al género- y el sentimiento veraz de que una Verdad Universal, por arriba de las mundaneidades cotidianas, una Verdad Universal que también sabe perdonar y olvidar… Eso sí, probablemente, habría funcionado mal con su presencia.

¿Qué queda después del trance? El sentido de una comunidad organizada por algo superior que ordena al mundo y que puede hacerlo por eso mismo menos caótico y salvaje aún en los momentos en que parece más caótico y salvaje. La idea de que lo débil y lo enfermo debe ser castigado para que se fortalezca y se cure. La seguridad de que no hay injuria o puñetazo que no se pueda perdonar. La idea de que es a través de los puñetazos y de la violencia y del perdón y la fraternidad que los hombres de bien sostienen y dan sentido al mundo. La certeza de que los caminos del Señor a veces son misteriosos y de que existe una moral que divide entre justos y miserables. Una fe que va y viene, comprensiblemente, pero que persiste por efecto de dos mil años de cuidadosa tarea pastoral. La certeza de ser un hombre mejor que otro que vaga sin alma. Eso, y una anacrónica melancolía por las abadías medievales que las chicas saludables del Colegio Nacional de Buenos Aires no van a entender nunca.

Por otro lado, a menos que uno haya tomado la precaución de ser Christopher Hitchens, además, el ateísmo ya no luce. Queda el retiro del campo de batalla del amor que conduce a la obesidad y a la dependencia simbólica de las redes sociales. ////PACO