El lunes 3 de noviembre, el diario francés Libération publicó un artículo titulado “Vexé par une mauvaise critique, un pianiste réclame le droit à l’oubli.” Podríamos traducir este titular como “Herido por una mala crítica, un pianista reclama el derecho al olvido.” Aunque la palabra “vexé” tenga otras resonancias en nuestra lengua, el caso parece simple. El 30 de octubre pasado, el Washington Post recibió un mail del pianista croata Dejan Lazic pidiendo la supresión de una crítica publicada en diciembre del 2010 sobre su primera performance en la ciudad capital. Argumentando que lo escrito sobre él era negativo y arbitrario, el pianista señalaba que encima aparecía rankeado en las principales búsquedas de Google ligadas a su nombre. No se trataba, se atajaba Lazic, de un pedido de censura o de reducir el acceso a la información, sino del control de “son image personnelle.” Sofía Phanen, la perspicaz columnista del Libération, señala enseguida que el “derecho al olvido” solo se reconoce en la Unión Europea desde que la Corte de Justicia de esa Unión lo decidió en mayo del 2014. Agrega también que, en esos casos, los pedidos son dirigidos a Google, y eventualmente a otros motores de búsqueda, no a medios particulares.

Phanen deja en claro que Lazic lee mal. Eventualmente el pianista podría pedir un derecho a réplica o incluso hacer una denuncia por injurias pero en este caso no hay derecho al olvido que valga. ¿La cuestión se cierra ahí? Nicolás Mavrakis tocó el tema su artículo “Olvido, memoria y censura según Google”, publicado hace unos meses en esta misma revista, demostrando que no, que el tema de la hiperconectividad y la circulación de la información web está muy lejos de tener una respuesta definitiva porque, justamente, sus contradicciones forman el núcleo duro de la comunicación. Sin embargo, antes del derecho al olvido y las malas lecturas legales de un pianista eslavo, emerge aquí otro problema, un poco más viejo, casi tan viejo, podríamos decir, como la necesidad de actuar de cara a la res publica. Se trata del sujeto, en este caso el artista, frente a la crítica. Si la novedad es que Google pone un formulario a disposición de los internautas para garantizarles que serán removidos los contenidos que los perjudican, el tema de la imagen, de cómo somos percibidos y cómo son percibidas nuestras acciones en los espacios públicos, constituye un asunto espinoso que acompaña al hombre desde el principio de la civilización occidental.

Así lo entendió el Washington Post que respondió que el artículo era moderado, documentado y justificado y rechazó la petición de modificarlo o suprimirlo. La periodista Caitlin Dewey, en un gesto bien estadounidense, incluso contraatacó: “Lazic (y en cierta medida también la Corte Europea) parecen pensar que un individuo tiene el poder de determinar cuál es la verdad sobre él mismo.” Finalmente en un ribete sí algo más novedoso, Phanen cierra su artículo citando el Efecto Streisand, irónica situación en la cual nuestro esfuerzo por ocultar algo lo hace más llamativo. De hecho, la crítica a Lazic, dice el Libération, nunca fue tan leída como en estos días.

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Con la atragantada demanda del pianista vejado en mente, leo las declaraciones que Alejandro Soifer hizo sobre la crítica de libros en una charla que tuvo lugar hace poco en la librería Eterna Cadencia. Cito in extenso:

“Yo quiero hacer una intervención acá, porque estuve reflexionando mucho sobre la crítica. Está muy de moda que gente que escribe ficción y quiere insertarse en el mercado haga crítica de sus contemporáneos. Es algo nunca visto. Cómo yo voy a criticar a alguien que conozco. Es una estupidez, porque es obvio que no va a ser imparcial.”

“(…) una crítica puede servirte para progresar o para tener cierta posibilidad de crecer, pero he visto en muchos casos que el libro fue seleccionado especialmente por la persona que escribió esa crítica negativa.”

“Dentro de lo posible trato de no hacer críticas o reseñas de libros de gente que tenga a dos cuadras de mi casa.”

