Hace años que trabajo con la idea del enema como política estética: llenarse de todo, hinchar el propio cuerpo, la obra, hasta rasgarla y devolver eso mismo, dadivoso, aunque lo que vuelva esté manchado, teñido, lleno de la propia mierda. Este texto ensaya esa generosidad: habla de Ernesto Cardenal y de Donnie Yen, de Hugo y Ricoeur, de Fernando y el budismo, de Mercedes, de Villa Ballester, de Caetano Veloso y Felisberto Hernández, de Quevedo y Mandelshtam, Gal Costa y Tim Maia, el Tui Shou de Francisco: no se trata de guardármelos o de mencionarlos para que se vuelvan atributos de mí; están con la (media) ilusión de compartirlos, con el entusiasmo de darlos, con la pobreza de la enciclopedia (como bien señala Alan Pauls de Borges: la enciclopedia es el conocimiento del pobre, el que puede llegar a todas las casas, lo contrario de la erudición).

Varios años atrás, escribí un pequeño texto sobre Una muchacha muy bella, la novela de Julián López, texto que se hizo popular entre amigos y conocidos que pasaron a llamar a cierto esbozo de categoría que ahí hacía con el nombre de “literatura sojera”. El mote quedó casi como una broma, en la clara idea de que escribo para los amigos, que me lo recordaban a menudo. Este verano, sin quererlo, me crucé con La ilusión de los mamíferos, la última novela del mismo autor. En realidad, una imprenta que quería ofrecernos sus servicios nos lo mandó como muestra. Me habría gustado comprarlo, que no fuera una lectura sin que hubiera un gasto anterior, y también me habría gustado que me gustara el libro sin más ambages, que me viera imposibilitado de leer más allá de lo que efectivamente me gustó, de lo que pude disfrutar.

El lunes de carnaval fuimos con Mercedes a comer a una pizzería a la que hace años queríamos ir, con ese aire de bodegón, en Libertad y Witcomb, en el límite de Villa Ballester. Mientras esperábamos, leímos los epigramas de Cardenal. “Me contaron que estabas enamorado de otro / Y entonces fui a mi cuarto / Y escribí ese artículo contra el gobierno / por el que estoy preso”. La crítica, en todo caso, me parece propia de esa primera persona que no me interesa en la narrativa y que implica una lectura que parece provenir de un afecto (o de un desengaño, otra forma de lo mismo, como en ese poema de Cardenal) y va hacia un pathos. Se escribe, en todo caso, en el cuerpo, con el cuerpo. Es en esa forma de la lectura que me atrevo a la novela de López y que intento ver qué de ella me interpela, qué hace de mí un lector. (Fernando dice que en el budismo esa proyección es inevitable, que siempre habla de uno y queda la pregunta de en qué medida me habla el texto. También Fernando, después de leer la primera versión de estas líneas, para inflar hasta la casi la explosión el paréntesis, me va a decir que, cuando se lo conté, cuando le dije a él y a Hugo de qué iba mi lectura, le pareció mejor, más conmovedora, que lo que acá está escrito. Lo que dije, creo, fue que me gustaba esa melancolía del narrador de la novela, esa construcción metafórica y lírica de la melancolía, de la pérdida del otro, de la ausencia como condición de lo que no es uno. Me sigue gustando eso, me sigue atrayendo la improductividad melancólica de una novela de domingos (como esa canción de Gal Costa y Tim Maia) en un mundo tan productivo; un realismo que no aparece teñido del prejuicio del habla de lo real).

Después de que Mercedes me las recomendó, vimos las películas de Donnie Yen sobre el maestro de artes marciales Ip Man; aparece, en alguna de las cuatro, el tui shou, esa disciplina que practicamos con el tai chi chuan que nos enseñaba Francisco Clemares. El tui shou es un contacto mínimo en donde cada contendiente busca desestabilizar al rival, pero trabaja con la fuerza del otro, con el equilibrio que el que está enfrente propone. También así puedo pensar la crítica: una especie de danza, en la que mantenerse en pie depende de las dos partes, del movimiento de cada uno, de lo que el otro ofrece (como fuerza, como equilibrio, como inestabilidad); la crítica como un hecho corporal, una conversación y un agon. En ese caso, La ilusión de los mamíferos tiene una música, una cadencia, un lirismo que otorgan las metáforas (en la solapa posterior, creo, se las alaban como “desenvueltas, selváticas, insumisas, tocadas por una hipertelia en constante proliferación semántica”), una evocación que da el imperfecto, el tiempo del pasado y de la habitualidad, como si aquello a lo que se llama pudiera alcanzarse, aunque esté perdido. Escribirle a una segunda persona (o al que está enfrente en el tuei shou) parece también la forma de la empatía: todos modelizamos al otro amoroso, todos le damos forma en lo recurrente sin lo cotidiano.

