Cuando terminó la Primera Guerra Mundial, el filósofo alemán Walter Benjamin escribió que los combatientes llegaban mudos del campo de batalla, despojados de cualquier experiencia que pudiera ser trasmitida. Amplificada por los estruendos mecánicos y morales del primer gran trauma bélico del siglo XX, esa no fue la única entre las grandes frases auspiciando más ocasos en la niebla de la guerra. Después de la caída del Eje en 1945, por ejemplo, Theodor Adorno, otro filósofo alemán, aseguró que ya no habría más poesía después de Auschwitz, frase a la que varios años más tarde el filósofo Slavoj Žižek le reemplazó “poesía” por “prosa” y que casi por la misma época el francés Michel Houellebecq reformuló en sus propios —y nunca ingenuos— términos: “Ya no podrá escribirse ciencia ficción después de Hiroshima”. A poco de cumplirse un siglo de la Gran Guerra, sin embargo, historias, novelas e incluso series de televisión siguen retratando aquella experiencia que se creía imposible de retratar y trasmitiendo lo que se creía intransmisible.

Si la Segunda Guerra Mundial marcó el devenir del último tramo del siglo XX y todavía sirve como coordenada para entender el escenario clave de los conflictos políticos y culturales latentes en la Europa más contemporánea, la Primera Guerra parece haberse ubicado en la dimensión estrictamente histórica; la dimensión en la que el peso de lo traumático ha terminado de transformarse en la posibilidad retrospectiva de la reflexión. Hecha de tonos sepias y el perfume de las épocas y los espacios que se acaban —la Europa decimonónica y señorial, irreparablemente conflictuada con su imagen en el espejo de los tiempos modernos, como retrata la serie británica Downton Abbey—, la imaginación proyectada a partir de los eventos de 1914 fue también el ancla literaria en la que nombres como Ernest Hemingway —norteamericano al servicio de las tropas italianas—, Louis-Ferdinand Céline —miembro de la caballería francesa—, Ernst Jünger —que combatió en las trincheras alemanas—, Stefan Zweig —declarado inepto para combatir por el ejército austríaco—, William March —marine norteamericano— y Wilfred Owen —poeta en las trincheras inglesas—, entre tantos otros escritores y poetas marcados por el fuego, dejaron un testimonio alrededor y más allá de los hechos, como siguen demostrando en la actualidad autores como el francés Pierre Lemaitre, ganador del Premio Goncourt 2013 con su novela Nos vemos allá arriba.

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En las voces que retratan la Gran Guerra están el previsible horror y la violencia —y parte de ese horror se dibuja en la inédita “tecnificación del desastre”—, pero también están las preguntas eternas sobre lo humano y sus límites. Las trincheras, de una manera nunca tan evidente, borraron las diferencias de clase y jerarquía bajo los ideales patrióticos al mismo tiempo que los hombres se hermanaron en lo que también fue una guerra contra las máquinas. Pero hay otra pregunta que merodea a estos observadores: la pregunta acerca del misterioso plus que, a pesar del peligro y las banderas, los mantenía atados a la voluntad y a la cordura. “Catedráticos y sopladores de vidrio que se dirigían juntos a los puestos de escucha; vagabundos, electrotécnicos y bachilleres reunidos en una patrulla; peluqueros y labriegos agazapados todos juntos en las galerías subterráneas; soldados que transportan material, que excavan trincheras y que reparten comida; oficiales y suboficiales cuchicheando en oscuros rincones de la trinchera: todos ellos formaban una gran familia que no se entendía mejor ni peor que todas las demás familias”, escribe Jünger en El teniente Sturm (1923), una novela que tematiza la posibilidad misma de dar un testimonio. En una nueva formulación del viejo debate sobre las armas y las letras, el teniente Sturm también pregunta: ¿es “el último soldado francés de poblada barba que dispara y recarga en la batalla de Marne más relevante para el mundo que todos los libros que puedan apilar los literatos”? Sin embargo, ¿es este dilema entre la acción y la reflexión un asunto de conciencia individual o es una de las formas perturbadoras en las que el Estado humilla a sus ciudadanos?

