1.

Acabo de ver con vanidoso orgullo unas notas mías sobre la ensayista Adela Falconier publicadas; es decir, un texto del que puedo hacer un tímido alarde porque no me pertenece del todo, se apoya en otro para funcionar. Tal vez porque Falconier habla del verosímil en general y, en particular, de esa construcción que en Argentina se llama literatura del conurbano, recuerdo un tuit del 02 de febrero de este 2020, de Juan Carrá, un autor que admiro lo suficiente como para haberlo editado, que decía: “Si Volver al futuro se hiciera en Argentina, Marty tendría que tener en el bolsillo tres o cuatro tipos de moneda. Datos de la realidad que influyen a la hora de construir una ficción”. 

Aclaro que en vez de la mezquindad de la plataforma Twitter para el desarrollo de una idea, yo abusaré en desarrollar mi contrapropuesta por un medio más profuso. También es innecesario señalar que los dólares de 1985 incluían ya la leyenda “In god we trust”, que empezó a circular en 1967, de acuerdo con la omnisapiente Wikipedia, cuando la acción del pasado en Volver al futuro es de 1955. Es decir que, aun cuando la trama transcurre en los Estados Unidos, Marty tiene los billetes equivocados. Tampoco sería oficioso sacar la noción monolítica del dólar estadounidense como inmutable cuando, después del abandono del patrón oro, y de la crisis de la opep, los vaivenes frente a otras monedas de reserva fueron constantes. En especial, porque no creo que uno deba rebatir, con los argumentos que rechaza, a esos argumentos, ni que el verosímil de la construcción ficcional deba provenir de la realidad.

2.

Borges, sin embargo, parece opinar distinto. En Nueva refutación del tiempo dice: “Niego, con argumentos del idealismo, la vasta serie temporal que el idealismo admite”. Me detengo en esa frase, mientras lo discutimos en el laboratorio que coordina Mavrakis; lento, como suelo ser, no me atrevo a decir que pienso que el ensayo (como artefacto literario en general y, en particular, este de Borges) construye un verosímil como si se tratara de construir una ficción. Tampoco que puedo asomarme a argüir que el texto no se trata del tiempo, sino de la paradoja como forma de narrativa, como forma de ficcionalizar, en todo caso, el tiempo.

Me explico: la serie paradojal, la reductio ad absurdum, es uno de los temas borgeanos. Aparece en los ensayos de Otras inquisiciones (“El sueño de Coleridge”, “La flor de Coleridge”, “La esfera de Pascal”, “El tiempo y J.W. Dunne”, “El idioma analítico de John Wilkins”), aparece en El aleph cuando se supone al aleph dentro de sí mismo, todo dentro del todo. La paradoja se vuelve constitutiva de una poética porque es una forma de armado del relato, la de la metatextualidad que recurre en la obra borgeana. Se trata de la paradoja macedoniana que, en Macedonio, está puesta en acto, cuestionada a través de lo paradojal mismo: “Niego, con argumentos del idealismo, la vasta serie temporal que el idealismo admite”.

Por otro lado, la posibilidad de construir esa negación consiste para Borges en seleccionar una serie de citas y nombres que se vuelven verosímiles, plausibles, aunque nunca exhaustivas. ¿Por qué de la vasta tradición idealista alemana solo rescata a Schopenhauer? Dice que Leibniz inspiró el texto, pero solo cita al otro inspirador, Berkeley. Elude a Fichte, esquiva a Leibniz, decide desconocer las críticas al idealismo de Kant. Se mueve con aquellos autores con los que se siente cómodo, a pesar del lugar en que la historia de la filosofía se empecine en ponerlos. Construye, en definitiva, un verosímil para que lo leamos, para que entremos en la puesta en escena ficcional acerca de lo que dice del tiempo (aunque creo que para decir de la paradoja). Hace lo mismo que Marty McFLy, que no necesita de los dólares (o el supuesto vernáculo de las diversas monedas) para poder viajar en el tiempo y vivir en el pasado.

3.

“Usted le hace preguntas al texto que no son pertinentes. San Juan de la Cruz habla de Dios.” Palabras más, palabras menos, eso fue lo que me puso, junto con un poco amistoso tres, la profesora Alicia Parodi, en la monografía que en 1996 presenté sobre el Cántico espiritual y cuyos argumentos me obstino en volver a revisitar aquí, veinticuatro años después. Como se ve, a decir de Borges, alimento aún una cicatriz rencorosa.

