1.

Si podemos decir que los que vivimos en San Martín lo hacemos en Springfield, entonces cabe decir también que los de Tres de Febrero están en Shelbyville. Cada vez que cruzo el límite del partido, me pierdo en las diagonales inhóspitas, sin racionalidad, de la vecina ciudad cabecera de Shelbyville, Caseros. Cuando hablo con Susana, ahora que no es posible encontrarnos, pienso en esa broma de Los Simpsons: ella, claro, vive allá.

Me pregunta, del otro lado de la línea: “¿Leíste Cometierra?” Entiendo que me habla de la novela de Dolores Reyes. Le contesto que no, que, tal vez, me interesaría leerla. “Quizá tenga que dársela a leer a mis alumnas”, me cuenta dubitativa, “porque la autora, además, es de Caseros”. Hablamos un poco más. Quiere saber cómo está Mercedes; cómo, los perros, Tibia y Peroné. Después dice para retomar lo anterior: “Entonces, tampoco debés haber leído la crítica de Adela Falconier sobre Cometierra. Adela es de Ciudad Jardín”. Pienso que una autora y una crítica de Shelbyville se vuelven una combinación irresistible.

A Ciudad Jardín, ese enclave entre la fábrica de Peugeot y el aeropuerto militar de El Palomar, con arcadas que cruzan la calle, como los espejos de La dama de Shangai de Orson Welles, con casas de pretensiones europeas, con un microclima propio de gris y llovizna, fuimos con Mercedes, hace un poco más de un año, a instancias de Susana, para ver en el Cine Teatro Helios una película del EPA. Se trataba de un film de la ex Alemania del Este, Ich war neunzehn, aunque, para falsear un poco la historia, me gustaría que hubiera sido Now you see me, la película sobre magos que me entusiasmó no tanto porque la creyera buena, sino porque en esa magia performativa me parecía que había una puesta en acto de la idea de ficción.

2.

De Falconier no encontré mucho. Salvo que, en algunas páginas, que reproducían la crítica citada por Susana, escribían el apellido con c cedilla. También alguna alusión a revistas culturales de los 90, fanzines barriales, plaquetas de las que nada quedaba ya. Las direcciones llevaban a Ciudad Jardín, aunque no se ponían de acuerdo en las calles: “De los Jacarandaes”, “Conde Zeppelin”, “Aviador Germán Wernicke”.

El ensayo, con una apertura brusca, decía: “Una podría hacer el chiste fácil de que Cometierra cumple con lo que promete: se trata de una novela en la que la protagonista come tierra y, a partir de esa acción, identifica a víctimas de crímenes relacionados con la tierra comida. Lo extraño es que uno tienda a leerla como a una novela realista, cuando parte de un argumento (uno de esos argumentos que son mejores que la ejecución en sí, como si nunca hubiéramos aprendido la lección de Pierre Menard), en teoría, fantástico. Tal vez, la adscripción al realismo provenga de la fijación representativa de un imaginario sobre el conurbano. Eso que una podría llamar verosímil (un habla de constante sociolecto, la idea de que toda la vida allí es en tierra arrasada, la proliferación de descampados o, al decir del roquismo, de desiertos) disfraza al texto de lo que ya se conoce. Por otro lado, los paratextos se empeñan en filiarlo con la denuncia de una realidad que es insoportable: la de los femicidios en la Argentina. Todo esto hace que, en vez de que lo fantástico cobre relevancia, se achate, se aplane. Si se me permite la analogía: es como si un mago dijera que va a hacer desaparecer una manzana y, simplemente, se sienta a comerla.”

En El mago, Aira cuenta la historia de Chans, que padece el problema de poder hacer, en efecto, magia. Por lo tanto, tiene que construir una forma conocida por todos: hacer como si sus trucos fueran trucos, en vez de verdaderos actos de magia. Los hechos, dice la novela, justifican la existencia del relato de Chans “salvo que para él no había relato porque no había justificación”. Es decir, la posibilidad de la narración aparece en Aira como una forma de la verosimilitud. ¿Pero cuál? La de lo dado, la de lo anterior al relato en sí, la de lo conocido por todos. Eso que Aristóteles llamaba “retórica”, lo ya aceptado a priori del relato. La de la construcción de nexos (que, a la larga, costringen) de una ilación absoluta para la posibilidad narrativa. Para Chans, la magia crea una realidad sin la necesidad del verosímil retórico. En todo caso, hay una verosimilización interior del texto que permite que eso pase.

3.

