Filosofía


Por una metafísica de la Antártida

En 2007, la Biblioteca Nacional publicó una selección de artículos de Carlos Astrada, compilada y prologada por Guillermo David y titulada Metafísica de la pampa. En la Advertencia preliminar, David señala que estas piezas fueron escritas e ideadas por Astrada a lo largo de décadas. El conjunto, sin embargo, es compacto. El primer artículo se titula Sustrato nacional y universalidad de la filosofía, el segundo, del cual el libro toma su nombre, Por una metafísica de la pampa. Al leerlos, mi atención se desvió y de forma instintiva empecé a trazar un nuevo recorrido sobre esos temas y esos problemas. La música de la prosa de Astrada me remite a otras regiones de nuestro país. Si Astrada se pregunta, de forma recurrente, por la metafísica de la Pampa, ¿es posible también preguntarse por una metafísica de la Antártida? Mi primera reacción fue reemplazar la palabra “pampa” por “Antártida” y de forma consecuente “pampeano” por “antártico.” Con el artículo que le da nombre al libro, el resultado no es solo atinado sino revelador.

Llegado este punto, lo que debería hacer, sin más, es transcribir el breve ensayo de Astrada con esas modificaciones mecánicas. No hace falta más. El resultado se explicaría por sí mismo. Pero como no soy un escritor experimental sino un letrado laborioso del siglo XXI, doy apenas unos ejemplos. El comienzo del artículo dice:

“Nuestra esfinge, la esfinge del hombre argentino, es la pampa, la extensión ilimitada, con sus horizontes evanescentes, en fuga; la pampa en diversas formas inarticuladas, que se refunden en una sola nota reiterada y obsesionante, nos está diciendo: ¡O decifras mi secreto o te devoro!”

La modificación antártica sería así:

“Nuestra esfinge, la esfinge del hombre argentino, es la Antártida, la extensión ilimitada, con sus horizontes evanescentes, es fuga; la Antártida en diversas formas inarticuladas, que se refunden en una sola nota reiterada y obsesionante, nos está diciendo: ¡O decifras mi secreto o te devoro!”

Otro párrafo, ya adaptado:

“(…) somos hombres de la Antártida y llevamos adentro su desolación y su misterio. El vago contorno antártico es el contorno mismo de nuestra intimidad, la atmósfera despoblada y yerta que nuestros contenidos expresivos deben trasponer antes de llegar a los seres y las cosas.»

Lo que en Astrada es descriptivo con la modificación continental se vuelve programático. Astrada habla de “zonas desérticas”, de “desconcertante silencio emocional”, de “monotonía”, habla de fortificarse “contra la presión del témpano de la soledad telúrica (…) sobreponiéndonos a nuestro dolor de náufragos.” La pampa, pese a su carga de enigma, está ahí, al alcance de la vista, y la habitamos, transitamos y tocamos. Según Astrada, todavía no la dominamos. Hay una esencia terrenal que no se llega, aún, a develar. Pero con la Antártida, esa cotidianidad que hoy ejercemos, se transforma en un reto, en un movimiento, en un viaje. 

Astrada dice: “Si la existencia pampeana es sólo una sombra errante en la extensión inhóspita tratemos de iluminarla un momento para sorprender su borrosa trama, su escurridiza inestabilidad (…)” 

Adaptado –si la existencia antártica…– ese párrafo nos plantea un desafío. Pampa y Antártida se volverían, así, una doble aventura epistemológica argentina. Pero, aunque suene extraño, podemos ir más allá y afirmar que, en este siglo XXI, las palabras de Astrada se ajustan todavía mejor al continente del sur que a la llanura. (Y agrego que el subcontinente de América del Sur dejó ya de ser el sur y empieza a ser una parte del norte, si lo miramos desde la parte más austral del mundo.)

La península antártica es hoy la Argentina. Así lo dice el mapa oficial de nuestro país. ¿Nos propone esa verdad la necesidad de construir otro pensamiento nacional? Astrada usa la pampa, de forma algo forzada, como sinécdoque nacional. Es la parte por el todo. La Argentina, profusa en montañas, océanos, desiertos, valles y selvas, se resumiría en la llanura. Siguiendo a Sarmiento, a Lugones, a Martinez Estrada –influencias y rivales de Astrada– esa porción, acotada y a la vez brutal y desbordante de nuestro territorio, abarcaría, tocaría y contaminaría la cordillera, las provincias áridas del NOA, los cursos de agua y los bosques del NEA, así como las islas del sur y nuestras ciudades sin horizontes. Si en estas regiones, esa metafísica de lo llano a veces suena refractaria, si para Astrada la pampa “no llega a la metafísica porque no acaba nunca de recorrer su dilatada melancolía”, ¿qué queda para nuestra parte de la Antártida? 