En la novela se pueden leer frases como: “O voy a dejar todas las ventanas abiertas, que la casa se vuele desde adentro y dé la bienvenida al tornado” o “Jugábamos a hacer rodar muy lentamente un pomelo en el aire”. O también: “Estar juntos era nadar contra la corriente caudalosa que necesita que todos sean sí mismos…” o “Algunos domingos mirábamos por la ventana, eran las mañanas de tormenta, o esas jornadas en las que la madrugada promete un día de lluvia sostenida”. Esas frases enhebran los retazos de la historia fragmentaria: un hombre tiene un vínculo con otro hombre, se encuentran los domingos en el departamento del narrador que cuenta cuando la relación ya terminó, en la nostalgia de ese anhelo, después de haber perdido también al padre y de haber intentado huir a Berlín; evoca, entonces, a ese hombre que perdió o que nunca tuvo, porque estaba casado con una mujer: “Yo amaba oír los cuentos de tu infancia y de tu adolescencia porque estaba seguro de que me habría enamorado de vos de solo verte posar los ojos en las cosas que mirabas…”. “Pero vos volvías a dar brazadas que me ponían cada vez más duro y con más forma, no era solamente la pija o todo yo era solamente mi pija, pura verga que buscaba entrarte”. Así se escucha el texto, el ritmo, la construcción que siempre se está evocando a sí misma, con una prosa que busca cierto refinamiento, una orfebrería, un trabajo preciso, constante, minucioso. Me siento cerca, en la prosa que intento, en la ficción que intento, que escribo para los amigos, en la tentativa de construir una obra narrativa que escape a las oraciones breves y al realismo de lo que me circunda. Me siento cerca, entonces, no solo de la prosa, del ritmo y de las metáforas sino de que no cuente, de que cada episodio se resuelva autónomo (salvo cuando va a comer a la casa del amante, con la mujer del amante), que declare que “no tengo nada para contar, ¿y qué?”. La morosidad, entonces, es parte de la historia que no se cuenta sino que se arma episódica, como un cuadro del primer impresionismo o como un Seurat.

“Tropeçavas nos astros desastrada.” Así empieza la canción Livros, de Caetano Veloso, que por la musicalidad de la frase me encontré repitiendo mientras pensaba en la novela y en estas notas. La frase, que no sé cómo se escribe en verdad, puede entenderse de tres maneras: “Tropeçavas nos astros desastrada”, “Tropeçavas nos astros dessa estrada” y “Tropeçavas nos astros des-astrada”. “Tropezabas con los astros hecha un desastre”, “Tropezabas con los astros de esa calle” y “Tropezabas con los astros sin los astros (sin rumbo, sin horóscopo)”. También tiene ese verso el lirismo del imperfecto y la superposición de la metáfora: Hugo dice que Ricoeur dice que la metáfora es el encuentro de dos planos que crean un tercero que se vuelve necesario porque es la única forma posible de expresión de aquello que quiere decir. En la metáfora polisémica de Caetano eso multiplica o, como dice más adelante la canción, es lo que puede “lanzar mundos al mundo”. En “El cocodrilo”, ese relato de la perplejidad y del llanto, Felisberto Hernández también esboza la construcción de la metáfora. Un vendedor intenta hacer de publicista y lanza el eslogan de la fábrica de medias “Ilusión”: “Quién no acaricia hoy una media ilusión”. Hay ahí un plano recortado a la mitad, agotado en el mismo intento. Una superposición de significados que queda manca, una densidad inconclusa, incompleta hasta lo paradojal: quién puede, más allá del plano de lo literal, de casi el chiste, la fábrica de medias, la ilusión, acariciar la mitad de lo ilusorio, la mitad de lo no constituido, de lo que no tiene límites necesariamente. La media ilusión como el escenario de lo metafórico, como la proliferación de la metáfora que se conforma a sí misma fuera de la totalidad, que escapa hacia adelante, que ya no puede ser explicada como dos planos superpuestos sino como planos metafóricos que solo se explican (escapando, proliferando) con otra metáfora.

