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La fertilidad de la muerte

Todos sabemos que Jorge Baron Biza escribió una novela basada en la noche en la que su padre, Raúl Barón Biza –de familia oligárquica, bien posicionada, anarquista, escritor revolucionario y pornográfico– arrojó vitriolo sobre la cara de su madre, Clotilde Sabattini –hija del caudillo radical y gobernador de la provincia de Córdoba Amadeo Sabattini, funcionaria de Educación del presidente Arturo Frondizi y enemiga de Eva Perón–. Según palabras que dan comienzo a El desierto y su semilla, la novela se basaba en ese hecho y también en “los momentos que siguieron a la agresión”. Sin embargo, poco o más bien nada, se ha dicho sobre sus más de mil artículos periodísticos, ensayos y críticas de arte, publicados en suplementos culturales y secciones de arte y revistas de todo el país. Esta obra de periodismo cultural puede rastrearse desde los principales matutinos nacionales y provinciales, como La Nación, Clarín, Página 12 y La voz del Interior, hasta revistas más especializadas como Arte al Día, First y La Revista.

Sí, todos sabemos que Jorge Baron Biza forma parte de esos linajes malditos y trágicos en donde se vuelca la malaria que se lleva dentro en una única pieza escritural. Sabemos que Raúl Barón Biza se pegó un tiro en la sien la noche de agosto de 1964, que Clotilde Sabattini intentó retomar su vida política al regresar de Italia pero que la reconstrucción de su rostro sólo le trajo rechazo en la sociedad y terminó arrojándose al vacío desde la ventana de la misma habitación que la había condenado doce años antes. Quizás no se sepa que la hermana menor de Jorge Baron Biza –Cristina Barón Biza– también se mató diez años después del suicido de su madre con una sobredosis de pastillas. Y sabemos que Jorge se tiró desde el doceavo piso de su departamento ubicado en el centro de la ciudad de Córdoba en septiembre del 2001. Al fin y al cabo, fue el que más hizo por sobrevivir:

“Me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios, museos de Buenos Aires, Friburgo de Sarine, Rosario, Villa María, la Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Todavía me quedó tiempo para leer a Mann, traducir a Proust y trabajar treinta años como corrector, traductor, editing man de unos trescientos libros, redactor y periodista, en una amplia gama de revistas que incluyó desde revistas pornográficas y house-organs de sanatorios psiquiátricos, hasta la escritura de horóscopos fundados sobre versos de grandes poetas y la subdirección de una revista de alta sociedad, pasando, por supuesto, por importantes obras culturales y varios años como reseñador de arte.”

Teté Coustarot, Susana Giménez y Graciela Borges con Jorge Baron Biza en una entrevista periodística.

¿Hasta qué punto la muerte se extiende como un manto que vela lo que puede decirse del mundo? ¿Cómo alimenta y enrarece lo posible? Entre lo real y lo ficticio ¿cuántas veces cuenta la misma historia? Los ensayos, las reseñas, las críticas culturales, los retratos escritos por Baron Biza –nótese la ausencia del tilde de su nombre como un desafío que el mismo escritor eligió– respiran bocanadas de aire que oscilan entre lo autobiográfico, lo personal y el mundo exterior que insiste.

La figura de la muerte en la obra de Baron Biza no puede funcionar como una especie de punto final que encuentra su catarsis en El desierto y su semilla, no es ni el “espejo que refleja” ni el “reloj que adelanta”, más bien se trata de una brea a través de la cual se moldean distintos materiales orgánicos destructivos, es la materia prima pero también el proceso y la instrumentalización. Trece años antes de su suicidio, Baron Biza le dedica una crónica periodística a la muerte de Alberto Olmedo, un texto donde lo absurdo de la pérdida se desmorona frente a la búsqueda de belleza:

«Nada de eso importa ahora: ni las contradicciones ni las acusaciones. El manto áspero de la tragedia tiene también la virtud de empequeñecer todo lo que antes de ella parecía importante. Una vislumbre del abismo hace cambiar nuestros puntos de vista, nos devuelve a nuestra humana endeblez, a la tolerancia (…) La vida y la muerte están separadas por una débil pared, delgada como una hostia. “Pero nada perece –decía Oscar Wilde– todo avanza hasta llegar a la inmortalidad.»

