Por @SantiagoDieser

Poco más de 28 años de vida le bastaron al boxeador venezolano Edwin Valero para convertirse en leyenda. No sólo por su sorprendente y eficaz desempeño arriba de los cuadriláteros, donde consiguió 27 victorias en igual cantidad de peleas, todas ellas por nocaut; sino también por su accidentada vida fuera del ámbito pugilístico: mató a su esposa y luego, una vez en la cárcel, se quitó la vida ahorcándose con sus propias prendas de vestir.

«El Inca», como apodaban al sanguinario boxeador de Mérida, amó a su país más que a nada en el mundo y se encargaba de demostrarlo cada vez que tenía la oportunidad, ya sea con una foto de Hugo Chávez impresa en sus pantalones de pelea o a través de los micrófonos. «Somos tan libres y tan felices… Pienso que aquí tenemos todo. Es lo más lindo que he visto en el mundo», era lo que pensaba Valero sobre su Venezuela contemporánea. Y como para no dejar dudas del amor que profesaba por su patria, Edwin se tatuó la bandera tricolor en el pecho, con la cara de Chávez bajo el lema «Venezuela de verdad». El régimen chavista lo adoptó desde siempre como su deportista de cabecera. La patria bolivariana era suya.

Edwin Valero

La excelente relación con el presidente de su país le valió de muchos enemigos en los Estados Unidos y Europa. Los norteamericanos, por ejemplo, le negaron la posibilidad de pelear allí aludiendo que Valero tenía una lesión cerebral, producto de un accidente en moto en el 2001. ¿Si Valero pudo subir a boxear en tantos países (México, Japón, Francia, Panamá e incluso en Argentina), por qué los estadounidenses le negaban la entrada a sus majestuosos estadios? La respuesta, para el mismísimo Edwin, era muy clara: la política. Fue Texas, en el 2009, el único Estado norteamericano que le otorgó a Valero el permiso para pelear, desacreditando al resto y reforzando la teoría de maniobra política a la que aludía el púgil.

En el ámbito meramente deportivo, el desempeño de Edwin Valero fue brutalmente exitoso: ganó todas sus peleas por nocaut, las primeras 18 en el primer asalto (lo que marcó un nuevo récord) y se adueñó de dos campeonatos mundiales en diferentes categorías, el cetro AMB superpluma y, más tarde, el CMB ligero. Su estilo rozaba desde lo particular hasta lo cruel, pasando por lo desordenado. Salía desde el primer campanazo a masacrar a sus rivales y, hasta no verlos tendidos en la lona, no descansaba. Por eso sus peleas eran sinónimo de espectáculo para los amantes del boxeo y rápidamente se transformó en uno de los peleadores más temidos por sus colegas, que no querían ni siquiera cruzarlo cerca de un ring. Pocos se animaron a enfrentar a esa bestia que se alimentaba de definiciones por la vía rápida.

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Su última pelea fue el 16 de febrero del 2010, en México, cuando noqueó en nueve episodios al local Antonio De Marco, defendiendo por última vez su título mundial de la división ligero. Dos meses más tarde, Valero volvió a ser noticia, pero ya no en la sección deportiva, sino en los policiales. El boxeador, que contaba con antecedentes de violencia doméstica, asesinó a su esposa Jennifer (tres heridas de arma blanca) en un hotel de Carabobo y se entregó de inmediato, confesando lo sucedido. Una vez en prisión, un Edwin devastado desde lo emocional y sin la contención psicológica necesaria, se quitó la vida ahorcándose con su propia ropa. Fue el 19 de abril de aquel 2010, cuando al morir, nació su leyenda.

Deportivamente, El Inca fue un caso único: un pegador hermoso que le habría dado una paliza a todos los de su categoría. Fuera del boxeo, terminó cometiendo un delito irreparable en un momento de su vida en el que le faltaron consejeros sabios que lo contuvieran y alejaran de los excesos. Podrá ser recordado como el bolivariano de los mil nocauts o el boxeador suicida que enloqueció y mató a su mujer, pero jamás como quiso retratarlo el Diario Marca de España: «Edwin ‘El Inca’ Valero: un chavista, un adicto, un enfermo… un asesino«, tal como titularon en ese medio la noticia de su muerte. Los españoles, que tienen muy poca tradición y conocimientos pugilísticos, odian a Chávez y, por arrastre, odiaron a Valero.

Sus detractores, que lo ignoraban, le cerraban puertas y finalmente se llenaron la boca hablando de él nada más que en la desgracia, se convirtieron sin querer en los primeros en inmortalizarlo, dedicándole horas de aire e incontables páginas de diarios. Los que están del otro lado, los amantes del deporte de los puños y los chavistas, seguirán adorando y agigantando eternamente la leyenda del Inca Valero, porque entienden las reglas del juego y saben (tal vez como consuelo), que los grandes también se equivocan. Aunque, está probado, algunos de ellos no tienen la dicha de las segundas oportunidades.///PACO