Sin embargo, me cuesta encontrar eso en las metáforas que definen la novela de López. Sobre el final hay tres esbozos de explicar el título: “La soledad es la ilusión de algunos mamíferos”; “El amor es la ilusión de algunos mamíferos” y “La liviandad es la ilusión de los mamíferos”. Una que se afirma y dos que son vacilantes. Las tres casi sueltas, desconectadas del contexto (del capítulo, en párrafos aparte, de lo que la novela esboza). No logro entender en un primer momento qué planos se superponen, qué sentido no puede ser expresado de otra manera, qué ilusión es a la que se refiere, cómo se constituye ese espacio simbólico de lo ilusorio en un texto de lo concreto, de lo diario, de la repetición. Si las metáforas del final glosan el título, deberían tener una relevancia, una clave de la lectura, una cifra que mostrar como el mago que corre el pañuelo y muestra a la paloma; sin embargo, por qué aparecen desligadas del texto, por qué parecen más una argucia, como las de un Odiseo pródigo en ardides, que metáforas, que la construcción de una polisemia. 

Tampoco entiendo en la última, la más apegada al título: a qué liviandad se refiere, por lo menos no la veo tematizada en una novela que intenta lograr un (ilusorio) anclaje de la relación entre dos hombres, un anclaje que no se resuelve porque uno de los dos está casado, porque el narrador inventa al otro hasta que choca con la imposibilidad de la mujer y los hijos. Ese afirmarse, esa pesadez es lo que el narrador dice buscar (y a lo que le escapa), no lo liviano que no aparece como categoría del relato. ¿Cómo comprender entonces estas metáforas? Antes de responder, hay algo más del texto que me conmina, que me interesa, que también se refleja en mí.

“Tener tanto las palabras hasta poder dejarlas, tener tanto las palabras hasta no tener nada para decir”, dice la novela de López. Algo de eso me hace acordar al conceptismo de Quevedo, al acmeísmo de Mandelshtam. La palabra despojada, cruda, como una piedra, sin contexto, sin vínculo casi con las otras, de modo que, sin circunloquios, la palabra, que se pierde y se tiene al mismo tiempo, puede armar un sentido nuevo: “El negro mar, elocuente, rumorea y con grave fragor se acerca a mi cama”. La elocuencia del mar de Mandelshtam también posibilita una metáfora sin serla. Por su lado, el texto de López se balancea entre la construcción metafórica (sin la exageración de la solapa posterior), la repetición, la insistencia y la precisión de la palabra, y por momentos esto parece un acierto, una poética, una voz, un tono adecuado; por otros, en cambio, parece nada más que una indecisión.

Por supuesto, no se trata de lo indeciso como la ilusión que no logra completarse en Felisberto Hernández sino más bien como una política de la avaricia: no decidirse a abrir la mano. El texto, entonces, se revela avaro, mezquino. El narrador parece coleccionar afecciones: quesos, juegos de té, delikatessen, lecturas, discos, guiños cultos, secretos de divas de Hollywood, de las divas locales. El narrador tampoco es rico aunque se empeña en armar una aristocracia de los gestos, una distinción constante. Comienza diciendo: “No soy un oficinista”. Es decir, soy singular, soy diferente: esa individualidad que se construye con atributos (los quesos, la comida gourmet con el amante aunque el resto de la semana coma fideos, las ceremonias matinales). Incluso el otro al que le habla, el amor perdido, el amado, es una construcción mezquina que reclama tanto para sí que termina robándole un libro inhallable a la pareja de quien se dice enamorado. No hay entrega, no hay dar, no es la generosidad de la mesa o de la cocina, de contarle al otro lo que ha descubierto, sino de enrostrar lo que lo hace distinto, lo que niega al oficinista como si fuera algo, casi, deplorable. Para volver al principio, no se trata de la liberación de un enema que devuelve sino de una retención indefinida, casi gozosa.

Esa escritura indecisa de López, que va desde la metáfora al despojamiento, esa tacañería del ejercicio de estilo (como me dice Hugo), del ingenio, del wit inglés, del talento disimulado en la afección, hacen de la novela un texto cómodo, casi superficial. Del mismo modo que las metáforas que glosan el título no tienen asidero, no se despliegan en nada, no son la forma única decir algo que no puede ser dicho de otra manera. Son, apenas, una expresión de la comodidad, de la entrega contenida, de la retención, de un narrador que hace un despliegue para no dar nada, incapaz de afirmar(se).