En la figura cínica del desertor —no lejos de la del cobarde— o el herido que ya no volverá al combate, la cuestión se resuelve por el lado individualista: a veces no son las razones del Estado las que deben oírse para sobrevivir. En palabras del propio Céline, cuya experiencia con las voluntades colectivas siempre fue estéticamente productiva y conflictiva: “Cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón”. En su Viaje al fin de la noche (1932), la mirada de Ferdinand Baradamu representa lucidez y vitalismo en oposición a órdenes y sometimientos. “Para el pobre existen en este mundo dos grandes formas de morirse: por la indiferencia absoluta de sus semejantes en tiempos de paz o por la pasión homicida de los mismos, llegada la guerra”. Es a través de la conciencia —de clase pero, en mayor medida, del deseo— y del trabajo que implica asumir los riesgos —físicos y psíquicos— de la libertad individual como Céline destila su experiencia de la guerra. ¿Pero qué pasa con quienes, en cambio, eligen abrazar el compromiso y medir su destino ante la muerte?

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En Adiós a las armas (1929), de Hemingway, terminan en el hospital. “Delante del puesto de socorro la gran mayoría de nosotros estábamos tendidos, en el suelo, en la oscuridad. Llevaban dentro a los heridos y los sacaban. Desde donde estaba podía ver la luz que salía del puesto de socorro cuando se abría la cortina y metían o sacaban a alguien. Los muertos los ponían aparte. Los médicos trabajaban con las mangas arremangadas hasta los hombros y estaban rojos como carniceros”, describe Frederick Henry antes de enamorarse de la enfermera que lo va a ayudar a recuperarse. Pero las armas y su peso, la verdad inevitable de su efecto, las fuerzas anímicas que desatan a su alrededor, muestra Hemingway, a veces no pueden disiparse nada más que con voluntades amorosas y escapismos sentimentales. La poesía del inglés Wilfred Owen, en ese sentido, conoce bien el poderoso contraste entre la destrucción y la supervivencia: “¡Oh Vida, Vida!, déjame respirar: una rata / desenterrada. Nuestra experiencia no vale / más que la de las ratas. Husmeando por la noche / una ruta segura encuentran una casa / que es a prueba de bombas antes de malograrse”, escribió el hombre que, una semana antes del final de la Primera Guerra Mundial, murió en territorio francés.

Cien años más tarde, escrita de un lado u otro del Atlántico, la literatura incubada en las trincheras de la Gran Guerra no solo demuestra que los eventos más traumáticos —y sus múltiples puntos ciegos— también están dispuestos a esperar el tiempo que sea necesario para sumarse a esa compleja cadena de eventos ordenados por la conciencia que llamamos experiencia, sino que llama a evitar las ingenuidades del sentimentalismo pacifista con el mismo cuidado con el que enciende la voz de la inteligencia. Esa es la voz capaz de atravesar el tumulto de los gritos que, en tiempos de conflicto, exigen nada más que obediencia. Tal vez es por eso también que, capaz de llevar el drama del combate más allá del barro obvio de la lucha, Pierre Lemaitre acierta al describir el asunto central de la Primera Guerra como un estruendo, una irrupción que afecta la percepción de lo real hasta volverla irracional. “Como si de pronto todo hubiera enmudecido, como si Dios hubiera pitado el final del partido. Por supuesto, si prestara un poco de atención, se daría cuenta de que nada se ha detenido, de que, sencillamente, los sonidos le llegan filtrados, amortiguados por el volumen de la tierra que lo cubre y lo aprisiona, casi inaudibles”.

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Quienes conocen la guerra y abrazan por principio u obligación su lógica nunca dejan de insistir en la importancia del miedo como verdadero motor del coraje. Si para los soldados el miedo a perder su propia vida define la supremacía del instinto homicida sobre todo lo demás, para varios de los intelectuales de principios del siglo XX el enfrentamiento “vital” se dio en un plano donde la reflexión individual se enfrentaba a la sensualidad de la masa. En El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1942), Stefan Zweig retrata bien ese instante: “En aquellas primeras semanas de 1914 se hacía cada vez más difícil mantener una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Solo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio —y yo lo he conocido hasta la saciedad— es tan malo como vivir solo en la patria”.

Muchas figuras culturales del siglo XX se encontraron en una u otra trinchera de la Primera Guerra Mundial. Entre las más importantes se destacan escritores como Ernest Hemingway, Louis-Ferdinand Céline, Stefan Zweig y Ernst Jünger, pero también el galés Thomas Edward Lawrence, famoso en todo el mundo como “Lawrence de Arabia”, autor de Los siete pilares de la sabiduría (1926), el checo Jaroslav Hašek, autor de la sátira El buen soldado Švejk (1921) y los británicos Robert Graves —novelista, traductor y todavía leído por su famoso trabajo sobre los mitos griegos— y J. R. R. Tolkien. Muchos escribieron sobre la experiencia bélica de manera realista o ensayística, pero también en un registro fantástico que no deja de lado la lírica de la imaginación bélica, tal como trasluce Tolkien en El señor de los anillos.

