1. En los primeros días de junio de este año, simultáneamente a la autorización de Biden a Ucrania para utilizar armas proporcionadas por EE.UU en eventuales ataques dentro de Rusia, el USS Helena, un submarino de propulsión nuclear de la USN, arribó a la Bahía de Guantánamo. Fue una demostración de fuerza ante la presencia de buques de guerra rusos reunidos para ejercicios militares en aguas internacionales del Caribe. El Comando Sur informó que el USS Helena penetró en aguas cercanas a la base un día después de que un submarino ruso también de propulsión nuclear, un petrolero y un remolcador de rescate recalaron en la Bahía de La Habana, a casi mil kilómetros de distancia de la base.

A estos movimientos ajedrecísticos se agrega un informe que el 1º de julio el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) publicó en su portal. Citado a su vez por The Wall Street Journal, el informe alerta sobre centros de radares espías chinos desde Cuba hacia objetivos estadounidenses en Florida, como Cabo Cañaveral, las sedes del Comando Sur, la del Comando Central y múltiples bases submarinas. Según el CSIS existen cuatro localizaciones registradas por imágenes satelitales que «ofrecen una visión sin precedentes de cuatro sitios activos en Cuba capaces de realizar operaciones de vigilancia electrónica.» Estos sitios son Bejucal, Wajay, El Salao y Calabaza. Bejucal es un viejo conocido de los EE.UU. Situado entre las colinas que rodean La Habana, albergó los misiles R-12 que desataron la gran crisis de noviembre de 1962. Cuba y China, por supuesto, negaron las acusaciones.

Mucho antes del surgimiento de este mundo multipolar, la armada estadounidense se estableció en la Bahía de Guantánamo en 1898, a 920 kilómetros al sureste de La Habana, después de que EE.UU. obtuviera el control de Cuba como consecuencia de su victoria en la Guerra hispano-estadounidense. Este control duró hasta las elecciones de 1902. Contra las nuevas autoridades cubanas, EE.UU. inició una pinza política y militar. Para evitar otra guerra en su territorio, Tomás Estrada Palma, primer presidente de la República de Cuba, firmó con Theodore Roosevelt el Tratado cubano-estadounidense del 23 de febrero de 1903. Así dio inicio la fase del arrendamiento forzoso por el cual EE.UU. tiene presencia militar en territorio cubano.

Cercado por una alambrada electrificada de tres metros de altura, el complejo militar de Guantánamo tiene 117,6 kilómetros cuadrados, de los que sólo 49,4 son de tierra firme, con una línea costera de 17,5 kilómetros. El Departamento del Tesoro estadounidense envía al Tesorero General de la República de Cuba (un cargo que ya no existe) el cheque del arrendamiento. Desde 1960 Cuba se niega a cobrarlo. La insistencia estadounidense no se debe a la estolidez de los funcionarios del Tesoro a través del tiempo, sino más bien a la convicción de que para ciertas cuestiones el paso del tiempo es apenas un fenómeno ocasional. Décadas atrás Cuba cortó el abastecimiento de agua y electricidad de la base obligando a que esta se encargara de desalinizar el agua y generar su propia electricidad. Como es imposible contratar a trabajadores cubanos, los empleos civiles se subcontratan en agencias de Jamaica y Filipinas. Sumando civiles y militares, son entre 5.400 y 6.000 las personas que cumplen funciones en la base. Una franja de nadie existe entre la alambrada electrificada y el comienzo del territorio cubano. O de nadie en teoría, dado que Cuba afirma que esa franja fue minada por EE.UU.

Guantánamo es más grande que las bases navales de Baréin, en el golfo Pérsico, y de Rota, en el sur de España, a menos de 150 kilómetros del estrecho de Gibraltar. Dentro de la superficie de Guantánamo existe una pequeña porción de terreno en la que no se cumplen funciones militares estrictas. En esa porción funcionan los campos X-Ray, Delta y Echo, las cárceles abiertas para los detenidos en el marco de la guerra sucia global iniciada por EE.UU. tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Dos meses después de los atentados, George W. Bush emitió la Orden Ejecutiva sobre «Detención, Tratamiento y Juicio de Ciertos No-Ciudadanos en la Guerra contra el Terrorismo».

