I
¿Existe una red social para mascotas muertas? ¿Qué retratos de ausencia y dolor ofrecería? Cualquier chico sabe que la muerte de una mascota es la matinée de las muertes humanas (y cualquier adulto sabe que entre la matinée y la verdadera fiesta la distancia es severa). El domingo, por ejemplo, durante la matinée de la fiesta de la democracia, uno de mis gatos (una gata, en realidad) se murió. No fue exactamente una foto para Instagram. Pero mientras la gata agonizaba en la camilla del veterinario –una profesión que, cuando no se ejerce de manera productiva en el campo, consiste en inyectar distintas dosis de veneno para terminar el sufrimiento de animales domésticos–, le saqué una foto. Hasta hoy, debo haber asistido a la eutanasia –como dicen los veterinarios, que inventaron un verbo: eutanizar– de poco más de media docena de gatos. Son casi siempre muertes autosuficientes, e incluso en el ámbito de la verdadera naturaleza tienen cierta nobleza. Cuando un gato se sabe desahuciado, se separa como puede de los suyos y después de todo el resto, se esconde en algún rincón tranquilo del mundo y se acuesta a esperar. No deja de ser mayestático en comparación a los perros al costado de las rutas. Vuelvo a los gatos: después de asesinarlos humanamente, los veterinarios ensayan alguna condolencia y, con delicadeza –y a veces en la misma frase–, exigen el pago por su trabajo.

Está YouTube, con sus necrópolis animadas, algo que los mexicanos y los publicistas de ISIS saben bien. Después está Twitter, donde la muerte puede ser democrática y risueña, o lúgubre y estalinista.

Condolencias, es decir, participación en el pesar ajeno. Y ese pesar tiene que ser –porque el pesar pertenece a la dimensión del lenguaje, y el lenguaje es nada más que humano– el pesar del dueño de la mascota (aunque en lo que respecta a los gatos, más allá de las especulaciones atendibles de la filosofía, ninguno me dio nunca la impresión de no tener una clara conciencia de lo que le estaba pasando; la conciencia de que estaban siendo, digamos, cariñosamente recostados sobre una camilla de la que no iban a levantarse más; y como escribe Coetzee sobre los perros que sacrifican en Desgracia, los gatos tampoco “miran nunca directamente la aguja porque de algún modo saben que va a causarles un perjuicio terrible”). El pésame del veterinario, esa expresión con que se hace saber a alguien el sentimiento que se tiene de su pena, desde ya, no significa nada. ¿Pero hay una red social para mascotas muertas? ¿Cómo serían los textos que acompañarían las fotos? Imagino largas parrafadas de pésames y condolencias. Parrafadas genuinas y llenas de ripios, tan mal escritas como las que aparecen de vez en cuando en Facebook y acumulan cientos de Me Gusta (aunque en Facebook esos estados casi pueden intercambiarse entre los que ensayan pésames para perros o parientes). Las redes, en tal caso, no son ajenas a la muerte, y a su manera, como hacen con el resto del arco de la experiencia humana, las redes también abrazan, acarician y usufructúan la muerte. Facebook suele tener galerías enteras de animales masacrados –perros, el animal bobo por excelencia, el más facebookero– en grupos pensados para que los humanos más tullidos sentimentalmente los adopten. Y quienes quieran ver muerte humana, si se aburren de la parsimonia de Google, tienen YouTube, con sus propias necrópolis animadas, algo que los (narcos) mexicanos y los publicistas de ISIS saben bien. Después está Twitter, donde la muerte puede ser democrática y risueña, o lúgubre y estalinista.

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II
Los duelos, cuando emergen sobre la sombra de personajes y autoridades públicas, nunca dejan de ser escenarios para el oportunismo. En muchos casos, la palabra más precisa para esa zona ambigua donde el dolor (ajeno), el regodeo del dolor (ajeno) y el goce particular del dolor (ajeno) se parasitan mutuamente es infatuación (del latín fatŭus: lleno de presunción o vanidad ridícula).

«La pena es enemiga de la metáfora y la alusión, y la piedad no se entrega naturalmente a la retórica».

