El momento de planificar las vacaciones suele ser estresante. Casi siempre coincide con los últimos meses del año, en los que todo está a punto de desmadrarse, y se cree que imaginar el momento de relax venidero es el mejor trailer de la panacea. “Todos los años lo mismo”, “quiero cambiar de aire”, “necesitamos tiempo para ir a todos los museos” y “yo quiero tirarme panza arriba y admirar las palmeras” son algunas de las frases más incisivas a la hora de intercambiar opiniones para llegar a un acuerdo vacacional. Una de las opciones que más sale (como consecuencia inevitable de la disputa) es “mejor hagamos algo diferente” aunque raramente se asocie lo distinto a lo que está de moda.

Cuando las búsquedas arrojan que existe una alta tendencia mundial a elegir lugares no convencionales, exóticos y poco explorados, y la idea de visitar las islas vírgenes del Pacífico empieza a imponerse, aparece el dark tourism con todas sus variantes. Cárceles, campos de batalla, cementerios, escenarios de genocidios y sitios abandonados o de desastres (naturales o producidos por el hombre) son tendencia. Lo que sigue son algunas opciones de turismo nuclear, la rama que más ha crecido en los últimos años.

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Chernobyl está ubicada 150 km al norte de Kiev, capital de Ucrania, y se hizo famosa debido al peor accidente nuclear de la historia, cuando el reactor 4 de la planta de la ciudad explotó, el 26 de abril de 1986. Cuatro toneladas de materiales tóxicos (cesio, uranio y plutonio) cayeron en forma de lluvia radioactiva, alcanzando lugares tan distantes como Suecia dos días después. En 2011, al cumplirse 25 años del accidente, la ciudad fue declarada oficialmente “atracción turística” y desde ese momento la visitan diez mil personas al año.

La ciudad vecina de Pripyat fue construida al mismo tiempo que la planta, para alojar a los trabajadores de la central. Un día y medio después del accidente, al corroborarse que la toxicidad del ambiente era quinientas veces superior a la producida por la bomba arrojada en Hiroshima en 1945, fue evacuada, convirtiéndose en una ciudad fantasma. Se establecieron dos zonas alrededor de la central que no podían ser pisadas: una de alienación y otra de exclusión, de 30 y 10 km respectivamente. A pesar de los nueve mil muertos y las malformaciones que todavía se observan, tres mil pobladores volvieron a habitar las casas más alejadas y a usar las tierras. Al reactor le construyeron un sarcófago de madera que ya tiene grietas y goteras. Actualmente, la industria turística aprovecha el buen momento para explotar lo que el doctor Philip Stone de la Universidad de Lacanshire define como “un lugar de muerte y desastre industrial que combina amplias políticas narrativas e identidad”.

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Las empresas de turismo ofrecen visitas individuales y grupales. Los precios van desde 165 dólares (grupo grande) o 200 (cuatro personas) y hasta 480 si no se tiene compañía. Eso incluye la excursión y un seguro, aunque el gobierno de Ucrania le cobra 10 dólares más a cada visitante por otro “seguro médico obligatorio”. El lugar es vigilado por el ejército ucraniano y en Dytyatky, entrada a la zona de exclusión, el control de pasaportes es estricto. Hay datos importantes a tener en cuenta a la hora de hacer este viaje, como por ejemplo, que sólo se puede permanecer en el lugar diez minutos, durante los cuales se recibe la misma radiación que en un viaje de 5800 km en avión (como ir de Buenos Aires a Puerto Rico), que es una dosis ciento sesenta veces menor que la que se recibe al sacarse una placa de tórax. Por supuesto que nadie va a estar en el lugar diez minutos, primero porque no alcanzaría a sacar ni una foto y segundo porque la excursión contratada es “de todo el día”. De todos modos, existe la posibilidad de alquilar un dosímetro, es decir, un aparato que sirve para detectar y medir la carga radiactiva recibida, muy útil para controlar cuánta radiación se lleva el cuerpo como souvenir del paseo.

Por las dudas, se recomienda no ingerir nada comprado en el lugar: la leche contaminada con yodo no fue retirada del mercado en el momento indicado y se siguió consumiento por algún tiempo. Luego se registraron cinco mil casos de cáncer de tiroides en niños y adolescentes. También es necesario saber que si decide sentarse a descansar un rato en un banco de la calle, las posibilidades de quedar estéril son del 99%, y que los guías recomiendan deshacerse de la ropa luego de visitar el lugar. Los efectos nocivos de la radiactividad pueden revertirse pero, si alguien quiere ver vida en ese lugar, tendrá que buscar la forma de vivir veinticuatro mil años más.

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Quizás las inspiradoras de las nuevas atracciones turísticas nucleares hayan sido las dos ciudades más nombradas de Japón. Hiroshima fue la primera ciudad destruida por un arma nuclear. El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la bomba “Little boy” sobre ella y murió el 30% de la población. Con el esfuerzo de sus habitantes, la ciudad se recuperó y hoy es centro económico, cultural y gubernamental. Se ofrecen tours de dos días para visitar el A-bomb Domo, que fue declarado por la UNESCO como patrimonio histórico en 1996, y el museo en el parque Hiroshima Peace Memorial, que está rodeado de ríos y verde. Las entradas cuestan 50 yenes para los adultos y 30 para los menores (43 y 26 centavos de dólar respectivamente).