En el Cántico espiritual, San Juan compone, como siempre, un poema y una larga exégesis. Habla, por su puesto, de Dios, pero también de la imposibilidad del lenguaje, del goce místico, del goce carnal y de cómo escapar a la opresión del verosímil deificante al que debe someterse un sacerdote. (Glosa del propio texto para deambular por el anclaje de sentido, goce e imposibilidad del decir son las cosas que me rondan cuando intento escribir ficción). Es cierto que lo que digo no puede entenderse en una lectura literal, pero, como Borges, San Juan construye su propia tradición, su propia forma de abordarla. La inhabitación mística implica siempre un vacío, una falta, un dejarse ir para lograr un éxtasis gozoso. San Juan insiste con que se trata del alma, aunque “pide con gemidos inefables” casi en un goce corporal. También pregunta, ya desde el prólogo, “¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir?” y “quién, finalmente, lo que las hace desear”. “Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas lo pueden.” Por eso, señala, se usan comparaciones y semejanzas, como en los “Cantares de Salomón” en el que se habla por “misterios en extrañas figuras”. Cuando el lenguaje no alcanza, cuando las palabras huelgan, se recurre a la retórica. El místico es atravesado en una oquedad que le impide ser verbalizada. Lo único que le queda es completar con otros textos.

Que San Juan no conociera la intertextualidad no quiere decir que no podamos leer su obra con esa categoría, estimada profesora Parodi. Al hablar de los “Cantares de Salomón”, no una, sino varias veces, en el prólogo y en la exégesis, San Juan trae, como Borges trae a Berkeley, al Cantar de los cantares, el libro bíblico que narra la búsqueda de una amada, la pérdida, la sensorialidad, el menguado erotismo. San Juan lo incorpora; a pesar de que diga hablar de Dios, hace ingresar la carnalidad, llena el vacío místico con el texto que lo antecede. En la larga exégesis de los primeros versos, “¿Adónde te escondiste, /Amado y me dejaste con gemido?”, San Juan recalca que el amado al que se busca no está sino en el alma, pero el alma no puede encontrarla. Con la misma imposibilidad del lenguaje, el amado es una carta robada a la vista de todos e inalcanzable. También se puede pensar que eso inasible que está en el texto pero que resulta inalcanzable es la tradición citada. La literatura como una forma que procede de la literatura y que hacia allá se dirige.

4.

Así como Borges y San Juan de la Cruz construyen su tradición, su forma de volver verosímiles los textos que escriben, Cervantes hace hablar a esa línea literaria heredada, desde los árabes que ocuparon España al infante don Juan Manuel. En El coloquio de los perros es evidente ese ser atravesado por los otros textos. De hecho, la novela ejemplar proviene de una anterior, El casamiento engañoso, en la que el alférez engañado para casarse contrae una venérea, tiene que ser hospitalizado, y en el hospital dos perros conversan. De los dos, Cipión y Berganza, solo Berganza cuenta su historia, mientras el alférez duerme, porque los humanos no pueden saber que los perros conversan. Cipión cierra la novela diciendo: “Y esta noche que viene, si no nos ha dejado este grande beneficio de la habla, será la mía, para contarte mi vida”. Es decir, la última novela ejemplar del libro cierra con la promesa de un nuevo texto. Viene de uno anterior y va a hacia un próximo.

Cervantes propone un habla, una apropiación de las tradiciones en las que abreva, que funcionan como una lengua sincrónica, al decir de Saussure, que tiene la posibilidad de ser singularizada en una enunciación. En definitiva, las tres vertientes que vengo intentando visitar, ensayo, poesía (glosada) y narrativa, fundan su verosímil en la tradición literaria anterior, en los textos que habitan ese vacío de la imposibilidad del lenguaje. No proceden, en todo caso, de la realidad, ni la consideran una posibilidad literaria (¿cómo reducir lo real a un discurso, cómo lo inefable a lo dicho?). Tal vez pueda pensarse que la idea de verosímil que Aristóteles propone en La retórica como aquello ya previamente aceptado por todos no se refiera al contexto de lo que llamamos “realidad”, sino a lo aceptado por todos en eso que llamamos ficción. Es decir, en otros textos.

En la clasificación escolar, que divide entre idealistas y realistas a los textos de este volumen de Cervantes, El coloquio de los perros es considerada realista no porque los perros que hablan lo sean, sino que el relato de los cuzcos es un recorrido por la vida de los bajos fondos (embrujos, circos, una población empobrecida que sobrevive con mil argucias) en una especie de picaresca que hoy, en Argentina, podríamos asociar a lo que se llama literatura del conurbano.

5.

En el reciente volumen, Conurbe. Cartografía de una experiencia, se presentan doce relatos en clave topográfica. La delimitación de una zona, y de los prejuicios en torno a esa zona, configuran la idea de lo que debe ser un espacio literario sin necesidad de provenir de lo literario, con lo que se suponen que son datos de la realidad. El resultado es una colección un tanto despareja y otro tanto previsible, que no intenta abordar una forma más allá de cierto extrañamiento: se escribe con la perplejidad y la prepotencia de los cronistas de indias frente a un territorio a conquistar con el aplomo de quien sabe que puede imponer una visión.

