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Por Alejandro Di Marzio

Quería escribir sobre un Oso. Sobre un Oso polar ametrallado en Islandia luego de pretender una utopia, una esperanza animal muda, tal vez un darwinismo posmoderno y descabellado. El Oso partió desde Groenlandia surfeando, muy probablemente, un témpano de hielo. Recorriendo una distancia estimada de 300 kilómetros y arribando finalmente a los contornos de la localidad de Skagafjörður, fue el primer mamífero de su especie en más de veinte anos en arribar a territorio Islandés. Hace unos veinte días que pretendía plasmar la patética (y por que no) contemporánea aventura de este pobre mártir escandinavo. Pero la vida va sola. Y cuando vivo intensamente es complejo escribir; y como no escribo (escribir en mi mano, por ejemplo, no cuenta), leo, proceso, macero, maduro. La odisea del Oso, a mi entender, poseía todos los elementos de la épica y con ello, la epopeya, la poesía heroica: Se me planteo difícil limitarme a la mera narrativa periodística.

El espíritu del Oso venia a visitarme por las noches. En el momento que surgió la idea de escribir yo estaba en Bergen, Noruega. Hacia aproximadamente siete meses que vivía en esa ciudad víctima de lo que interpreto como darwinismo económico (el termino es más fino que social, aunque compartan tronco, pues la raíz se estira, y el enjambre social es aun más complejo), y aunque hace más de catorce años que me dinamiso en cierta forma bajo este macro-concepto, tuve la sensación de experimentar, si cabe el término, uno de los mayores salvajismos democráticos con el cual la raza, meramente o en su mayoría, se relaciona con la economía. Aquí, en Escandinava, pareciera ser que los términos civilización o barbarie se encuentran hermanados en una termodinámica social que a simple vista es enriquecedora e igualitaria, aunque esta hermandad pueda responder a nombres como yin y yan.

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Actualmente tengo treinta y siete anos y cinco diferentes números de identificación personal.

Uno argentino.

Uno italiano.

Uno español.

Uno islandés.

Uno noruego.

A veces, creo o siento sufrir una especie de esquizofrenia. Una patología social incierta que me impide (o me habilita) a expandir el lente y, con ello, intentar comprender con mayor perspectiva los procesos sociales de las culturas en las cuales de algún o otro modo interactúo. Cuando surgió la idea de escribir sobre el Oso, inmediatamente encontré dos imágenes o impresiones consecuencias de un realismo mágico que hace tiempo me refresca. En la primera de ellas, vi al Oso con una vincha en la cabeza; una vincha con una estrella en su centro. El Oso era una especie de chivo expiatorio, un miembro de su especie digitado por otro miembro de su especie desde una oficina confortable en el puto polo norte. El Oso no seria consciente del porque de su odisea, el Oso solo respondía a un mecanismo genérico de supervivencia (y no a Greenpace) del cual no tendría la mas putisima idea de como o porque funcionaba. El Oso con vincha surfeando el atlántico norte no seria consciente de conceptos tales como “inconsciente colectivo” o “campos mórficos” ni en definitiva nada que se encuentre mas allá de tocar ese horizonte gélido que tanto persigue.

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La segunda imagen que tuve del Oso fue tanto o mas onírica que la primera. En ella, el lomo del Oso se encuentra pelado y tatuado íntegramente con alfabetos rúnicos. El Oso también ostenta una bandera sin mástil, a modo de capa, para protegerse del frió. El centro de la bandera hay una esvástica. En las dos historias el Oso llega a tocar tierra, y en la primera de ellas, el Oso muere ametrallado. En la segunda, el Oso decide ocultar los tatuajes rúnicos con su nuevo pelaje y utiliza la bandera a forma de combustión para alimentar una rudimentaria hoguera y muere viejo y solitario intentando hallar fallidamente la entrada a la tierra hueca.

Hace aproximadamente quince días que volví a Islandia luego de haber vivido aquí por mas de siete anos. Técnicamente, tengo acceso al seguro de desempleo, pues trabaje gran parte del tiempo en este Estado, que en varios aspectos, es vanguardista. Al solicitar mi tarjeta de impuestos, la empleada administrativa alega que (de forma marcial, con malicia, recurrente en empleados públicos en trato con extranjeros) de alguna manera soy o me convertí en invisible. Es decir, luego de seis meses fuera de Islandia y al no poseer ciudadanía islandesa, he perdido todo beneficio, todo acoplamiento directo al Estado donde fue procreado y actualmente vive mi hijo. El mismo estado que supo cobrarse impositivamente, desde mi bolsillo y en forma lineal, todo el puto tiempo que viví en El.

Los tramites de reinserción son engorrosos y zafo debido a mis ancestros tanos. Sino y claro esta, ya tendría la estampilla en el culo. Mientras, voy de tanto en tanto al quebrado y ex fraudulento Islandsbanki a cambiar koronas noruegas o dólares estadounidenses. Allí, tengo que reconocerlo, las empleadas me sonríen y puedo tomar café y agua gratis. Luego, ya en la calle, el viento islandés (por que ahora todo pareciera tener dominio) me envuelve haciéndome sentir parte de una sinergia social que no llego a interpretar del todo. Sé fehacientemente que pertenezco a este lugar y al mismo tiempo que no pertenezco. Y esa idea es genérica y plauisible de ser trasladada a todos y cada uno de los lugares en los cuales he vivido y viviré en el futuro. Aunque pretendo no tener bandera ni vincha, existe algo en ese Oso en el cual me identifico o reconozco: tal vez su esperanza, ni siquiera su utopía. 

Islandia, 4 de enero del 2014. Hacia un comportamiento animal en pos a la continuidad de la especie. Ya sin icebergs derritiéndose ni pateras.