I. Una amiga me pasa por mail el blog de un cura teólogo español especialista en demonología y me dice “mirá, este gallego freak seguro que te va a encantar”. Tiene razón. El padre Fortea se queja de la fealdad de las tumbas modernas. Claro, el está haciendo su doctorado en Roma, pasea por el vaticano y ve sepulcros renacentistas todos los días. No puedo menos que darle un poco la razón.

II. Todo lo que tiene que ver con la muerte hoy día es considerado feo, morboso o ridículo. Construimos una circunferencia de bares y puteríos alrededor del principal cementario del país para no verlo. Nos parecen innecesarios los velorios. No queremos que el último recuerdo de nuestro ser querido sea “en un cajón”. Hay que volver a la vida, inmediatamente.

III. Fui a muchos velorios, más de los que gustaria, algunos de gente muy querida.  Mi abuela los organizó todos, con mayor o menor presencia y fuerza. Nunca me olvido de la cruz que encargó para todos y cada uno. Estaba encima del cajón y tenía luces de neón azules. Un espanto. Una de esas mezclas entre fúnebre y kitsch que no se pueden dejar de mirar.

IV. Hablando de mirar, a mis muertos los miré a todos. Dentro del cajón, digo. No me generaron la impresión del “último recuerdo”. Cuando los evoco, siempre los pienso vivos. Mi mamá mira un partido de Boca, mi abuelo entrecierra los ojos en silencio sentado en un banco, mi tía me recomienda libros, Ale me pide que le construya ese robot de legos que nunca me va a salir. El cajón es una instancia que necesito, tal vez para asegurarme de que no desaparecieron en el aire, pero nada más que eso.

V. En el facebook tengo de amigo a Ricardo Péculo pero no me animo a hablarle. Todavía me acuerdo la madrugada de zapping en la que vimos, con una amiga, su primer –y creo que único- programa en Utilísima. Se llamaba De aquí a la eternidad, y empezaba con un clip de tumbas y bóvedas. Péculo miraba a la cámara, buscando una complicidad que probablemente no encuentre, y decía cosas como “la muerte es parte de la vida” y “encarguémonos de nuestro velorio, tenemos toda la vida para prepararlo”. Fui al otro día al trabajo y estuve toda la mañana hablando sobre el velorio planner que había visto a la noche, con una mezcla de morbo y admiración. Nunca enganché un segundo programa. Creo que fue demasiado para las televidentes de Utilísima.

velorio 2

VI. En un libro de historias sobre el cementerio de Recoleta supe de un enterrador que había ahorrado toda la vida para comprarse una parcela en el cementerio y una estatua. En ella se lo ve de pie, con el sombrero y el moño que eran parte de su vestimenta de trabajo, rodeado de escobas y regaderas. El tiempo pasa y la historia me sigue dando ternura.

VII. Mi abuela me contaba que cuando ella era joven, los duelos duraban semanas, meses, o tal vez años. Durante ese tiempo no se podía asistir a reuniones sociales, ni usar ropa de colores, ni escuchar música o bailar. Se dedicaba el tiempo, día tras día, a despedir a ese ser querido, evidenciar su falta.

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VIII. Pienso en La casa de Bernarda Alba. Una viuda, su criada y sus siete hijas solteras y feas son constreñidas a guardar luto por el hombre de la casa durante siete años. Siete años. Una se revela y se pone un vestido verde. Finalmente se cepilla al novio de la hermana, se suicida y todas lloran. Siete años más de luto. Una belleza. Bernarda, la madre, manda a que bajen el cuerpo de la hija que se acaba de colgar mientras se desgañita gritando “mi hija ha muerto virgen”. Todos sabemos que es mentira. La única verdad es ese cuerpo que se balancea con un vestido verde, y las que se quedan, y los vestidos negros de las que se quedan. Y los siete años. Pasó un tiempo y seguimos sin saber bien qué es el duelo, cuánto tiempo dura y qué hay que hacer para atravesarlo. Pero intuyo que no menospreciar los ritos funerarios puede ser de cierta importancia. Afortunadamente nadie tiene que guardar luto durante siete años, o gritar mi hija ha muerto virgen mientras la descuelga y le quita el vestido verde.

IX. No sé si los muertos tienen algo que ver con eso que hacemos para despedirlos. El cajón, la cruz de neón azul, el café recalentado de la madrugada. Pero sé que cada vez que tuve que acostumbrarme a las ausencias, necesité de esos rituales, aunque sea para ordenar mis primeras horas. Aunque sea una cuestión de ordenarse, de decir antes estabas, ahora no estás, y yo sigo viviendo. Eso sí, como dice Peculo, es parte de la vida.///PACO.