“(…) me parece hasta injusto hacer crítica o reseña de contemporáneos tuyos. Tus elecciones, lo que reseñás o no reseñás, en el 99% de los casos se basa en tu relación profesional con el autor. Qué ética profesional puede tener un tipo profesional si va a basar su aparato crítico o teórico en base a la relación personal que tiene con el autor.”

“Mi compromiso está con el lector. Si me quieren hacer una reseña negativa, que me le hagan. No me interesa. De vuelta, si tiene que ver con una animosidad o lo que fuere, sé que hay gente a la que le caigo mal, no tengo drama. Pero no sé si todos los libros necesitan una reseña.”

El proselitismo comercialoide de Soifer resulta evidente y de amplio calado en discusiones ya superadas. Prefiero detenerme aquí en la pobre mirada que tiene sobre la función de la crítica, otro viejo tópico que vuelve una y otra vez. Si no entiendo mal, Soifer condena la actividad crítica sobre autores contemporáneos con el argumento de que, al compartir un momento temporal y un espacio geográfico, habría intereses personales –otra vez “lo personal”– que interferirían con la lectura. Luego esta relación viciada se despliega condimentada con algunos malentendidos propios del “creador puro” que enfrenta al “crítico innoble.” Enumero: la actividad crítica no sería algo productivo, sino destructivo; la crítica empobrecería al lector y al autor; el crítico no sería un lector, porque el lector es el que no escribe sus lecturas sino el que las disfruta y agradece en silencio; la crítica debería seguir una lógica que no dañe la venta de los libros; la crítica es sádica; la crítica es manipulada con fines espurios. Insisto, ninguna de estas denuncias es nueva, por eso se equivoca groseramente Soifer cuando dice “es algo nunca visto.” Desde que existe la crítica como institución, se escuchan estas quejas. Y algunas de esas críticas a la crítica tienen fundamento pero justamente esa es la esencia, no ya de la crítica como disciplina, sino de la tensiones de la lectura en sociedad, del gusto y del consumo.

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Si no escriben sobre sus contemporáneos, ¿sobre qué deben escribir los críticos? ¿Confunde Soifer al crítico con el académico o el investigador, o incluso con el historiador? ¿Habla con la voz del creador histérico que no quiere ser molestado o con la del vendedor ventajista?

Aunque no da nombres, Soifer menosprecia sin pudor la actividad que llevan adelante críticos como, entre otros y por solo citar a los más jóvenes, Hernán Vanoli, Nicolás Mavrakis, Maximiliano Crespi, Flora Vronsky, Sebastián Hernáiz, Sol Echeverría, Patricio Pron, Gonzalo Garcés, Leticia Martin y Flavio Lo Presti. (De este último, en su momento, recibí fuertes críticas lo que me llevó a mantener una breve polémica que finalmente terminó por hacernos amigos. No digo que sea lo usual pero ya esa situación demuestra que las relaciones en el campo literario son menos predecibles de lo que la cortedad de miras de Soifer pretende.)

La crítica siempre es parcial y siempre es interesada. Pliegue subjetivo sobre el objeto, importa una escritura que va firmada, que implica un juicio que se emite sobre un autor y su libro. ¿Repetiremos una vez más que la crítica también es un arte? Abunda la bibliografía sobre el tema.

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Así las cosas, veo una relación entre el pianista Lazic y el novelista Soifer. Un temor y una reacción equivocada. Pero sobre todo, infantilismo y un desconocimiento muy grande de los mecanismos del arte y sobre todo de sí mismos, y sus propias limitaciones y posibilidades. ¿Recuerda el caso de ambos al hombre feo y medieval que evita los espejos y odia los estanques porque cuando pasa cerca de uno no puede dejar de asomarse a ver su rostro deforme? Quizás ni siquiera es feo, sino que le dicen que es feo y él se lo cree porque es ingenuo. No resulta difícil imaginarse el dulce masoquismo de Lazic, entrando una y otra vez a leer la reseña negativa de su concierto en el 2010, ni tampoco el feliz autismo amenazado de Soifer que pretende escapar a la autoridad de la mirada del otro porque sabe que esa mirada puede herirlo.