Los ciudadanos no-estadounidenses acusados de terrorismo serían juzgados por comisiones militares por fuera de «los principios del derecho y las reglas de la prueba generalmente reconocidas en los procedimientos penales ante cortes distritales en Estados Unidos». El 11 de enero de 2002 desde Kandahar, Afganistán, llegaron a Guantánamo los primeros prisioneros. Desde entonces, mientras eran torturados, los prisioneros atravesaron las más diversas situaciones de limbo jurídico a causa de las órdenes ejecutivas de George W. Bush, que, rodeado por halcones en la Casa Blanca y la task force republicana en el Congreso, resistió sin demasiados inconvenientes los embates de la Corte Suprema y las denuncias de organismos internacionales.

La lista completa de prisioneros que pasaron por los tres campos nunca será conocida porque durante la Administracion Bush muchos de ellos fueron considerados «combatientes ilegales» no protegidos por los Convenios de Ginebra y su identidad fue secreta. Las paradojas crueles sobran en Guantánamo. Por ejemplo, el de los prisioneros menores de edad. Entre estos menores, se supo después, estaba el afgano Mohamed Ismail, que tenía catorce años en 2002 cuando fue detenido mientras buscaba trabajo como albañil. Lo enviaron al campo X-Ray y allí permaneció dos años. Cuatro meses después de su liberación pasó a integrar la lista de reincidentes del Pentágono como atacante de las fuerzas estadounidenses en Kandahar. Como Ismail, muchos de quienes fueron liberados, sobre todo menores, terminaron siendo reclutados por la Yihad. Ninguno de ellos era yihadista antes de ser detenido y torturado: se hicieron yihadistas en Guantánamo.

Durante la campaña electoral de 2008 Obama había prometido el cierre de las cárceles de Guantánamo. Ya presidente, recién el 7 de marzo de 2011 creó mediante una orden Ejecutiva la figura del Comité de Revisión Periódica (CRP) dentro del Departamento de Estado para determinar si los detenidos en prisión eran culpables o no. Empezaba un proceso tortuoso de admisión de la anormalidad aberrante que es Guantánamo. El 2 de mayo del mismo año Obama apareció en cadena mundial para anunciar la ejecución de Bin Laden por un grupo de SEALs. Obama hacía la guerra como si los campos de Guantánamo no existieran, y se dedicaba a buscar alianzas en el Congreso para cerrarlos como si las guerras que lo tenían como comandante nunca hubieran ocurrido. En 2014 el Congreso le rechazó el proyecto de ley que habilitaba la clausura de los campos de detención. Para descargar sus responsabilidades, antes de finalizar su mandato en enero de 2017, le envió una carta al republicano Paul Ryan, presidente del Congreso, en la que afirmaba que «la Historia juzgará duramente a este aspecto de nuestra lucha contra el terrorismo y a aquellos de nosotros que fracasamos en darle un final responsable». La carta dejaba en claro que Obama quería que su opinión sobre el tema se grabara en letras de molde: «Guantánamo está en contradicción con nuestros valores y socava nuestra posición en el mundo, y ya es hora de que finalice este capítulo de nuestra historia.»Obama, Premio Nobel de la Paz en 2009, es el único presidente en la historia de EE.UU. en completar sus ocho años con el país ininterrumpidamente en guerra, más tiempo que Franklin D. Roosevelt, Lyndon B. Johnson, Nixon o su admirado Lincoln. A Irak y Afganistán, debería agregarse la intervención en Siria, en donde Obama nunca pudo leer con anticipación a Putin. En el encierro de Trump en esa madeja fue igual o peor que el de Obama.

Clausewitz decía que para aquel que vencía la victoria significaba haber construido en el territorio de las operaciones una realidad política superior a la que había encontrado. Por más esfuerzos que se hagan, ni en Irak ni en Afganistán se verifica que esto haya ocurrido

2. En este contexto de guerra sucia global se estrenó 2012 Zero Dark Thirty de Kathryn Bigelow, que narra la búsqueda y posterior ejecución de Osama Bin Laden, antiguo aliado de los EEUU en el combate contra la URSS en Afganistán. No la recordamos por sus valores estéticos, ostensiblemente convencionales, sino porque expresa rotundamente cuestiones fundamentales de la guerra sucia global y de la moral que ya no consigue darse EE.UU. como en otros tiempos. La película empieza con un plano significativo: la oscuridad total que se va llenando de gritos y llamados al 911 de víctimas de los atentados del 11/09. La escena siguiente evidencia la intención del guion de ajustarnos a su sintaxis montada en el par estímulo/respuesta dado que se trata de una sesión de tortura a un detenido en uno de los sitios clandestinos de la CIA. Esto hicieron/esto pasa.

