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Por Lorena Tapia Garzón

La primera vez que los escuché fue en las calles de San Telmo. Vivía en un monoambiente pequeño pero con una hermosa vista al río, desde el décimo piso. Y hasta ahí llegaba el retumbar de los tambores, como extrañamente llegaba el sonido del correr del agua de la fuente del edificio de enfrente, burlando los bocinazos y el putear constante de la loca Paseo Colón. Y en ese, mi cubículo, habitaban con su ritmo, casi como un susurro. Lejanos. Intrusos. Asfixiados.

Un domingo salí a rumbear y los encontré de frente: uno, dos, cinco, veinte, cincuenta tambores que caminaban hacia mí. Contundentes. Espasmódicos. Por momentos cadenciosos, por otros, furiosos. No me asusté. Me puse a bailar, así como estaba, de jeans y pulóver, parada con mis zapatillas de lona en los adoquines que ahora dicen que Macri los sacó para un andar turístico más cómodo, para un andar más magro y menos negro y plebeyo que ese San Telmo que a pesar de sus esfuerzos (los de Macri) todavía avanza, como ese ejército de tambores que en ese momento me avanzaba y me hacía bailar en adoquines desdentados. Yo estaba siendo bailada. Qué raro. Siempre yo tan precavida de no llamar mucho la atención. Y bailé sin entender. Y bailé con la vibración de esos tambores en los adoquines que subía por mis piernas, me envolvía la pelvis, me rasguñaba el pecho y me bailaba por completo, en la calle, frente a ellos, plebeyos sin dientes como los adoquines, y frente a todos los demás: los artesanos de la plaza, los mozos de los bares notables, los gringos con sus cámaras de fotos, los vendedores de antigüedades. Y pasaron. Y pasé con ellos. Y me pasaron por completo. Y me llevaron.

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¿Qué era aquello? ¿Quiénes eran esas personas con esos tambores que se apropiaron así de mí? ¿Quién les dio permiso para llevarse mis caderas? Yo no quise que eso pasara, seguramente fue un desliz. Busqué dónde quejarme y terminé en un taller de danza candombe dirigido por Mara Padilla, una negra que cuando baila tiene las caderas más grandes que vi jamás. Cuando quise reclamarle me di cuenta que ni siquiera me miraba. Tuve que hacer crecer mis caderas para que me prestara atención. Las moví y las moví con bronca, casi gritando para que me escuchara. Cuando me dí cuenta estaba en una comparsa de candombe, cadereando a la par de ella, sin parar. Ella me enseñó a ser bailada. Y como los tambores, las caderas se apropiaron de mí.

Desde hace cuatro años las muy guachas me habitan cada domingo en el parque Chacabuco, donde ensayamos con la comparsa La Revuelta. Cada domingo me mueven y me bailan por completo. Me bailan y se apropian de esos tambores, y me miran y me llaman y me sonríen y me mueven y me hacen transpirar y gemir. Desde entonces me han hecho recorrer calles de tierra, adoquinadas y asfaltadas, me han llevado a protestas, marchas, corsos, llamadas y encuentros con otras caderas y otros tambores. Esas caderas me hicieron recorrer otras plazas, otros barrios y provincias. Me llevaron cada 24 de marzo hacia la Plaza de Mayo. Con esas caderas que se agrandan al sonar de los tambores convivo desde entonces. Y gozo. Y escribo. Y maldigo. Disfruto. Me canso. Beso. Discuto. Amo. Viajo. Deambulo. Y puteo. Laburo. Me despabilo. Respiro. Sueño y me levanto. Sufro. Me mudo. Digo hola y me banco los chaus. Lloro. Me conmuevo. Y me dejo habitar.////PACO

Fotos de Sebastián Miquel