“Ya se habla de una segunda parte de la novela”, dice, en otra parte, Falconier. “Las historias de superhéroes siempre tienen secuelas. Acá veo una discordancia en la relación con el paratexto, que me atrevo a leerlo porque está más que en otros libros para anclar el sentido, como también pueden leerse las extensas entrevistas a la autora. La discordancia es entre la posibilidad de una militancia feminista y la construcción del superhéroe, del único, del especial, de aquel al que todos debemos aspirar. Claro que la novela matiza, claro que los poderes de Cometierra son un padecimiento (¿no lo son los de Superman o los del Hombre Araña para los personajes?). Por otro lado, la idea de la singularidad extrema (que justifica el relato), de aquel que tiene la fantástica posibilidad de hacer justicia, ¿no disgrega acaso la idea de militancia, de construcción colectiva, de lazos horizontales en vez de ilación causal?”

“¿Es, en efecto, Cometierra una novela sobre los femicidios? En el relato, está el de la señorita Ana, que atraviesa toda la historia; María, secuestrada y rescatada por intervención de la protagonista; la chica del Tigre, que se había ahogado (no queda claro si mediaba o no violencia, o si se trata de un accidente) y cuyo cuerpo Cometierra ayuda a localizar. También está la muerte de Ian, a manos del padre; y la de Hernán, que precipita el final. Más allá de la contabilidad absurda a la que me expone la autora, el problema es cómo se construye este ideario sobre un tema de lo real. No se trata acá, como dice Welles”, dice Falconier, “en F for fake, de que una pintura falsa, expuesta el suficiente tiempo en un museo, se vuelve auténtica, sino que se busca desterrar la idea de falsedad en el anclaje del sentido. Otra vez, los paratextos cumplen esa función. Otra vez, es la homogeneidad del discurso lo que se busca, la homogeneidad de la conformación del espacio conurbano como lo del otro lado de la frontera de la civilización. Yo, que vivo en Ciudad Jardín, un lugar que tiene la pretensión de las casas extensas, de las mansardas, de las arcadas, no puedo corroborar esa uniformidad que plantea Dolores Reyes.”

La película F for fake también empieza con un truco de magia. Hay, desde ese inicio de voz en off, una falsedad. Dice: “Señoras y señores”, como si de un show se tratara y le habla tan solo a dos niños. También, claro, a los espectadores. Pero en ese relieve, en esa dualidad, se cifra buena parte de la película. Welles, mientras su equipo filma (y es filmado; esa denuncia del artificio, de la irrealidad, de la idea de truco recorre todo el film) hace un truco de magia para los dos niños: cambia monedas por llaves, llaves por monedas (como en Citizen Kane que empieza por la puerta de entrada, acá también es la llave la que nos abre el relato). En algún momento, en un cuadro rápido, hay un conejo en manos de los niños. ¿Qué pasó con las llaves y las monedas? ¿Cómo llegó ahí el conejo? ¿Son pertinentes las preguntas anteriores?

4.

“El problema de la narrativa teleológica, que tiene un objetivo prefijado antes de la escritura, es que tiende a borrar la idea de elipsis: esto es lo real, esto que escribo es la forma de abordar un tema, este texto es todo lo que se puede decir de este tema. En la simpleza de la predicación identitaria”, dice, audaz, Falconier, “se olvida de poner en relieve la idea de todo arte como mediación. La resolución de Reyes (del poder del personaje de Cometierra) se transforma en lo opuesto: la inmediatez. Problematizar los nexos con lo real, con lo que se narra, con la construcción del verosímil de lo narrado tiene la pertinencia de lo literario. Sobre el hecho estético y los nexos vi, hace poco, un texto que me gustó. Es, lamentablemente, de un escritor de Springfield.”

Me río al leer esas últimas líneas. La llamo a Susana, le digo que el texto que cita Falconier es, en efecto, mío. “Ya sabía”, me responde. “Sabía que te iba a gustar Adela”. Luego de una pausa, como si se hubiera levantado a buscar algo en un cajón, me dice: “Tal vez, cuando este encierro pase, podamos ir los cuatro a comer: Mercedes, Adela, vos y yo.” “Al restaurante alemán de Ciudad Jardín”, agrego conmovido por el recuerdo de cierto chucrut.

5.