Maya (Jessica Chastain), una agente de la CIA, es la protagonista excluyente. Cuando el director de la CIA (James Gandolfini) le pregunta qué tareas hizo antes de perseguir a Bin Laden, ella responde «nada». Maya encarna a la heroína virgen que no depende de pergaminos o experiencia para conseguir resultados. En Pakistán debe trabajar en un black site de la CIA. Allí mientras un prisionero es torturado frente a Maya en su cara de mujer fría asoma por primera vez un rictus de temor y desconcierto. Maya quiere nombres y datos que abran camino hacia Bin Laden. Dan (Jason Clarke), el torturador, es su opuesto –aparente–. Dan disfruta por momentos de la tortura, Maya la necesita. No es extraño entonces que ella comience a dirigir los interrogatorios y trate de establecer un diálogo humano con los prisioneros. El agente de la CIA malo y la agente de la CIA buena. Maya no se convertirá en Dan porque ella es algo más que una agente de la CIA buena: es Obama, la representación del equilibrio entre la realidad áspera de defenderse de enemigos peligrosos y los derechos humanos.

El diálogo dará sus frutos y Maya consigue los primeros indicios que la acercan a Bin Laden, pero cuando este parece escaparse de su punto de mira, la historia reserva para la heroína un giro mágico, una corazonada que surge del hallazgo fortuito de un expediente perdido. A Bigelow le importa menos usar este débil cliché que el giro que el cliché engendra: la puesta en valor de la autoconfianza (americana) y de la intuición (femenina) como horizontes superadores de la crueldad de los interrogadores masculinos. La era Obama dialoga en Zero Dark Thirty con la era Bush y le pregunta si era necesaria la tortura, si al fin de cuentas todo puede resolverse con las razones del corazón. Con la recuperación prodigiosa de ese expediente perdido arranca la segunda parte de Zero Dark Thirty, en la que Maya y decenas de agentes e informantes de campo consiguen identificar a Abu Ahmed al-Kuwaiti, correo favorito y mano derecha de Bin Laden. Tras reconocer el cuerpo yaciente del gran enemigo en una base de Jalalabad, Afganistán, Maya, con el rostro demacrado por el cansancio, sube a un avión dispuesto para ella sola, sin presencias masculinas molestas.

Muchas de las torturas que vemos en Zero Dark Thirty fueron entregadas en la vida real adentro de un packaging vendido a la CIA por Mitchell Jessen y Asociados. En efecto, James E. Mitchell y Bruce Jessen son los psicólogos militares que concibieron el programa de interrogatorios y tormentos que se implementarían en Guantánamo y otras bases secretas diseminadas en Medio Oriente y Europa. Mitchell se encargó él mismo de torturar, como parte del coaching. Las «técnicas de interrogatorio» del dúo fueron el waterboarding (asfixia simulada), el aislamiento extremo, la privación del sueño, la manipulación de la dieta, la desnudez forzada y el abuso rectal. La compañía que crearon recibió en total US$ 80 millones hasta que Obama revocó el contrato en 2009. Cuando se hicieron públicas las relaciones de Mitchell y Jessen con la CIA, la Asociación Estadounidense de Psicología los expulsó de sus filas. Esa fue la única sanción que recibieron hasta hoy.

Menos secretamente que Guantánamo, Abu Ghraib, o Camp Redemption, como fue renombrada la prisión iraquí tras la invasión de marzo de 2003 a ese país, fue asumida eufemísticamente como un error involuntario. El encargado de Abu Ghraib era el general Ricardo Sánchez que, según la versión oficial, no supo controlar el trato sádico que un grupo de soldados aplicó a los prisioneros. Para el Pentágono el tratamiento a los prisioneros no estaba basado en «ningún programa sancionado, manual de entrenamiento, instrucción u orden del Departamento de Defensa». Si hay una imagen que resume las intervenciones militares estadounidenses post 11/9, esta sería la del Saltar Jabar, prisionero acusado de robo de autos, encapuchado y parado sobre una caja, cableado en todos sus miembros. El «atenuante» oficial fue que los cables no estaban conectados a la corriente eléctrica.

