La editorial española Impedimenta publicó hace poco más de un año un compilado de relatos de Mircea Cărtărescu titulado Las bellas extranjeras. Cărtărescu es el actual escritor rumano de exportación y, gracias a Impedimenta y a las buenas traducciones de Marian Ochoa de Eribe, Iberoamérica lo viene leyendo ya desde hace un tiempo. El ritornello crítico, o más bien la rápida gacetilla, dice que Cărtărescu fue imprescindible en el abandono de la literatura institucional que alentaba el comunismo. Como detalle de color, y para terminar de situarlo sin leerlo, cada tanto lo ponen de candidato al Nobel y rankea en la lista de las apuestas que los brookers culturales confeccionan mientras se espera el premio. Que lo haya ganado hace poco su compatriota Herta Müller lo rezaga en la competencia.

Las bellas extranjeras no es el libro para conocer a Cărtărescu. Mucho mejor sería empezar por El ruletista o incluso Nostalgia, o algún otro de sus libros más emblemáticos, la mayoría accesibles en digital. Las bellas extranjeras está compuesto por tres piezas: Anthrax, El viaje del hambre y Las bellas extranjeras propiamente dicho. Los tres tienen sus momentos de humor más europeo que rumano y los tres cuentan avatares de la vida del escritor en relación con el campo intelectual rumano, una ensalada de burocracia, arribismo y talento, muy parecida a la que tenemos en Buenos Aires. Bucarest, finalmente, es una capital periférica con una vida cultural rica pero materialmente pobre, y Cărtărescu lo sabe. El relato Las bellas extranjeras toma la excusa del viaje a París de un grupo de escritores y poetas como punto de partida para revisar los diferentes recorridos de sus amigos y enemigos y de la literatura rumana toda. A medida que se avanza en la lectura la decepción no llega por las permanentes digresiones y los saltos temporales, sino porque lo que se cuenta no termina de ser interesante y sobre todo no es diferente a lo que pasa en cualquier circuito literario marginal. Entre los equívocos y las formalidades, lo mejor se ofrece con la visita de Cărtărescu a una cárcel de Italia donde llega para dar una charla. Ahí sí las descripciones y los personajes cautivan. Si el relato, que se extiende casi como una novela corta, hubiera logrado esa originalidad en cada una de sus escenas, Las bellas extranjeras habría valido mucho más. También puede llegar a ser útil como mapa de la literatura rumana reciente, con sus exitosos autores banales, sus best-sellers de calidad, sus suicidas, sus resentidos y sus olvidados. Anthrax tiene todavía un mecanismo más corto y menos ambicioso. Así las cosas, de los tres, el más redondo y que logra ir un poco más allá es El viaje del hambre. Con él volvemos en el tiempo a la era soviética, a los días grises de Ceaușescu en el poder. El viaje del hambre empieza así: “En el otoño de 1984, yo tenía veintiocho años y vivía en Colentina, en el famoso apartamento en el que no había un solo ángulo recto, ese del que ya les he hablado en alguna otra ocasión.” El inició entonces es la descripción de un artista cachorro, un joven poeta que intenta escribir y vivir y abrirse paso en una Rumania que, como todo el bloque comunista, todavía no sospecha su abrupto final. Cărtărescu cita aquí la infaltable máquina de escribir melancólica fabricada en la RDA y describe su pobreza: “Estaba tan solo y me sentía tan abandonado que me alegraba incluso con las facturas de la luz que encontraba en mi buzón, habitualmente vacío.” Sin embargo, el mismo relato lo contradice. La madre le lleva comida, no tiene que pagar un alquiler, sus poemas fueron editados y si bien da a entender que duerme en el piso, más adelante señala que pasó una noche enredado en las sábanas. (¿Los rumanos duermen en el piso con sábanas?) Pero ante todo tiene trabajo y trabajo como docente, enseñando rumano en un colegio. No es el mejor trabajo del mundo, desde luego –cualquier que haya pasado por la docencia lo sabe– pero tampoco, supongo, es el peor en una economía socialista, y, aparte, resulta evidente, le deja al joven poeta bastante tiempo libre y le permite redactar una escena paródica que puede resultarnos familiar. El narrador asiste los sábados a un seminario de formación pedagógica que describe así: “Mayor concentración de zoquetes no he conocido en toda mi vida. Era algo monstruoso. (…) No había nada bombástico, ridículo o penoso que no pudiera ser defendido en aquellos seminarios de metodología. Si planteabas la más mínima objeción ofendías mortalmente a la defensora de la ponencia. Pero ni siquiera podías tener ninguna duda al respecto: en cuanto acababa su exposición, por muy agramatical y semiinculta que fuera, estallaban todos en un coro de alabanzas atropelladas. Calificarla tan solo de “excepcional” parecía un insulto. (…) Yo salía de allí sin saber si reír o llorar.”