En la Atenas del siglo V antes de Cristo, Sófocles –que no tenía Twitter– percibió que el asunto podía ser útil en el delicado plano de la desobediencia civil y religiosa, y en la Gran Bretaña del siglo XVIII el doctor Samuel Johnson –que apenas tiene una fan page– no dejó de leer con mucho cuidado (y redactar con malevolencia) la incandescencia de las condolencias. La experiencia de Johnson en particular es interesante porque la cercanía de los eventos cortesanos que retrataba nunca le impidió entender que, puestas en la misma balanza de los intercambios más cotidianos e hipócritas, las condolencias se transformaban (a su propio pesar, incluso) en formas de fatuidad groseras. En 1738, por ejemplo, después de la muerte de la primera esposa del rey Jorge II, Carolina de Brandeburgo-Ansbach, Johnson, que como lector de Shakespeare probablemente valoraba la idea del silencio, escribió en la Gentleman´s Magazine de Londres: “Para elevar y cultivar esa opinión de nuestra sinceridad, deberíamos evitar cuidadosamente cualquier afectación de lenguaje o de expresión, no deberíamos explayarnos en exuberancias de dicción, ni perfeccionar mucho nuestras frases ni pulir nuestra puntuación; la pena es enemiga de la metáfora y la alusión, y la piedad no se entrega naturalmente a la retórica. Ningún hombre, por fuera de una novela, ha sido jamás consolado por oír hablar de las inolvidables virtudes de un amigo muerto, ni muy afectado por la ternura de un conocido que expresa su temor de hacer que sangren de nuevo esas heridas, que sería su interés y su tarea sanar. Si tales consuelos ofrecen algún remedio al dolor, debe ser por convertirlo en ira”. En Buenos Aires, en el siglo XX, Julio Cortázar le dedicó un cuento al tema: “Conducta en los velorios” (“y somos cinco hombres que lloran de verdad en el velorio, mientras los deudos juntan desesperadamente el aliento para igualarnos, sintiendo que cueste lo que cueste deben demostrar que el velorio es el de ellos, que solamente ellos tienen derecho a llorar así en esa casa”).

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Abandonada a sus propias palabras, la muerte en sí no tiene mucho que decir, ni se le suele permitir tampoco que se pronuncie más allá de lo que se espera que diga, y es probablemente por eso que la muerte no suele representarse con una boca ni con una lengua. Mortalidad, el libro con los artículos que Christopher Hitchens escribió mientras se moría de cáncer (“el filósofo Christopher Hitchens”, escribe la periodista Florencia Guerrero en un artículo prescindible cuya conclusión es que la tecnología cambió “hasta la forma de lidiar o convivir con la muerte y sus rituales”, y aunque los errores son tan llanos, en conjunto, en realidad, terminan volviéndose verdaderos), es claro respecto a las posibilidades de contar la muerte propia. “A veces, en Villa Tumor se siente que se puede morir a fuerza de consejos”, escribe Hitchens. Pero sobre todo, casi al pasar, escribe también: “Ahora, si quiero participar en una conversación, tengo que atraer la atención de alguna otra manera, y vivir con el hecho horrible de que la gente escucha compasivamente”. Mortalidad es un buen libro no porque disemine la compulsión al morbo y al exhibicionismo, sino porque desnuda las inconvenientes fronteras de la apropiación de la propia muerte. Hitchens, así, tiene que justificarse una y otra vez, primero, como ateo ante los creyentes, después como enfermo ante los sanos y, al final, como alguien que no se conforma con despertar una simple y benevolente compasión. Luchando por no ser atrapada por las expectativas y las necesidades de los vivos, la voz del muriente corre en el peor de los casos el riesgo de quedar reducida a la ingenuidad y la queja, y esa no es más que la voz lisa de la víctima –una voz hoy muy redituable y conveniente en muchas otras instancias–, atrapada en la incapacidad paradójica de no alcanzar a representar su propia agonía. Con una perspectiva femenina, Un final feliz, de la fotógrafa Gabriela Liffschitz, plantea (y resiste a) cuestiones parecidas. No faltan, por otro lado, escritores que acepten que cualquier escritura es una escritura contra la muerte. Lo que en tal caso la literatura –en manos de sanos o enfermos– podría venir a intentar subsanar es lo que Don DeLillo describe como el objetivo principal de las ciudades: eliminar el tiempo de la Naturaleza. “Hay una cuenta regresiva sin final, y cuando se sacan todas las superficies posibles lo que queda es el terror. Esa es la cosa que la literatura pretendía curar. El poema épico, el cuento antes de dormir”.