Todo lo antecedente está desarrollado por The Torture Report (2019) de Scott Z. Burns, en la que se narra exhaustivamente el trabajo de Daniel J. Jones (Adam Driver), el investigador del Senado de los Estados Unidos designado para analizar el programa de torturas de la CIA tras los ataques del 11/9. The Torture Report es la continuación lógica de Zero Dark Thirty, y, asimismo, más honesta y más verídica en cuanto a los hechos tal como sucedieron. Gran parte de la película transcurre en oficinas semivacías, iluminadas con una luz blanca y fría, en la que Jones se enfrenta a una burocracia falsamente ascética y «profesional». El enfoque de The Torture Report se centra en relacionar la cuestión ética con la cuestión metodológica de cómo encarar las amenazas a la seguridad nacional. La síntesis en la que se resuelven estas dos cuestiones es la política que se lleva adelante, más de los discursos que omiten o justifican «errores», «desvíos», «contradicciones insalvables».

La coherencia entre los métodos y los fines de una guerra la corporizaba el Coronel Kurtz de Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola, uno de los más grandes cineastas del siglo XX. Kurtz (Marlon Brando), un condecorado oficial de las fuerzas especiales se refugiaba en la selva camboyana para realizar lo que él consideraba la guerra verdadera, fuera de las órdenes de su comando, una guerra cuyo fin es materializar sin dobles discursos o sofismas la verdad de la guerra. Kurtz había llegado a la archiconocida conclusión de que la guerra y la moral son polos imposibles de conciliar. Se apartaba del comando y elegía crear su propia guerra, de raíz nietzscheana. Kurtz debe morir porque es justamente la verdad misma de la guerra, y el más allá de la moral que plantea es lo que vemos en cualquier guerra. Willard (Martin Sheen), el oficial encargado de matarlo representa tanto al Pentángono como a la CIA y no es distinto a Kurtz, la gran diferencia es que es obediente y nunca diría esa verdad que él conoce tan bien como Kurtz. La contrapartida de Kurtz no es Willard sino el coronel Kilgore (Robert Duvall), que después de bombardear con napalm las aldeas mientras hace sonar la Cabalgata de las Valquirias, surfea, toca la guitarra y canta con la tropa como si estuviera en una playa de Galveston.

Kilgore, un loco lindo que bombardea y ametralla aldeas no porque sea malo sino porque es un buen soldado y un buen patriota, es una parodia de los héroes bélicos, con un toque de western, que Hollywood entronizó desde mediados de los ´40 hasta mediados de los ´60, cuando Vietnam y los nuevos aires volvieron insostenibles a ese y otros estereotipos. Podría haberse sumado sin problemas al grupo de amigos de The Deer Hunter (1978) de Michael Cimino, que beben como cosacos, escuchan baladas melosas y en el final de la película entonan emocionados God Bless America. Las angustias que despierta esa maldita tierra lejana, Vietnam, se compensan con esa otra tierra pura, el bosque adánico donde los ciervos esperan la bala de los cazadores. El drama de Vietnam como tierra maligna, ya que se mata y se tortura en ella a los soldados estadounidenses, se agudiza con el submundo infernal de los clubes saigoneses de ruleta rusa. Cimino contrasta estos espacios idealizados tanto para representar el bien como el mal, con la grisura, el frío y el humo de las acererías de  Clairton, la pequeña ciudad de Pensilvania donde empieza y termina la narración. Así The Deer Hunter es una película bastante extraña, que va sin escalas desde el costumbrismo y la camaradería fraternal a la agonía de la guerra y la locura, y al final se estanca en un escenario y clima de cuento minimalista. Sus cazadores son hombres comunes a los que Cimino les hace rozar el heroísmo por el desinterés que los impulsa a ir a pelear en Vietnam como hijos de inmigrantes del Imperio Ruso, voluntarios anticomunistas de la libertad. Cimino anuncia la «revolución» neoconservadora de Ronald Reagan, el presidente que llegará para rehacer ese hogar al que Willard dice no poder regresar porque ya no existe. Pero con una salvedad que enrarece el significado de The Deer Hunter: quedarse en Vietnam, como Nick (Christopher Walken), el suicida de la ruleta rusa, es tan peligroso como negarlo. Son las bases culturales y políticas sobre las que desarrollan, cada una a su manera, Zero Dark Thirty y The Torture Report.

First Blood (1982) de Ted Kotcheffmuestra a John Rambo (Sylvester Stallone) como una especie de Willard que sí regresa a su hogar, y sus infortunios metaforizan el rechazo de la sociedad a Vietnam, rechazo que la película claramente rechaza. Rambo, cuyo único crimen consistía en ser alguien semejante a un vagabundo, era torturado por la policía en una comisaría de Hope, un pueblito imaginario situado en el estado de Washington, como si estuviera en una celda de Hanoi. First Blood respondía esta pregunta diciéndonos que la responsabilidad por perder la guerra no estaba en quienes había ido a combatir, estaba en los que no habían ido y la habían visto por televisión en sus casas y ahora querían borrar del mapa a los veteranos de Vietnam. Era la versión Reagan sobre el pasado reciente, que se reforzó (y se degradó) con las siguientes entregas de la saga.