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Sin embargo, El viaje del hambre cuenta otra historia. A ese joven poeta Cărtărescu lo invitan a Bacău, una ciudad de provincias para que recite sus poemas y hable de su literatura. Entusiasmado, acepta y emprende el viaje. ¿Cuál es su expectativa? Ser reconocido antes que leído, ser elogiado y agasajado antes que escuchado. Y, desde luego, sobre el final del día encontrar una bella y joven estudiante que tímidamente se acerque, subyugada, para ofrecerle su cuerpo. Nada de esto sucede. Los obstáculos que se presentan en la Rumania comunista de la década del 80 son similares a los que hoy podría encontrar cualquier aspirante a artista porteño viajando a una feria del libro provincial, condimentados por los sórdidos paisajes y las limitaciones de la vida atrás de la Cortina de Hierro. ¿Tan terrible? El capitalismo no siempre es mejor y la vida comunista no siempre era peor. Y esto Cărtărescu lo entiende y por eso se cuida de los proselitismos automáticos. Eso sí, los “camaradas” que lo esperan son chismosos, indiferentes, maleducados, ampulosos. Y sobre todo, desestiman sus pedidos de comida. Apretado por los nervios, el joven poeta llega a Bacău sin haber desayunado y habiendo salteado la cena del día anterior. Y así comienza un largo recorrido por el desierto de los aspirantes donde cualquier posible bocado se le niega casi como en una sit-com. “Hablaban entre ellos animadamente, como harían a lo largo de toda mi estancia. Yo era tan solo un pretexto para volver a encontrarse” escribe Cărtărescu. Con público inexistente, la lectura y la disertación resultan aburridas y fraudulentas. Después el programa incluye una visita a un lugar histórico e irse de putas. El final tiene un sesgo fantástico porque el joven poeta se intoxica con unos hongos que come, atolondrado, y comparte un sueño erótico con el fantasma de una mujer, salida de un cuento de hadas. Sobre el desayuno llega, al final, la comida esperada pero no libre de alguna hilacha de oprobio. El relato se sostiene y es entretenido. Sin embargo, le falta calado. No le habría venido mal a la prosa de Cărtărescu un poco más de resentimiento o la implementación de un castigo inteligente al idiota de las letras. (Fuera este el narrador o los demás.) Hay poca introspección y bastante ingenuidad en El viaje del hambre. Así y todo, desde su título, sirve como metáfora y mosaico de una constante en el mundo literario, esos desarreglos insalvables entre nuestras ambiciones, nuestras posibilidades y nuestro lugar en el mundo.

Hace ya unos largos años me tocó asistir a una lectura y/o presentación de un libro que se hacía en el viejo Centro Cultural Matienzo. El lugar de iluminación mortecina, casi un gruta, me predispuso mal. Nos sentamos con Sebastián Robles en una mesa y esperamos. Pedimos cerveza, lo cual fue, en parte, un alivio. Pero, como en el relato de Cărtărescu, había poca gente y después de un rato, entre las mesas raleadas de público, vimos avanzar a una chica y a un tipo que, ya subidos en el escenario, micrófono mediante, comenzaron su propio show narcisista de la intrascendencia regalándose muy variados elogios. Esto no es lo importante. Sucede todo el tiempo, sucedió y seguirá sucediendo porque eso también es la literatura argentina. La única diferencia con otras noches fue que, por lo bajo, Robles señaló las demás mesas y me dijo: “parecen valijeros del microcentro.” Entonces comprendí que en el salón había una gran mayoría de hombres solos, escuchando o distrayéndose. Vi, aparte, alguna pareja, y dos chicas jóvenes que hablaban y se reían entre ellas. Pero el ánimo era otro, sobrio, acartonado, protocolar. Había que conceder respeto.