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III
En la tradición medieval de las danzas de la muerte, Twitter puede ser –sin un “ápice de novedad”, dirían los periodistas– impiadoso y divertido ante el dolor de los demás. No es necesario más que recorrer los timelines. Tal como se representaron colectivamente en Twitter, muertes como las de Romina Yankelevich o Ricardo Fort, por ejemplo, muestran bastante bien el volumen destructivo que puede adquirir la risa burlona del pueblo llano cuando purga su miedo ante el poder igualitarista de la muerte. Esa energía tanática es antigua y, por eso mismo, no deja de funcionar como un modo de silencio, una forma sana y primitiva de evasión. La pregunta, en todo caso, no es por qué resulta tan pulsional el lenguaje de la destrucción, sino si se trata realmente del lenguaje de la destrucción. ¿Por qué es tan difícil ser serio –y no es que estos muertos no tengan parientes leyendo por ahí–, y tan fácil ser demasiado serio? Como dice Boris Groys, cada vez que nos dirigimos a internet, internet nos responde y podemos escuchar nuestra propia voz en esa respuesta. Cuando los famosos despiden a alguien en Twitter, el halo de clausura de la fórmula misma, la banalidad intrínseca del cliché alrededor de las condolencias, exoneran de hecho la posibilidad de algún diálogo profundo ante la realidad de la muerte (y hay bibliotecas enteras dedicadas al asunto, pero ¿qué se le puede decir a la muerte?). Cualquiera que haya pronunciado en un velatorio la frase mi más sentido pésame sabe que en su propio vacío está el verdadero poder que la hace eficiente –y cuando mejor funciona el poder es cuando no distingue entre amigos y enemigos, ni entre vivos y muertos–, y esa es una experiencia todavía más precisa cuando uno está en el lugar de los deudos y la escucha en boca de conocidos y desconocidos. En un texto que publicó unas semanas antes de morir, María Vázquez (@kireinatatemono) decía que Twitter servía para exagerar y discutir pero también para contar qué le pasaba. Y la fórmula que eligió para contar en Twitter lo que le pasaba fue un Show del Cáncer en Tuiter. “Me asombra lo mucho que me dicen que soy valiente y fuerte. Me parece que lo que hago es la única opción posible. ¿Qué más se puede hacer? ¿Hundirse en la lástima por sí misma? Mejor hagamos el Show del Cáncer en Tuiter”.

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El “Show del Cáncer en Tuiter”, está claro, no reclamaba ninguna intimidad, ¿pero la muerte no la reclama para sí de manera inevitable?

Pero un show del cáncer –y el devenir de la cuenta en Twitter del crítico de cine Roger Ebert puede ser ilustrativa– no es un show de la muerte. Esta es una diferencia importante primero porque el show presupone exhibición –“la totalidad del espacio social se transformó en espacio de exhibición”, dice también Groys– y segundo porque, a partir de ahí, además, el único tipo de relación que uno puede establecer con internet es una relación narcisista (en este caso, una relación narcisista y terapéutica). El “Show del Cáncer en Tuiter”, está claro, no reclamaba ninguna intimidad, ¿pero la muerte no la reclama para sí de manera inevitable? Hay un debate largo y monocorde sobre la relación entre la tecnología y la exhibición, pero no sobre la tecnología y las formas en que se reescribe la intimidad, incluida la intimidad de la muerte. Y alrededor de este punto es probable que se trate nada más que de una cuestión generacional: es comprensible que personas con cierta edad y con cierto cúmulo de hábitos y competencias digitales –Boris Groys, sin ir más lejos, es al mismo tiempo un ensayista brillante y un usuario nulo en Twitter– crean que en internet todo es exhibición, de la misma manera que personas de otras edades, con cierto cúmulo de hábitos y competencias digitales distintos, saben muy bien que, lejos de haber desaparecido, la intimidad adquirió una nueva gramática. Tal como se diseñan los sentidos, los intercambios y las relaciones en la web, fetichizadas o no, mercantilizadas o no, parece haber una intimidad más significativa en los Fav y los DM que se intercambian a deshoras en Twitter, en los corazoncitos circulantes de Instagram, en el tráfico del Me gusta y los Mensajes de Facebook y en los chats y correos de Gmail, que en todo lo que simplemente se exhibe a la mirada en esas mismas redes.