Willard es, como bien lo define Kurtz, «an errand boy, sent by grocery clerks, to collect a bill», Killgore, un border perfectamente apto para la vida y el combate, el alto mando, un club de hipócritas encerrados en oficinas con aire acondicionado y comida de hotel cinco estrellas, y Kurtz, el único que comprende que todos ellos, incluido él mismo, demandan una redención definitiva, y por eso arma otro ejército y reconfigura el teatro de operaciones. «We train young men to drop fire on people, but their commanders won’t allow them to write «fuck» on their airplanes because it’s obscene!», se exaspera este lector de The hollow men de T. S. Elliot, y tiene razón. Kurtz ve, a pesar suyo, que Willard también es eso que él fue antes de arrinconarse en la selva, y Willard ve en Kurtz lo que él pudo ser, pero no se animó. Vietnam devino para Kurtz en una guerra contra él mismo a la que Willard le pone fin, un fin del que Coppola se sirve para cotejar a Kurtz, montaje intercalado mediante, con el buey que sacrifican los nativos. Como sacrificadores, los nativos se identifican al instante con Willard, a pesar de que Kurtz era el jefe, interpretando seguramente que si él pudo con Kurtz es porque ha sido designado por los dioses para ocupar su sitial. En este juego de espejos que devuelve imágenes deformadas, la deidad ante la que Willard realiza el sacrificio de Kurtz es el Pentágono.

En otras dos grandes películas sobre Vietnam no se nombra Vietnam y, lo que es nada casual, transcurren íntegramente en EE.UU. Una es Southern Comfort (1981) de Walter Hill, que narra el enfrentamiento entre una patrulla perdida de la Guardia Nacional y los habitantes cajunes en los bayous de Luisiana. La otra es Deliverance (1972) de John Boorman, y su anécdota es la incursión de cuatro blancos de clase media acomodada, en una región agreste del norte de Georgia, que es rechazada por los habitantes del lugar. Los protagonistas de estas dos grandes películas se matan y se torturan unos a otros, incluso en Deliverance hay una violación, y las masacres suceden en paisajes primitivos, al parecer reservados sólo a sus nativos originales. Una primera mirada podría calificar que tanto una como otra son películas solipsistas y narcisistas –el enemigo más importante que tenemos somos nosotros mismos–. Pero una segunda mirada encontraría que subyace en ellas una moraleja crítica sobre los riesgos de aquellos que invaden territorios del cual desconocen prácticamente todo.

Zero Dark Thirty acataba el obamismo dominante de su época. Al revés, Apocalypse Now, en 1979, el año de su estreno, fue totalmente disruptiva. La industria cinematográfica ya viraba del criticismo social y político iniciado a mediados de los ´60 a la exaltación de la simpleza que no se detuvo hasta nuestros días. En 1979, además, EE.UU. parecía ya decidido a dejar atrás por un lado Vietnam y el Watergate, por el otro los ideales de la vida colectiva y la protesta masiva se desgajaban lánguidamente. Era el fin de la Administración Carter, con una economía declinante y con rehenes en Irán. Sin importarle estos crepúsculos, Coppola reactualizaba la exposición y el análisis de Vietnam y del rol que las tecnoburocracias políticas y militares habían jugado en el sudeste asiático con una superproducción que había comenzado a filmar en 1976.

Todo lo que está en Southern Comfort, Deliverance y Apocalypse Now, incluso en The Deer Hunter y First Blood, falta en la mal intencionada Zero Dark Thirty o en la bien intencionada The Torture Report: abismos, dobles que se despegan del espejo, belleza visual y ritual. Vietnam produjo cine, Afganistán e Irak, pálidos manifiestos.

