Libros


Chesterton y el terraplanismo

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Uno de los primeros libros de Gilbert Chesterton fue The defendant, una recopilación de artículos previamente aparecidos en el periódico The Speaker. La traducción al castellano del título (El defensor) pierde algo de la ambigüedad del término inglés, que tanto designa a quien defiende una causa determinada como a quien en un juicio juega el rol de acusado. The defendant apareció en 1901. Después Chesterton hizo una costumbre de recopilar artículos en un libro, lo cual le agradecemos mucho. En este caso en particular, el autor yuxtapone una serie de textos cuyo hilo común es el de argumentar a favor de especies tan diversas como la heráldica, el patriotismo, la humildad o lo feo, y tan fuera de quicio como los relatos de detectives, los esqueletos, las pastorcitas de cerámica o la información inútil.

De algún modo, gran parte de lo que luego llenaría el significante “G. K. Chesterton” ya está en este librito: la locura, la cordura, los detectives, las paradojas, la modernidad inglesa y, notoriamente, el cristianismo. De hecho, 1901 es el año en que Chesterton contrajo matrimonio con Frances Blogg, quien previamente lo había rescatado del agnosticismo e introducido en el anglicanismo. También vale la pena anotar que en The defendant ya está presente algo que es, a nuestro juicio, una de las características más destacables de su personalidad y de su obra: la explícita actitud de sorpresa y feliz deslumbramiento frente al mundo tal cual se deja ver cada día. “El mundo siempre está en peligro de que se lo malinterprete”, dice el gordo en el prólogo, por eso “la misión de todo profeta desde el comienzo no ha sido tanto señalar lo que hay en los cielos y los infiernos, sino más que nada señalar lo que hay en la tierra”.

Esa temprana disposición de espíritu, tan a contramano del pesimismo contemporáneo a él como del progresismo estúpidamente optimista, pareciera anticipar, contener en germen, lo que veinte años más tarde sería el principal acontecimiento de su vida: su conversión al catolicismo apostólico romano. Para Chesterton, como se encargó él mismo de señalar muchas veces, el catolicismo no solo era la religión verdadera sino también la cosmovisión que mejor se adecuaba a su propia forma de ver el mundo como algo milagroso, gratuito, nuevo y sorprendente.

Pero volviendo a The defendant, en un artículo titulado “Una defensa de los planetas”, Chesterton toma el libro Terra firma: la tierra no es un planeta, de un tal David Wardlaw Scott, que pretendía probar mediante las Escrituras, la razón y los hechos que la superficie de la Tierra es plana en lugar de esférica. “Citaba con mucha seriedad opiniones de una gran cantidad de personas, de las que nunca había oído”, escribe Chesterton, “pero que evidentemente eran muy importantes”. La extravagancia de los argumentos de Wardlaw Scott, que Chesterton se toma el trabajo de ir citando, lo lleva en un primer momento casi a la exasperación. “Cosas así no me entran en la cabeza”, dice. “Apenas puedo resistir cuando alguien dice que si la Tierra fuera redonda, los gatos no tendrían cuatro patas; pero cuando alguien dice que si la Tierra fuera redonda, los gatos no tendrían cinco, me aniquila.”

Si uno se atiene a las reconstrucciones históricas que figuran en las páginas de consulta actuales, como Wikipedia y similares, las ideas del terraplanismo y su constitución en un sistema más o menos ordenado surgen en la modernidad, en medio de la confusión del siglo XIX, muy ligadas al mundo anglosajón y a ciertas escuelas de interpretación bíblica propias de ese ambiente. Ante los problemas aparentemente insolubles que la teoría copernicana había venido a traerles a estas sectas, compuestas todas de hombres libertos de la autoridad papal pero esclavos de la letra del Libro, su opción fue refugiarse en una negación absoluta del heliocentrismo. Y como su vínculo con el pensamiento escolástico ya estaba cortado, dieron en rechazar toda derivación del sistema copernicano alcanzando a negar la redondez misma de la Tierra. El espíritu vendría a ser más o menos así: si la Biblia no lo dice expresamente, entonces es falso.

Siguiendo esa tenaz vía de conocimiento, Wardlaw llega a colocar en la misma bolsa de la falsedad a la teoría newtoniana de la gravedad. En este punto Chesterton, agudo, descubre un conato de egocentrismo algo soberbio en las especulaciones del terraplanismo, una especie de antropocentrismo exacerbado que estaría en el fondo de estas creencias. Chesterton replica primero el método lógico de Wardlaw diciendo con gracia que si bien los autores del Génesis no tenían ninguna teoría de la gravedad, tampoco tenían paraguas. Lo cual no demuestra la falsedad de los paraguas. Esos judíos teocentristas, sigue, tampoco hubieran tenido problema en quedar cabeza arriba o abajo en medio de un universo flotante, ya que “no se hacían ideas ridículas sobre la dignidad del hombre”. Pero además, señala, “la teoría de la gravedad está empapada de un sentimiento curiosamente hebreo, un sentimiento que mezcla dependencia y certeza, una sensación de esforzada unidad, como si todo colgara de un mismo hilo”. Esa sensación de fragilidad del universo, “la sensación de encontrarnos en la ahuecada palma de una mano, es lo que esta Tierra redonda y giratoria nos transmite de un modo incomparable y emocionante. La Tierra plana del señor Wardlaw Scott sería el terreno perfecto para un ateo cómodo”, concluye.

El hombre que ha dejado de creer en Dios termina creyendo en cualquier cosa, pareciera decir ya entonces Chesterton. Entonces, para él no se trata tanto de lo absurdo de la creencia, sea cual sea, sino de ese cerril desencantamiento, esa pérdida por parte del hombre moderno de la capacidad para percibir la existencia como algo raro y milagroso. Esa capacidad que, lo dijimos antes, en Chesterton era innata, y que terminaría por depositarlo en los brazos de la Iglesia Católica dos décadas más tarde////PACO

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