“¿No sugiere precisamente eso Ulrike Meinhof, en su famoso artículo sobre la quema de los centros comerciales como primera acción de la proto-RAF? ¿No dice que se necesita de la estabilidad del sentido, de la univocidad del lenguaje, para la proliferación de los objetos? De esa homogenización, de la que ya he hablado, se trata el verosímil de Cometierra. Se trata de cierta garantía de estabilidad que el statu quo reclama, la lógica de la relación con el poder, no la de confrontarlo. Como la relación de Cometierra con el policía Ezequiel (que, en efecto, sucedan esas vinculaciones, como señala la autora en una entrevista, no lo transforma en un tema liletario).”

“En el principio del capítulo 38, Cometierra extraña a Ezequiel: ‘Pensar lo que faltaba hasta volver a verlo me parecía algo así como atravesar La Salada con los ojos vendados’. Antes, con Hernán, el primer amague amoroso de la protagonista, le confiesa que apenas sale de la casa y que no conoce una feria. Hernán la lleva por primera vez a una, que parece ser Fericrazy, sobre la Ruta 8. En los años posteriores, nada cambia para ella. Entonces, ¿cómo ese narrador en primera persona usa una imagen de lo que no conoce? ‘Atravesar La Salada con los ojos vendados’. El problema ya mentado de la homogenización y del verosímil como algo prestado. La estrategia de verosimilud que adopta la novela es llevar al extremo de literalidad el postulado aristotélico de que es verosímil lo aceptado por la mayoría. (También de La retórica se desprende la idea de la aptitud del rhetor, quién es el más adecuado para proferir determinado discurso. Acá cabría un análisis de la figura autoral, en este caso de Dolores Reyes, como garantía de su ficción: el intento de extenderle una garantía a aquello que no lo necesita se vuelve solo posible porque la ficción tiene un objetivo por fuera de ella). Ahora, la pregunta que se me hace pertinente es si ese verosímil es el de la mayoría o es propio de una clase, de aquellos quienes crean una mentalidad, de aquellos a quienes hay que explicarles (confirmarles) (sus prejuicios sobre) el conurbano. Como en aquel segmento de Todo por dos pesos en el que explicaban qué es un chaqueño. Solo que es el ignorado quien hace todo lo posible por confirmar los prejuicios de quien lo ignora, de quien lo ve como un objeto de estudio. Reyes parece entender al verosímil como la lengua del dominante. Otra pregunta se me impone: ¿cómo cumplir con la función teleológica de la novela, cómo ser una novela feminista, con la lengua del que oprime? ¿Cómo derribar un conjunto de prácticas simbólicas como el patriarcado, con sus efectos sobre lo real, con las categorías que impone el patriarca?”

Le digo a Susana que no tengo una respuesta para la pregunta de Falconier. Le comento que, si bien el ensayo me resulta interesante, creo que excede los límites de Cometierra, que tampoco da para tanto. Sí, le confieso, leí la novela de a ratos en el auto, mientras esperaba por diligencias de Mercedes. Supongo que tanta atención me parece más una rencilla de pago chico, dos escritoras de Shelbyville que se recelan.

Hablamos de F for fake, a la que la ensayista de Ciudad Jardín comentaba de pasada. Me dice que allí, tal vez, puede haber un esbozo. En la película de Welles, los nexos están cortados. Se sigue la vida de un pintor que se dedica a las falsificaciones, que ha vendido cuadros falsos a museos como verdaderos, Elmyr de Hory. También sobre Clifford Irving, biógrafo de Elmyr que, además, ha escrito una biografía falsa de Howard Hughes. Buena parte del film sucede en la sala de edición en la que Welles mira lo filmado y lo comenta. La idea de nexo entre original y copia, entre narración y glosa, entre artista y obra, entre ficción y ensayo, están rotos en la película, puestos en cuestión. Proliferan las citas. En la larga escena de los hombres que ven caminar a Oja Kodar, es el montaje, la construcción ficcional del montaje, lo que la vuelve verosímil: no algo externo sino algo que el propio texto propone. Lo falso como una prestidigitación que no tiene que explicarse, porque explicarla es anularla. Le digo a Susana que Aira, experto en dejar deudas impagas, en El mago, para hablar de lo mismo, hace la operación inversa: la prestidigitación no es falsa, ergo, no puede explicarse. Me responde que es lo mismo, que el tema es no llenar los huecos, como dice Falconier que hace Cometierra. Agrega que, si no podemos escapar a la lengua del poder, entonces es mejor desconectarla, cuestionarla de esa manera, problematizarla. Hacer proliferar la desconexión para multiplicar el sentido como una forma más eficiente de militancia discursiva, como una forma evidente de generar la ficción. Me río por lo que pienso entonces. Le digo: “Vos decís que no hay que contar qué vincula al conejo con la galera”////PACO

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