En primer lugar, el prologuista y compilador del libro, Julián López, arroja una definición novedosa: el conurbano ya no es aquello que rodea a la ciudad de Buenos Aires, la capital, que lo circunda, sino que es “el más allá de la capital”. Idea que refuerza, casi como en una distopía, cuando señala que está la ciudad y “la zanja que define hasta dónde pueden llegar los otros aluvionales”. Está la ciudad de Buenos Aires y la zanja, oh sombra terrible de Alsina, que separa de lo incivilizado, de la “argamasa en constante producción de formas nuevas”. La argamasa, lo aluvional, la zanja: todas formas fangosas para la negatividad de un país que se resiste a reducirse a lo que esa capital propone. Lo novedoso, entonces, es esa ampliación del campo de batalla (simbólico). Supongo que esta idea de distinción (he hablado de la poética de López como distingo, como diferencia en otro lado) recorre el volumen, hace que los cuentos tengan la perplejidad del naturalista que clasifica lo desconocido. De hecho, un cuento de cierta torpeza ejecutoria, el de Fernando Veríssimo, tematiza esa visión del capitalino sobre el viaje a la urbe que lo rodea más allá de la zanja: intenta el extrañamiento con los travestismos de marcas (“MercadoAbierto”, “Ubify”), el protagonista planea la excursión, lleva provisiones, calcula el tiempo como un adelantado; en esa broma se basa la anécdota que se narra.

La otra teorización que propone el prólogo es la del mito. “Si los mitos son aquello que nunca sucedió pero siempre se repite”, declara López. Barthes, en Mitologías, define al mito como un habla, como una apropiación de la lengua, a través de ciertas unidades míticas mínimas que recorren lo heteróclito y multiforme del lenguaje. El habla es, claro que en Saussure, aquella reducción de la que somos capaces los que deambulamos por la lengua. Lo extraño es que, en cierta forma de la literatura, se crea, se tenga fe, como decía Hugo, en que las palabras son infalibles. No hay habla en la mayoría de estos relatos. Por el contrario, son hablados, son traspasados por la forma de unidad mítica que deciden repetir. El verosímil de los textos no proviene de lo literario o de la apropiación de lo literario, sino de la idea la mentalidad de una clase, de la forma en que el capitalino ve al otro y que ha conseguido que se repita (no es insistencia, es repetición), como dice López, no como un “mito” sobre el que se reflexiona, sino como un balbuceo irreflexivo, incluso por aquellos que están del otro lado de la zanja que circunda a la ciudad.

Con esa noción abre Dolores Reyes la serie de relatos: con un pintoresquismo de personajes llamados “Yani” o “Yaron” que toman “ferné”, como si la grafía o la falta de letras dieran cuenta de una realidad que no hace más que confirmar los prejuicios con los que representa la mentalidad burguesa, a decir de José Luis Romero, a los que viven en la pobreza, que, indefectiblemente, está en el conurbano, extrapolada de la ciudad capital. Algo similar pasa con la historia de una prostituta que narra Selva Almada: viene del interior, es admirada en su provincia, abusa de los que más cerca tiene. El cuento de Sebastián Pandolfeli, por su lado, sigue sin despegarse el discurso de una anciana apropiadora de bebés que se siente amenazada por “los negros” del afuera de su casa: no hay reflexión sobre la forma en que habla la anciana, no hay adhesión ni distancia, solo un repetir. El de Maliandi compendia ciertos lugares comunes del progresismo que se debate entre la angustia propia frente a la desgracia ajena y la resignación: “Es complicado cuando los adoptan de grandes”, repite el personaje sobre un vecino que lo asaltó. El de Katya Adaui redunda en lugares comunes sobre los ricos y el derroche, sin tener que ver demasiado con la temática del libro. La misma falta de relación sucede con el de Camila Sosa Villada, que es fresco y divertido, pero no se entiende del todo que esté incluido en la serie. Un poco más de oficio y de dobleces muestran los de Hugo Salas, Claudia Piñeyro, Alejandra Zina. El de Cabezón Cámara junta imágenes que describen el descampado, el polvo, lo que no está; narra con destreza, con frases líricas, aunque concluye, con nostalgia del ayer, que “hoy los barrios crecen dándole la muerte a todo lo que vive, ay, los árboles, los caballitos costilludos, los perros muertos de hambre, en el tercer, ¿se puede ya hablar de un cuarto?, cordón del conurbano”. Es decir, la misma mirada desde la lengua dominante hacia el territorio que se glosa (y homogeiniza) en el libro. El de Inés Garland adolece de la rima en prosa: “Está haciendo campaña, dice el inglés, ¿qué será esta vez?”