Clotilde Sabattini y Raúl Barón Biza junto a sus tres hijos: Carlos, Jorge y Cristina.

La vida como simple esbozo de la muerte, el dolor y su experiencia fisiológica, personal y sensorial, se extienden en un continuum por los ensayos de Baron Biza. Es en la reseña Frida Kahlo. Más allá del dolor donde Baron Biza entreteje una puesta en valor del uso del dolor como mecanismo artístico y, a la vez, como puente insoslayable por el que la vida debe transcurrir para que la muerte llegue. Allí, en el análisis de los cuadros Diego en mi pensamiento, Autorretrato con monos y El abrazo del amor, la tierra, Diego, yo y el Señor Xólotl, Baron Biza rescata que no se trata de sus obras más dramáticas —»en las que la artista se zambulle en su propia sangre para rescatar sus orígenes mexicanos, sus penurias y sus pasiones, y plasmarlos en la misma tela»—; más bien es el silencio de los gestos en el rostro de la pintora lo que permite que el dolor del cuerpo resurja y se exprese en otros símbolos: «Es un ejemplo de los complejos caminos que recorren el arte y la vida para que un creador pueda plasmar su visión original». Para Baron Biza, Frida Kahlo es una artista en la que «biografía, dolor y arte forman parte de una unidad más allá de los libros de chismes y las películas». ¿Acaso no es esto mismo lo que el escritor buscó en El desierto y su semilla

Por supuesto que, en el vasto bagaje intelectual que exploraba, Baron Biza estaba al tanto de las discusiones estéticas y teóricas en torno al género autobiográfico. Durante la conferencia La autobiografía, dictada en mayo de 2001, apenas unos meses antes de su muerte,expuso los obstáculos que tuvo que enfrentar para que su novela no cayera en la lucha contra «el chisme y la autocomplacencia». La metáfora que elige para dar forma a la autobiografía es la del poeta inglés William Wordsworth: una lápida en la que se encuentran nuestro nombre, fecha de nacimiento y de muerte, junto a declaraciones de amor.

Un aspecto abierto –esa parte de la lápida que tiene la escritura, que da la cara al sol, que representa los aspectos luminosos de nuestra vida– [que] comunica con una parte enterrada que representa –o que es– la muerte. Esa pieza oculta también es todo aquello que no tiene forma, que permanece en nosotros de manera informe, y que por lo tanto no se puede expresar tan sencillamente, como ejemplo el sueño o el subconsciente.

Como invitado en el programa de televisión “Rony a la medianoche” con Rony Vargas y Rebeca Bortoletto.

De manera lacerante y paupérrima, quizá hablando más sobre sí mismo que de otra cosa, Alan Pauls dice en El hombre del subsuelo, palabras más, palabras menos, que Baron Biza se mató porque no tenía nada más que escribir. Que El desierto y su semilla lo empujó por la ventana porque abolió en él la posibilidad de seguir produciendo. Ante esta envidiosa y desacertada aproximación, me parece más rescatable lo que Christian Ferrer escribe en Barón Biza. El inmoralista: «cuando se desploman, ciertos alpinistas arrastran consigo a los compañeros de cuerda a quienes lideraban.» Son los escritos periodísticos, las reseñas y los ensayos de Baron Biza los que remiten no sólo a su capacidad de escribir más allá del dolor, sino a su sensibilidad ante el mundo. Textos atormentados en los que los análisis disputan lo novelesco y le permiten reinsertarse en el mundo literario argentino, más allá del chisme y de las anteojeras de la historia familiar, además de mostrar que el mundo, por más trágico que sea, también puede ser hermoso.////PACO