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Natalia Rozenblum también estuvo de paseo por el Sudeste Asiático. Nueve días de ese viaje fueron en Hoi An, Vietman, donde le tocó conocer el hospital desde adentro. Escribió unas diez hojas de notas en su celular al respecto. Entonces llegó un hombre moribundo.

I
Estamos por entrar al hospital de Hoi An.
Un auto estaciona casi sobre la puerta. Bajan a un hombre que cuelga peso muerto sobre unos brazos.
Pasamos por al lado. Lo meten en una sala. A nosotros en la otra. Nos divide un vidrio grande.
Dos tercios del vidrio están tapados por una estantería de la que sólo veo la espalda. Evidentemente donde él está hay equipamiento.
Nos sentamos a esperar.
Agarro el teléfono y mientras escucho cómo le presionan el pecho, sigo escribiendo una novela que empecé el día anterior en el mismo lugar y bajo las mismas condiciones.

II
Como cinco duchas al unísono no suenan igual que cuatro, Estela entró en la mía para ver qué pasaba. Corrió la cortina y me desnudó. Me dijo que fuera a una de enfrente, me negué sin dejar de mirarle las tetas caídas, cansadas, con los pezones enormes, aprovechando para olvidarme unos minutos de mi propio cuerpo.  La lucha contra mis supersticiones era una causa perdida, así que puse a un lado los bolsos, los champuses, los jabones, y me senté envuelta en mi toalla en el banco descascarado por la humedad, de cara a ellas.

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III
Miro cómo intentan reanimarlo al menos cinco médicos. Suena el ruido de las manos hundiéndose y los celulares de las personas que van llegando.
Algunas entran a verlo.
Un hombre le acaricia la frente, otro espera con el casco de la moto puesto.
Entran dos mujeres, una también con casco, la otra en pijama.
Es color verde sanatorio, como las sábanas de las camillas.
Sé que son parientes.
Vuelvo a la pantalla y a teclear.
Cuento la anécdota de Silvita. Su sueño erótico con Raúl, el portero del club.
Y cómo Beta la interrumpe.

IV
Beta siempre la interrumpe, por eso paso al capítulo «Capítulo aparte sobre Beta».
Pongo el título, lo subrayo, y muevo mis ojos entre el pasillo que tengo enfrente y la sala de al lado.
Una enfermera carga algo en la jeringa.
Alguien tose.
Acá las personas tosen mucho y casi siempre usan barbijo. Nosotros no.
Empiezan los llantos.
Armo una nota nueva y escribo todo lo que pasa a mi alrededor. O sea todo esto.

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V
El lugar está lleno de gente.
La enfermera carga la décima jeringa.
Sigo escuchando la presión de las manos.
Me digo que ya pasó mucho tiempo, unos quince minutos. Veinte tal vez.
Que le van a romper los huesos.
Que Ana Inés, la narradora de mi historia, nunca pudo en el fondo perdonar a Beta.
Que aun ahora después de los setenta, siente el dolor adentro.
Que ella también está por quebrarse.

VI
Fuimos a los bancos delanteros, donde dejamos nuestra ropa colgada, también en fila: primero el pantalón de lino, la camisola blanca con bordados hindúes pero comprada en el once con un escote que parecía un falo hasta el esternón (o la falta de uno) y los anteojos de sol trabando todo, de Alicia, al lado el pantalón y la camperita de jogging azul marino de Silvita, lo cual me pareció muy poco pertinente para el evento que teníamos después, al lado el jean, la remera blanca y el blazer rosa de Beta, con el enorme corpiño encima, cuarta la blusa y la pollera de Estela, el mismo conjunto que había usado toda esa semana, y última, justo antes de pasar a la baranda del otro banco, la mía.

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VII
El líquido sale por la punta de la aguja.
Escucho los llantos.
Pienso que yo estaría rodando por el piso.
Me doblo las mangas de mi camisa en la acción más irrelevante del momento.
Alterno un texto con otro texto y con mis recuerdos.
La de verde se tapa la cara, pero igual veo su desgarro. Quiero abrazarla, decirle que espere, que todos estamos pidiendo por él.
Que mis Boteras son muy creyentes y van a hacer una cadena de oración.
Sí, lo van a hacer porque así lo voy a dictar yo. A mis dedos. A sus vidas.
Que interrumpan la escena del vestuario para rezar.

VIII
La chica se pone en cuclillas y se agarra al banco de madera.
Cuando levanta la cabeza lo entiendo: es la hija.
Su papá está muerto.
Giro y veo al hombre igual que cuando entró.
Otros hombres le lloran encima.
Todos gritan.
Conozco los gritos.

IX
La enfermera sigue apretando la bolsa de plástico para pasarle aire.