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Escritores como el británico Ford Madox Ford supieron percibir la inminencia de la guerra en novelas situadas poco antes como El buen soldado, publicada en 1915, o en clásicos posteriores como Sin novedad en el frente (1929) del alemán Erich Maria Remarque, que llegó al cine en varias oportunidades. Otra novela más reconocida como película de la mano de Stanley Kubrick es Senderos de gloria (1957) —o La patrulla infernal, en el extraño universo de las traducciones de las distribuidoras— de Humphrey Cobb, autor que nació en Italia pero participó de la Primera Guerra como soldado canadiense durante la batalla de Amiens. La patrulla infernal sigue siendo todavía una de las mejores historias filmadas sobre los pantanosos conflictos morales y éticos entre el sentido del deber, la cobardía y el poder de la disciplina en la guerra. Y la escena final, en la que los soldados franceses que han visto fusilar a sus propios camaradas se conmueven ante la revelación de que su tarea es destruir también cosas hermosas, uno de los alegatos a favor de la paz más emocionantes registrados en celuloide.

Si la Primera Guerra Mundial fue el espejo negro de lo que sería el siglo XX para toda Europa, en algunos casos, sin embargo, la fuerza de las palabras se constituyó antes que los hechos a los que darían forma. Entre esos, el más importante probablemente sea el caso de Adolfo Hitler. Como soldado entre 1914 y 1918, su experiencia en combate con el 16º Regimiento Bávaro de Infantería de Reserva marcó no solo una buena parte del carácter del futuro Canciller alemán sino también su propio cuerpo, como cuando quedó ciego durante varias semanas después de un ataque con gas mostaza en  Lys en 1918. El rol de Hitler como soldado sigue siendo motivo de estudios y especulaciones varias, sin embargo en Mi lucha (1925) pueden leerse pasajes donde la posibilidad de la muerte lo mira “cara a cara”, como en este encuentro con los soldados escoceses al servicio de Gran Bretaña: “Recuerdo claramente el gran asombro que se reflejó en las fisonomías de mis camaradas, cuando en Flandes nos vimos por primera vez, cara a cara, con los tommies”.

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La Primera Guerra Mundial llegó vestida con la poderosa novedad de la escala y la calidad: la muerte y la violencia finalmente se habían encontrado con un abanico de beneficios científicos y tecnológicos que hasta las tropas más valientes de Roma y Esparta habrían envidiado. Tanques, granadas, ametralladoras, cañones y morteros, armas químicas, aviones, submarinos y tanques se desplegaron por primera vez a lo largo de todo el planeta, reinventando no solo las formas de matar sino también sus traumas y sus secuelas. Las armas de la modernidad y sus efectos, descubrían los soldados en las trincheras y los intelectuales en sus escritorios, no podían experimentarse ni pensarse como elementos menores de la cultura de toda una nueva era. “En ese choque ya no cuentan, como en tiempos de las armas blancas, las facultades del individuo sino las de los grandes organismos. La producción, el nivel técnico y químico, la instrucción pública y las redes ferroviarias: ésas son las fuerzas que, invisibles tras la humareda de la batalla con material moderno, se enfrentan una a otra”, escribió Ernst Jünger. En ese sentido, la Primera Guerra sirvió como sustrato originario para las innumerables lecturas culturales que, en adelante, situarían el conflicto político y social humano como un desplazamiento “alienador” de lo verdaderamente racional y sensible hacia lo crudamente utilitario y mecánico. “Desde la aparición de la máquina todo había sido nivelado y aplanado por velocísimas ruedas. La mecanización del hombre, fulminante como la peste, había transformado Europa en un desierto. Del mismo modo que se abatía o se exhibía entre rejas a los últimos animales que sobresalían por su tamaño o sus colores, así también se terminaba con todo lo que aún nacía de sangre caliente”, sigue describiendo Jünger con evidente pesimismo. Aunque, después del lamento, emerge el instante de verdad: “Y, sin embargo, él envidiaba a los hombres de su tiempo”/////PACO