(Vuelvo al texto que me parece inconcluso tres meses después, en junio, en una fecha que la novela menta, en medio de la cuarentena que ahora sí se ha vuelto real, cotidiana, que ha reducido las posibilidades del mundo a ver por la ventana cómo la enredadera deja caer sus hojas. Creo, entiendo, que este ensayo, que esta tentativa crítica, todavía tiene que recolectar lo diseminado: Cardenal, Donnie Yen, el tui shou, la pizzería que hoy es un lugar inaccesible, la canción Livros, la media ilusión de Felisberto Hernández se anudan en la forma de una lectura, en la forma de entender lo leído. También en la manera esa de la que hablaba Fernando cuando intenté contarle a él y a Hugo que la novela me gustaba en lo melódico, en el tono, en la melancolía, pero que no podía aceptarla como tal, entrar en la posibilidad del juego sin tratar de entender lo que el juego, lo que la prestidigitación narrativa, ofrecía más allá de los aspavientos. Para mi lectura me valí de Cardenal, de las artes marciales, de “El cocodrilo” no como una aristocracia, no como un mérito personal por conocerlos, sino como la forma de soltarlos, de diseminarlos al que, quizás, a su vez, lea estas líneas: la dispersión del enema que se opone a la retención de La ilusión de los mamíferos, a la avaricia disfrazada de elegancia o de estilo. Hay en la propuesta de no soltar del libro de López una política que se opone a cómo me interesa leer, escribir, más allá de cierto ardid del deslumbramiento al que apela. También la política, ya no estética, sino la que implica una forma de modelar lo real, la de los partidos y las elecciones, la de la polis y el foro aparece en la novela. Ahora, creo, después de haber recolectado los temas en danza, que es una buena coda para este ensayo).

¿Y si la retención fuera, también, un gesto político? En La ilusión de los mamíferos la política se cuela por las rendijas de los prejuicios de la clase media: otra vez arreglan las veredas o la calle, El Hogar Obrero traiciona su nombre, alguien se vio obligado a afiliarse al peronismo. No es una novela militante, no es lo gay un tema militante (¿cómo podría ahora?); en todo caso, hay apenas un topos del individualismo (melancólico, elegante, bien construido) en buena sintonía con los últimos años de la Argentina, y también una mirada lejana, de la ausencia, sin poner el cuerpo, sin compromiso, como si López jamás pudiera decir: “Madame Bovary soy yo”. En el episodio de la abuela, por ejemplo, se muestra, sin ambages, el habla política de la novela. La abuela inglesa, en algún momento, dice: “Shall we go?”, aunque se hace llamar “gran abuela” para ocultar haber sido mucama. Esa vacilación (que el narrador nieto hereda) se ve también en uno de los párrafos más mezquinos: “Esa mujer se fue a dormir aliviada la noche del 26 de julio de 1952, pero se incineró de una amargura negra que le duró para siempre el 16 de junio de 1955”. ¿Cómo funciona el eje de comparación entre la muerte de una persona y el bombardeo para derrocar un gobierno? ¿Es lo mismo? Tal vez se trate de otra parte del ejercicio de estilo: omitir algunos detalles para que parezca una comparación posible. En todo caso, ahí está de nuevo la no afirmación, la medianía, lo indeciso: esa forma de no tomar posición que implica la retención, el quedarse callado, el usar un eje de comparación absurdo.

La abuela, en esa escena, lleva al narrador a conocer el Cabildo y la Plaza de Mayo (ya libre de bombas). Se suelta el pelo, se moja la cabeza. El amante del narrador le pregunta, mientras escucha lo que nosotros leemos (y nunca llega la respuesta): “¿Sos peronista?”. El narrador dice, en cambio, que su abuela fue la que metió las manos en la fuente. La abuela inglesa mete la mano (se lava las manos, me señala Hugo; mientras tomo notas para escribir esta crítica me explota un cartucho y me quedan los dedos llenos de tinta); la abuela inglesa mete las manos, no las patas, sino aquello que nos civiliza, que nos distingue, una vez más, de los animales, de los otros mamíferos, una distinción que al narrador le interesa porque es esa mujer la que le presenta la homosexualidad como distingo.

Han pasado semanas desde que recibí el libro. Estamos con una incierta e indefinida cuarentena. Cardenal murió un poco después de que lo leímos en la pizzería de Libertad y Witcomb, en el límite de Solentiname, y frente a la pregunta sin respuesta, frente a quien escatima su posición, su contestación, en un homenaje al poeta nicaragüense, contesto yo que prefiero la generosidad para los textos, al lector como un compañero y el otro del Tui Shou con quien jugar e intercambiar. Contesto también yo al “¿sos peronista?”, y la respuesta es “sí”.

San Andrés, marzo 16 (junio 16) de 2020////PACO

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