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Nos fuimos antes de que la presentación terminara. En la calle yo me pregunté, una vez más, cómo habíamos caído ahí. ¿Cuál era el despiste que nos había transportado hasta ese lugar? Alguien es amigo de alguien, alguien invita, alguien insiste, y uno es un rumano joven como Cărtărescu… La caminata mejoró cuando volvimos sobre el tema de los valijeros. ¿A qué se refería Robles? La comparación se construía entre los habitués esperanzados de los eventos literarios de cuarta y los finos caballeros que en mitad de la tarde o sobre el fin del día laboral entraban a los cines pornos del centro de la ciudad con una valija, y una vez sentados se colocaban la valija sobre el regazo para así, ocultados los genitales de miradas indiscretas, proceder a masturbarse al ritmo de la película de turno. Personaje mítico, contemporáneo de la Rumania de Ceaușescu, ya no creo que exista. Su población estable disminuyó con la llegada primero del VHS y luego con Internet. Aunque uno no puede estar tan seguro. La característica central del valijero era que, finalmente, encontraba placer aliviándose en público. De hecho, el valijero literario sería aquel que en vez de elegir la aventura siempre frágil de leer y escribir opta por regocijarse en cierto exhibicionismo, en cierta sociabilidad. En vez de la mujer o los libros, que siempre lo pueden sobrepasar y rechazar, ambos valijeros eligen la soledad grupal del cine o el centro cultural a oscuras, el placer onanista de accionar bajo mampara.

Como el tonto que no se sabe tonto, que no es consciente de su tontera, el valijero literario no reconoce su situación. Y supongo que cree que el mundo es eso. Puede ser melancólico pero no es un romántico exigente consigo mismo. Así, el valijero literario es positivo en su miseria. Mientras lo dejen refregarse en cocktails, eventos y presentaciones contra su querida valija, él no pide más. Paga la entrada e ingresa. Siempre anhela un contacto pero sabe que el contacto no va a suceder y esto no lo ofusca. Su trasnoche mental, su pequeña caverna de Platón, lo reconforta y si no es confortable él se adapta. ¿Por qué? Porque esa limitada experiencia de manosearse lo abarca todo, lo es todo. No puede imaginar que leer y escribir sea algo más que leer para nadie en bares, recibir un aplauso formal, intentar alguna interacción fallida y volver a casa. ¿Tan duro es esto? Valijero no lee valijero.

La diferencia la hace el tonto que sí sabe que es tonto. Sancho mirando al Quijote corriendo por la Meseta Castellana sería un buen ejemplo. ¿Por qué deberíamos tomar este recaudo? Porque si escribimos con entusiasmo, si seguimos leyendo por placer y si nos dedicamos a la pena de querer ser leídos y confiamos en nuestra subjetividad, y que de allí es posible sacar algo trascendente, nosotros también somos valijeros. Nosotros también vamos, libidinales, al cine porno de la literatura argentina deseando penetrar, ser penetrados, fantaseando con erguirnos sobre los demás, llamar la atención y convocar el placer, para luego, tragedia o tragicomedia, conformarnos con el aire insalubre y viciado y las imágenes percutidas de la pantalla.

Si el siglo XXI barrió a los valijeros literales del microcentro porno, los valijeros literarios hicieron de Facebook su terreno de vida y cultivo. No se trata de la asiduidad, la obsesión o el autobombo. (¿Quién no lo hizo?) Se trata de algo más sutil, más cercano al desconcierto alegre de Argentino Daneri. Es la línea que separa la ambición de la lectura, que divide –aunque haya inevitables vasos comunicantes– la apelotonada autestima de la ironía, la autoironía e incluso la más genuina y vital resignación que tan útil resulta a veces para escribir.

Cărtărescu comprende esto pero no lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Es permisivo y amable donde debería diseccionar y diseccionarse con más exigencia. Las bellas extranjeras resulta así un libro pequeño de un escritor atendible, pero que evidentemente podría haber sido más. ¿A qué me refiero? En el siglo XIX, Gustave Flaubert desplegó una novelística imbatible, no de la mano de su exquisito dominio de la lengua francesa, sino por su capacidad para observar a los tontos y para observarse a sí mismo en los tontos. Todavía hoy Madame Bovary espera que el onanista que ocupa la butaca de al lado la lleve a pasear en carruaje.///PACO