El sector antártico argentino acumula una escenografía natural que no llega a ser ajena, aunque sí diferente. Las piedras, el mar, las montañas, el hielo, las playas, bahías y penínsulas, volcanes y acantilados, no pueden ser tratados de la misma manera que la pampa. Exigen otra mirada. Sin embargo, hay coincidencias en el silencio, el cielo, las vastas regiones deshabitadas, el viento. En temas de filosofía, el salto parece más difícil desde la Europa iluminista hacia América del sur, que desde la pampa a la península antártica. Las distancias y la geografía nos juegan a favor. 

Y al mismo tiempo, necesitamos una metafísica, de la misma manera que necesitamos una física, una ciencia. En un punto, son reflejos del mismo objeto. Toda idea de nación –de sus fronteras a su sistema legislativo– resulta incompleta sin ese esfuerzo intuitivo, natural, al mismo tiempo popular y libresco. En la Antártida, todo camino es largo. Antes de una metafísica, o al mismo tiempo que una metafísica, tenemos que desarrollar una gnoseología. ¿Se construirán una en consecuencia la otra?

La metafísica propone una serie de preguntas que podemos ir cambiando y adaptando. Las clásicas son: ¿qué significa ser? ¿Por qué hay algo? ¿Por qué estoy y existo? Nosotros podríamos ajustarlas a: ¿por qué estamos acá, en este lugar del mundo, y no en otro? ¿Por qué nos toca habitar este suelo y este mar? ¿Cuáles son los principios y las causas antárticas? No se trata de recurrir a un mero determinismo geográfico sino de algo más complejo, más tenso, menos literal. ¿Qué nos señala, que nos marca, que le imprime a nuestra existencia esa parte sur de la patria? Una zona extensa y agreste en la cual, encima, no se puede actuar de forma soberana completa, ya que depende de un tratado internacional colegiado, y se entra muy rápido en conflicto con otra zona, más al norte, donde una nación extranjera e imperial ocupa parte de nuestro territorio y nuestro mar.

Las posiciones y escuelas que niegan la existencia de una metafísica, en general, apegadas a los usos de la lengua o las ciencias naturales, abusan de un cientificismo que resulta cómodo. Frente a los paisajes antárticos, ¿quién no sospecha que cambiamos porque algo más que esas piedras y ese aire se proyecta dentro nuestro? Ese sentimiento de felicidad u horror, de alegría o miedo, ¿qué es? 

El teólogo protestante alemán Rudolf Otto utilizó la palabra numen para describir al “ser sagrado supremo”, a quien todas las religiones intentan conocer, ese que generó el primer sentimiento de pertencia por medio de experiencias religiosas o hierofanías, una «experiencia no-racional y no-sensorial o un presentimiento cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad particular.» El origen de la palabra es latino y Astrada lo une al escenario natural, al espacio, al paisaje. En la antología que cité, uno de los artículos titulado El numen del paisaje, los signos rúnicos del silencio expone esa relación.

Guillermo David me acercó un fragmento de El mito gaucho, la obra central de Astrada, donde el filósofo se permite una reflexión sobre la Antártida. Copio el pasaje entero:

“Nuestro país, por su situación geográfica y su natural desarrollo industrial y económico, está, sin duda, llamado también a tener un destino marítimo, mediante el cual pueda realizar sus posibilidades de vida, afirmando su personalidad en la comunicación y convivencia con los pueblos del propio ámbito continental y con los de los demás continentes. En esta dirección, nos impone ya el destino, nuestra vocación para la grandeza histórica, como tarea, el hacer efectiva la incuestionable soberanía argentina sobre la Antártida, una de las grandes realidades del futuro. Esta dilatada región del extremo austral —aún casi inexplorada, todo un continente de 14.000.000 km2, que ocupa el cuarto lugar después de Asia, América y África y de más extensión que Europa y Oceanía—, con sus posibilidades industriales y de explotación de su riqueza natural, está en el camino de las legítimas aspiraciones argentinas, en el rumbo y trazo de las líneas centrífugas que indican la proyección del desarrollo de una Argentina grande y soberana.”

Tomando estas frases, podemos decir que Astrada ve y no ve la Antártida. Sospecha que ahí hay algo, un destino, una vocación, soberanía y futuro. Pero en vez de una metafísica nos ofrece producción, explotación, extractivismo. La intuición resulta, a la vez, señera e incompleta. Es válido que anticipe un “destino marítimo.” Para llegar hasta el continente antártico primero hay que desarrollar e incorporar el mar a nuestra rutina vital, a nuestra plena soberanía. 

El fragmento es rico. Aunque lateral, coloca una piedra fundante, dura y afirmativa. La van a capitalizar nuestros nietos cuando finalmente habiten de forma permanente la península y construyan no solo ciudades prósperas donde hacer su casa, desplegar su trabajo y amar a sus hijos, sino también un modo de vida antártico, que –lo contrario es imposible– creará una durable literatura filosófica. Mientras ese futuro nos espera, hoy, en tanto que argentinos y melancólicos, quizás estemos mejor preparados de lo que pensamos para anticipar, imaginar y descubrir esa parte, vital, de nuestra patria.///PACO