Al mismo tiempo, no me extraña esta definición inmadura y burra que da Soifer de la crítica. El también pide un derecho al olvido. En el sitio web de Suma de Letras, se presenta Rituales de sangre como su primera novela. Esto es falso. Soifer publicó en el 2011 por la conocida editorial Milena Caserola una novela titulada El último elemento peronista. Lo sé porque, como en ese momento a Soifer sí le interesaba la crítica, me pasó el manuscrito para que le de mi opinión. Se la di. No era una opinión positiva pero él me pidió permiso para agregarla a la contratapa donde salió publicada con la aclaración de que yo soy un “escritor y crítico.”

El último elemento peronista es, casi sin matices, bastante horripilante. La novela cuenta la historia de Christopher Perón (sic), un telemarketer que, como dice en la contratapa, es “llevado contra su voluntad a una serie de acontecimientos que se irán encadenando de modo aparentemente absurdo pero que esconden la mayor conspiración en la historia política moderna.”

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El estilo en que se desarrolla la historia es estridente y apelmazado. Pese a la imaginación absurda y los chistes y guiños exasperados, la narración se ve embrutecida por todo tipo de efectismos. El último elemento peronista confunde ritmo con precipitación, contundencia con desprolijidad. Pero pese a todo esto, Soifer es injusto con sí mismo al ocultarla y negarla. ¿La oculta y la niega? El mismo lo dice en la charla de Eterna Cadencia: “Mi primera novela es sobre un amor despechado y es una basura, no quiero que vea la luz del día.”

Sin embargo, la basura emerge y llama la atención. No siempre de forma negativa. Rodolfo Edwards cita El último elemento peronista, en su reciente libro Con el bombo y la palabra, el peronismo en las letras argentinas, una historia de odios y lealtades. Se trata de un ensayo contemporáneo donde un autor contemporáneo pondera, al pasar, una novela extraviada por su mismo autor. Como queda claro, los caminos de la crítica no son domesticables.

Por su parte, Rituales de sangre, la segunda novela de Soifer, empieza con una oración ripiosa que tiene coma entre sujeto y predicado. Valery decía que un libro se corrige con otro libro. La frase resulta más rica y compleja de lo que parece. Tiene una cuota de resignación de la que es posible aprender mucho. Quizás sin comprender del todo la idea de Valery, Soifer escriba en el futuro otro libro y, avergonzado, esconda Rituales de sangre por ese y otros errores y eso lo lleve a siempre estar publicando su pretendida primera novela, como Aquiles corriendo atrás de la tortuga. Mejor sería que con honestidad comprendiera que los errores existen –siempre– y lo mejor es sobreponerse y seguir. Efecto Streisand mediante, al negarlos e insistir en que los demás los olviden no se hace otra cosa que evidenciarlos.

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Luego, si tocamos mal, si escribimos con errores, eso también es una parte nuestra. El que no puede olvidar es el que pide el olvido de los otros. El que no soporta compartir y ser compartido, niquelado en su ego, es el que pide que no exista la crítica. Pero ningún olvido ajeno va a poder hacernos olvidar quienes somos. Y ya sabemos que el olvido y el recuerdo son maleables, pero nunca toman la forma que nosotros deseamos.

Hace poco en una nota escribí un párrafo que decía: “De todas las instituciones de la modernidad, la crítica debe ser la que peor comunica su función, la que más equívocos genera, la que menos consenso logra como disciplina, la que siempre es reenviada a su punto de partida en la discusión contemporánea.” Me parece pertinente citar ese artículo acá porque ahí ya anticipo todas las críticas a la crítica que hace Soifer, incluida la utopía trasnochada de un mundo sin crítica vía Goodreads y Amazon. Sísifos diferentes, si el artista narciso no puede dejar de exponer su torpeza, el crítico está condenado a repetir una y otra vez los mismo argumentos.

Así que, como canta Coverdale con White Snake, here I go again: en la crítica intransigente, activa y lectora está la riqueza de nuestra literatura contemporánea. Lo dije y lo digo siempre, sin crítica somos más pobres. La violencia de la lectura, su dimensión social, el intercambio y la discusión, compartir lo que leemos y nuestras parcialidades, nos enriquecen. Por contraste, en un mundo liso donde todo gusta, todo se olvida y nada se critica seríamos peor que pobres, seríamos inefable y sobradamente miserables.///PACO