Quien va a Hiroshima no puede dejar de visitar Nagasaki, lugar en el que la bomba atómica mató a setenta y cuatro mil personas tres días después de la primera, el 9 de agosto. Ambas están completamente recuperadas. Todo está muy bien organizado y, aunque la contaminación actual es muy baja, vale la pena la visita. Ahí se pueden visitar el Parque de la Paz, construido donde fue el epicentro de la explosión, el Museo de la Bomba en el que se invita a la reflexión sobre la paz y la desnuclearización, y la Catedral Urakami, que fue completamente destruida por la bomba y reconstruida luego. Por último, es importante saber que la contaminación radiactiva que provoca una bomba atómica es poca si se la compara con una explosión nuclear como la ocurrida en Chernobyl.

Otro lugar para visitar es Bikini Atoll, un atolón en las islas Marshall alejado de las rutas marítimas regulares, donde Estados Unidos probó veintitrés bombas nucleares entre 1946 y 1958. En diciembre de 1945, el entonces presidente estadounidense, Harry Truman, dio la orden de que los oficiales de la armada y de la marina se unieran a las pruebas de armas nucleares porque era necesario “determinar el efecto de las bombas atómicas en los barcos de guerra estadounidenses”. En 1954, sin haber calculado anteriormente su potencial, detonaron bajo el agua el artefacto más poderoso y destructivo. El resultado: contaminación radiactiva por todos lados. Del atolón de coral en medio del Pacífico, paradisíaco, sólo quedó la foto.

El sitio fue cerrado al turismo en 2008 pero los buzos del lugar (agrupados en Bikini Atoll Divers, una subsidiaria del Consejo de Gobierno local y propietaria de todos los barcos de la laguna del atolón), junto con la empresa Indies Trader Marine Adventures, anunciaron “orgullosamente” la reapertura de Bikini Atoll al turismo esta temporada 2014 y toman reservas hasta 2017. Ofrecen paquetes de 13 días / 12 noches abordo de un barco (crucero tipo modesto), que incluye transporte desde el atolón hasta Kwajalein y regreso, comidas y bebidas (agua, jugos, cerveza) libre, un mínimo de dieciséis sumergidas con la flota nuclear de buques y, en el caso de ser requerido, oxígeno. Todo por 7.150 dólares. El viaje hasta el lugar indicado dura aproximadamente 25 horas y dicen que la experiencia de ver los barcos sumergidos es “increíble”.

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Si lo que se busca es “ir a las bases”, con el dato de que la primera bomba atómica fue probada en julio de 1945 en Trinity, New Mexico, Estados Unidos, aparece otro sitio de interés. El lugar se puede visitar sólo dos días al año: los primeros sábados de abril y octubre. Los visitantes reconocen el Ground Zero, donde estaba instalada la bomba antes de ser detonada, y caminan por “Jumbo”, el contenedor diseñado originalmente para que en caso de falla contuviera la explosión de cinco toneladas de explosivos. Finalmente no fue utilizado porque en ese momento consideraron que “no era necesario”. Nunca imaginaron que el estallido haría que la arena se convirtiera en vidrio. Actualmente, los niveles de radiación son muy bajos y la entrada, gratis. Dado que la visita es breve, almorzar a modo de despedida no es mala idea. Hay un local de la cadena de comida chatarra de la M que está ubicada exactamente en el lugar donde fue ensamblada la primera bomba de plutonio del mundo y donde instalaron una réplica del “casco” usado para la Fat Man (hombre gordo en su traducción literal), la bomba detonada en Nagasaki.

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Si bien en Argentina hubo accidentes nucleares, como el del reactor RA-2 del Centro Atómico Constituyentes en 1983, donde murió un operario y diecisiete fueron heridos, la industria turística no se ocupó de armar visitas guiadas porque en 2005 la planta volvió a funcionar. El edificio puede verse desde el auto, al transitar por la avenida General Paz altura 1400. Si alguien quiere tener una experiencia similar, apocalíptica u oscura dentro del país, tendrá que pensar en tours que no tengan nada que ver con el turismo nuclear. Si se opta por la rama de la “muerte”, en lugar de ir a Recoleta se pueden recorrer los muchos cementerios que hizo Francisco Salamone (en la provincia de Buenos Aires y en Córdoba) o puede visitarse lo que quedó de Villa Epecuén tras la inundación que en 1985 la dejó literalmente bajo el agua.

El turismo radiactivo, atómico o nuclear es posible hoy por errores humanos pasados. Puede ser una “experiencia única”, si se la considera a partir de todas las frases marketineras aprendidas en la carrera de managment del turismo o una “mala experiencia” si vuelve pensando que la próxima excursión será visitar al médico. De lo que no hay dudas es de que se trata de una forma de intelectualizar los traumas sociales. Eso o la heterotopía de Foucault al palo.///PACO