3. Las guerras del siglo XXI de EE.UU. finalizaron con resultados poco o nada alentadores. Los campos de detención de Guantánamo subsisten como el castigo por los atentados del 11/9. En diciembre de 2013, en una columna de opinión en el Detroit Free Press, el general Michael Lehnert, encargado de supervisar la edificación de los campos y primer comandante de los campos, denunció el tratamiento a los detenidos y atestiguó que había llegado la hora de cerrar los campos. «En retrospectiva, toda la estrategia de detención e interrogatorio fue errónea. Desperdiciamos la buena voluntad del mundo después de que nos atacaran con nuestras acciones en Guantánamo, tanto en términos de detención como de tortura. Nuestra decisión de mantener abierto Guantánamo ha ayudado a nuestros enemigos porque valida toda percepción negativa de los Estados Unidos

Lehnert se convirtió en la cara visible de una agrupación de más de sesenta altos oficiales retirados que abogan por el cierre de las cárceles de Guantánamo y ha escrito cartas abiertas al Congreso y notas en los principales diarios y revistas de EE.UU. El 14 de noviembre de 2019 escribió en el sitio web Defense One un elogio a The Torture Report, «un relato notablemente preciso y poderoso de un capítulo triste y lamentable de la historia estadounidense, y un paso importante en nuestro ajuste de cuentas nacional.» E insistió con sus críticas: «Tras los ataques del 11 de septiembre, la administración Bush decidió hacer caso omiso de las antiguas prohibiciones legales contra la tortura. Lo sé porque estuve allí, como primer comandante de los centros de detención de la bahía de Guantánamo, en Cuba. Yo y muchos otros hicimos lo que pudimos para preservar el Estado de derecho, pero los capítulos más oscuros se escribieron sin que lo supieran ni siquiera los oficiales militares de alto rango.»

Con la llegada de Trump muchos pronosticaban un recrudecimiento de las guerras de Obama, en principio por las afirmaciones de Trump durante la campaña electoral sobre sus planes de destruir al Estado Islámico con bombardeos sistemáticos y de llenar de «tipos malos» las celdas de Guantánamo. No hizo ni una cosa ni la otra, sino que retiró a EE.UU. de Afganistán –algo que Obama había anunciado para el 2016–, donde se había capturado a la mayoría de los prisioneros de los campos de Guantánamo. Con la Orden Ejecutiva del 30 de enero de 2018, Trump confirmó la continuación de los CRP de Obama, pero evitó prometer el cierre de las cárceles. En Siria, Trump también fue pragmático, o al menos lo fue en el sentido que él defiende el pragmatismo como método y verdad última de sus políticas. Concentró sus bombardeos contra el EI, retiró la mayor parte de las tropas y ordenó que los soldados que permaneciesen en el territorio se encargaran de cuidar los pozos de petróleo, el incuestionable objetivo «secundario» que ha estado presente en todas las incursiones militares desde los atentados del 11/9. Biden sí renovó la promesa de Obama, pero el Congreso otra vez se opuso aprobando la Ley de Autorización de Defensa Nacional, que impide el traslado de los presos a otras cárceles dentro o fuera de EE.UU.

A principios de 2024 los tres campos sumaban treinta detenidos, todos varones, todos musulmanes. En marzo de 2023 se permitió una inspección de miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja que observaron que los presos muestran problemas físicos y mentales, por su edad y por los malos tratos. La alimentación, el alojamiento y las actividades cumplen las normas aceptadas por los tratados internacionales para la mayoría de los detenidos. Pero el confinamiento en solitario se continúa usando «desproporcionadamente».

Entre los prisioneros se destaca Jalid Sheij Mohammed, el organizador de los ataques del 11 de septiembre. Mohammed, probablemente el más torturado de todos los prisioneros que pasaron por Guantánamo, le escribió una carta a Obama, que este recibió, tras idas y vueltas jurídicas, dos años después de haber sido escrita, cuando estaba retirándose de la Casa Blanca. «No fuimos nosotros quienes empezamos la guerra contra ustedes el 11 de septiembre. Fueron tú y tus dictadores en nuestra tierra», le dice Mohammed a Obama. Recientemente, a principios de agosto, Lloyd Austin, el actual Secretario de Defensa, revocó un acuerdo de reducción de condena que habían pactado los abogados de Mohammed. «A la luz de la importancia de la decisión de llegar a acuerdos con los acusados previos al juicio, he determinado que la responsabilidad de dicha decisión debe recaer en mí», ha escrito Austin en un memo publicado por el Pentágono. Esto reafirma la decisión de seguir manteniendo en el limbo jurídico a Mohammed, como lo están el resto de los detenidos.

Once años después de la primera declaración de Lehnert los campos permanecen funcionando. Son los vestigios zombis de la guerra sucia global. Once años después la pregunta sigue siendo si la postura de Lehnert podría ser un punto de arranque para desmantelar las cárceles y regularizar la situación de los detenidos o si esa postura es el límite que EE.UU. no está dispuesto a cruzar. Esta segunda opción es la que por ahora gana ampliamente.////PACO