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IV
En el caso de la muerte, el borde que separa la exhibición y la intimidad no es transparente sino suficientemente opaco: todavía nadie exhibe su muerte. En cambio, el exhibicionismo después de la muerte, como percibía hace cuatro siglos Samuel Johnson, todavía se traslada a las condolencias, y puede incluso transformarse en ese caudillismo triste y miserable en el que los arreadores con buena voluntad se apropian para sí del valor de los pésames “verdaderos” y “denuncian” los pésames “falsos”.

El borde que separa la exhibición y la intimidad no es transparente sino suficientemente opaco: todavía nadie exhibe su muerte. En cambio, el exhibicionismo después de la muerte, como percibía hace cuatro siglos Samuel Johnson, todavía se traslada a las condolencias.

Más siniestro –en una red particularmente sensibilizada por lo que cree que significa el cinismo– es que una y otra cosa se hagan sin el menor pudor. No es ese otro que el tempo del narcisismo capaz de transformar pronto la experiencia mortuoria en internet en –para citar por última vez a Groys– “un gran tacho de basura, donde todo lo que se mete tiende a desaparecer”. Ese tacho de basura, además, puede resultar demasiado hermético y gris, demasiado fóbico y totalitario, una condena a la infatuación sin espacio para disidentes. Porque, ¿qué hubiera pasado si, por ejemplo, la muerte de María Vázquez hubiera suscitado en Twitter el mismo tipo de interacciones que las muertes de Romina Yankelevich o Ricardo Fort suscitaron en Twitter? ¿Cuáles son las varas que miden la dignidad y el respeto ante la muerte? ¿Qué delimita el ritmo de la danza de la muerte, y quién vuelve pertinente o impertinente determinadas formas de representar públicamente contrición y dolor? Pero la pregunta más interesante es otra: ¿qué pasa con el silencio? Entre las muchas ironías que Samuel Johnson dedicaba a los monarcas, tenía una con la que explicaba que el presente no les dejaba tiempo para preguntarse por la posteridad. Lo cierto es que solamente una generación bisagra entre las costumbres de la vida analógica y las costumbres de la vida digital parece tener la necesidad de preguntarse por la naturaleza de los hábitos en el horizonte cercano. ¿Cómo van a transmitir su agonía, por ejemplo, los YouTubers?

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¿Qué varas miden la dignidad y el respeto ante la muerte? ¿Quién delimita el ritmo de la danza de la muerte? ¿Quién vuelve pertinente o impertinente las representaciones públicas de contrición y dolor?

La muerte analógica en un hospital, la muerte, incluso, en secreto, el sentido y la construcción de esa intimidad, representan sin dudas un resabio de la vida del siglo xx destinado a desaparecer. Lo que reaparece, en cambio, es la cuestión de la trascendencia. La idea de una pseudoinmortalidad, en la que los perfiles virtuales de los muertos se mantienen alertas como zombis hechos de bytes –¿pero alertas a qué, y animados por qué motivos?–, un cuadro que también puede pensarse –tomo prestadas algunas ideas de Mariano Canal– como un ejemplo más de un movimiento más general de internet: el borramiento de la distinción entre pasado y presente, la creación de un presente perpetuo, una anulación del tiempo que eterniza también la instancia velatoria. Internet como la posibilidad (ingenua o desesperada) de la anulación o de la suspensión de la historia. La pregunta, por supuesto, remite a ciertas cosas que tienen que ocurrir antes de que podamos decidir hasta qué punto son positivas. Por su parte, María Vázquez también contó en ese mismo artículo que estaba escribiendo un libro “para que mi hijo me pueda conocer si las cosas salen mal”. ¿Cuál es el contenido de ese libro? Ajeno al exhibicionismo del “Show del Cáncer en Tuiter”, y más allá del tiempo y el espacio del inevitable Show de las Condolencias, uno presume –con necesario pudor– que el contenido de ese libro encierra un deseo de persistencia más genuino y personal, un resguardo más inteligente y conservador, incluso, que lo que promete cualquier red social. Y eso que es indudablemente íntimo y protegido de las fuerzas del exhibicionismo, y de aquellos que por torpeza u omisión no dudan en fracturar el riguroso silencio del final, comunica algo. Algo que apela a las virtudes de la humildad y la modestia de los demás (si no del mero buen gusto) para seguir siendo íntimo. El epílogo de Mortalidad está escrito por Carol Blue, la viuda de Hitchens: “En cualquier momento examino nuestra biblioteca o sus notas y lo redescubro y lo recupero. Cuando lo hago, lo oigo, y él tiene la última palabra. Una y otra vez, Christopher tiene la última palabra”/////PACO