En Paraguay el calor se te mete por la nariz y los ojos. Y la humedad te inyecta teatro de revista, cocaína, tetas, olor a culo, charcos con paquetes arrugados de Marlboro y barro. Existe una cosa zombie haitiana, esa cosa siniestra del hablar guaraní, es un complot, murmuran tu muerte, se ríen con chasquidos que ahora te hacen acordar a dialectos africanos, con machetes, con ojos directos a tu alma. Caminas y las botas se desgastan con las calles de arena, mierda, mil lluvias por día, ramas, chapitas de Pepsi diet, suena la cumbia, la sacrosanta cumbia, el acordeón del infierno que suena como un carousel de pedófilos, el sol en la cara que te martilla la resaca de cerveza baratísima. La otra noche conociste gente buena, te invitaron todo, te presentaron paraguayas con ojazos celestes y culos de Africa, de Haiti, de zombies, de voodoo, te violaron, te cachetearon, policías amigos, piñas en la panza, el gusto de la cerveza baratísima que se mezcla con sangre de algún diente, la transpiración, los huevos te flotan en olor a pared mojada, te desgraciaron, pero el día va bien. El calor. Hora de tomar cerveza, de hacer nuevos amigos de Satán, que se te rían porque sos un blanco argentino y tu alma es mas negra que Pele. Querés ser ellos, querés vivir trescientos mil años en ese infierno de acordeones y transpiración, de maldad, de chasquidos con la boca de las señoras. Los tres mil ojeos por día. De Paraguay te volvés con tres mil maldiciones que dejarían a un cáncer como un granito a los trece años. Cumbia y sustancia. La libustrina y la calle de barro. El exilio argentino debe ser en Paraguay.///PACO