Se me podrá decir, pienso ahora, que el tema de la frontera, el de la división entre “civilización y barbarie”, tiene raíces en nuestra literatura nacional: el Martín Fierro se trata de eso; el Facundo. Libros que llevan artículo por su relevancia histórica. Sin embargo, repaso los relatos y no veo que haya una tematización del problema de la frontera, del otro; solo un discurrir, la repetición que anuncia López en la primera página, la confirmación como propuesta de lo repetitivo. El viejo axioma de los talleres literarios en que no hay que modalizar el texto para que el lector sea quien saque las conclusiones aparece acá casi como con cierta pereza de incomodar, como si las conclusiones ya hubieran sido sacadas, como si se quisiera convencer al que piensa igual.

Esa idea, sin embargo, no está en los textos de Fernando Garriga. Cuando leemos las biografías de los que integran Conurbe. Cartografía de una experiencia, vemos las innegables relaciones entre ellos. No me parece inconveniente que López seleccione los textos por sus afinidades electivas; hago lo mismo para proponer un autor que se escribe en la zona del conurbano con premisas divergentes. Entonces, Garriga, Fernando a secas, tiene una poética que gira en torno a Ezeiza y Olivos. En “Salsa o chimi” o en “Perro muerto” o en “Dos vinitos” no se trata de la precariedad de la mirada para hablar de cierta precariedad material, como los cuentos del volumen compilado por López, sino de una literatura en la que el extrañamiento está puesto en esa cotidianidad que conforma la zona, en la que la exploración de los personajes los singulariza en vez de achatarlos, en una indagación de la forma (y de las elipsis en la forma) de tejer los vínculos entre acciones y narración. Por eso, puede escaparse de la mirada del otro, de la consabida mirada, y reírse (ah, cómo falta el humor en Conurbe…, cómo se toman tan en serio todos) en textos como “Tres días en la vida de Santa” o “Hace calor” o la crueldad casi hilarante de “Tres evangelistas”, todos estos editados en Continuidad de la obra. En la nouvelle Cumpleaños en la isla aparece un delta que es sorpresa y amenaza, en la que el habla está (a)negada, en la que no decir configura a un mundo con pocas certezas. Fernando parece moverse entre la agilidad de Aira y la perplejidad de Saer en la forma de construir una poética. En Las invasiones ranqueles según mamá (¿novela?, ¿misceláneas sobre un mismo tema?) también hay una mujer que teme y se burla de “los negros”. Sin embargo, en el libro, la lengua está cuestionada, tematizada. Podría explayarme, pero en esta entrevista él lo cuenta mejor que yo.

6.

En todo caso, la poética de Garriga es la de apropiarse (de la lengua, de una tradición literaria que lo precede), saberse parte de ella, en vez de imponerla como quien traza arbitrariamente una zanja que delimite un territorio, una extranjería. En todo caso, la literatura, el verosímil literario, aparece en construir esos lazos entre textos, en hacerlos hablar como dice Barthes del mito, en vez de repetir. De restablecer los lazos se trata también Volver al futuro; no solo del regreso, sino de la indemnidad del regreso: que no se borre nadie de la foto, que no se rompa la continuidad, que no se rasgue la ilación de la historia. También se apoya en la tradición para construir su verosímil como una pieza de relojería, como me insistía Hugo cuando hablábamos de la película. Empieza con los relojes, empieza con el tiempo y, desde ahí, construye la posibilidad de ese viaje en el tiempo, de las peripecias de Marty. Es el mito familiar (el padre, George, atropellado por su futuro suegro, la conmiseración de la madre que la enamora) es recreado, vuelto a enunciar: un habla. Toda esa mitografía, la construcción de un mundo hace, tal vez, verosímil (apoyado en los relatos de ciencia ficción de los años 50 que la película recorre) la acción sin que los detalles de la realidad importen: los billetes que lleva Marty, en definitiva, en el bolsillo.

Para volver a la precisión dineraria que dio origen a estas notas, que agradezco a Juan Carrá que me ayudó a reflexionar en todo esto, cierta posibilidad de verosímil fundada en el prejuicio de la realidad, como hemos visto, parece mostrar una solvencia inmediata, tanta que, salvo las mencionadas excepciones, los cuentos de Conurbe… no incurren en vacilaciones. El verosímil que duda, que da circunloquios, que tiene que artificiosamente justificarse, cuyo respaldo hay que buscarlo en otros textos, en la lectura de una tradición puede parecer más inestable, más pasible de una devaluación. En lo personal, si de algo importa, me gustan que los billetes puedan ser falsos. O, como dice el personaje de Saul, en La nueva gran estafa, quiero que el último cheque que firme rebote///////PACO

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