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Desde Paco hace más de un año que advertimos la expansión sensible del mileísmo en el territorio escolar: el atentado contra Cristina Kirchner que pasó por la picadora de la incredulidad y rozó los bordes de la justificación chistosa; el resquebrajamiento de la autoridad escolar y la revuelta insumisa, por momentos incontrolable, de la violencia social en las aulas; la intervención enojada –a veces, “anti-docente”- de muchas familias y organizaciones civiles que rompieron su pacto estratégico con la escuela (el pacto que cimentó el mito de la “Edad de Oro” de la educación argentina de la primera mitad del siglo XX); o las modalidades agotadas del discurso y las prácticas pedagógicas de la “educación democrática e inclusiva” en el lodazal de discursos individualistas y segregadores.
Pero eso que hoy llamamos mileísmo no tenía ese nombre –tampoco sabemos si efectivamente lo tiene hoy, en este juego de etiquetas identitarias móviles en que se ha convertido la insatisfacción democrática. Y eso otro que en abstracto se nombra como “crisis educativa” se parametrizó en el estado liminal del que nos está costando salir a los que habitamos la escuela: una vertiginosa puesta en duda de nuestras premisas fundantes –la construcción de la identidad y la comunidad nacional, la apertura inclusiva, la promoción democrática, la construcción del conocimiento común, la organización jerárquica y colaborativa, la movilidad social ascendente, la preparación para el mundo del trabajo.
Es cierto también: a lo que más o menos se advertía no opusimos la oferta de una propuesta sólida, acaso el esbozo de un programa alternativo.
Participamos, las y los educadores, de cierta negligencia negadora. Y por momentos se entiende: fue una actitud resistente al hábitat doloroso de una injusticia. No injusticias sensibles como las salariales o las presupuestarias, que merecen un tratamiento exclusivo y detallado. Sino a la injusticia de volcar sobre la escuela las frustraciones de las opciones materiales que justifican nuestro viejo ideal escolar: la fractura de la Argentina que “hace diez años que está estancada y sigue para peor” dejó de darle sentido a ciertos anacrónicos optimismos que están en la materia orgánica de toda pedagogía.
Golpeados en la mediación de esta fractura (“chicos, estudiar vale la pena”, como verdad inobjetable en una realidad que muestra éxito en todos lados menos en las escuelas), fuimos sometidos al chivo expiatorio de la “casta”. Fuimos casta: “tres meses de vacaciones”, “jubilaciones de privilegio”, “estatutos laborales inflexibles y antiguos”, “salario garantizado en pandemia”, “licencias excesivas”, “ausencia de evaluaciones de formación permanente”, “sindicatos poderosos”… y “malos resultados” –o alejados de los imaginarios expectantes y provechosos. Títulos acusatorios que conocemos en su agresividad prepotente (con la consciencia de que cada tema entrecomillado, sometido al estupidero de la opinión mediática, requeriría de extensas reflexiones), pero que masticamos silenciosos en lo que tienen, sin saberlo, de verdad. Ese particularismo del trabajo docente se correspondió, históricamente, a un ideario educativo que hoy cruje (ideario educativo que, así dicho, parece tranquilo y no como verdaderamente es: un núcleo de tensiones políticas y culturales). Por momentos, ya está roto. Es un presente complejísimo para la escuela y lo injusto es, en definitiva, que frente a ese enredo la maestra o el profesor aparezcan como vectores malignos de la frustración colectiva con el futuro, tiempo en el que se conjugan las prácticas educativas.
Pero sí, negamos (o no miramos con la intensidad necesaria) que la escuela inclusiva y democrática no tuvo su correspondencia en resultados sólidos y concluyentes. Importan menos los indicadores de las endemoniadas pruebas estandarizadas, internacionales o locales (que muestran resultados en la superficie contradictorios: índices positivos de inclusión escolar pero con creciente pérdida de calidad de los conocimientos, trayectorias más “blandas”, con un vínculo sinuoso con la escuela, de creciente desparpajo), que la sensación desgastante, extendida en la rumia de salas de profesores, de que hay algo que no está funcionando. El agobio de chocarse una y otra vez con un desinterés extraño entre los jóvenes; a veces, ni nuestras propuestas más alocadas y novedosas encuentran el puerto deseado de su entusiasmo genuino; leen de otra manera, no comparten nuestros sistemas de valores más arraigados (típicamente, las políticas de la memoria); por momentos hablan en otros idiomas; no hay apelación a la autoridad que baste, que sea suficiente. Algún distraído podría levantar la mano: “siempre sucedió esto, es el juego de las generaciones”. Sí, claro. Obedientes y rebeldes, antiguos y modernos. Pero como nunca, creo, la experiencia común de la escuela se fracturó y diversificó tanto como en la acelerada incorporación de internet y los celulares en el aula, pequeños universos donde los jóvenes estructuran sus subjetividades segmentadas y donde las formas del conocimiento autorizadas circulan por coordenadas de signos que nos son ajenas a los adultos.
Y la pandemia. “Ah, pero la pandemia…”. Sí, la pandemia. Que fue el momento de aceleración definitiva de la digitalización autista de la experiencia (¡si supieran cómo han aumentado intrincados diagnósticos para pibes y pibas que intentan infructuosos codificar sus palabras para ser apenas escuchados!) y cuando en simultáneo se tonificaron las desigualdades económicas más tremendas. Los chicos y chicas se volcaron sobre sí (no necesariamente solos, porque han formado sus circuitos, cada vez menos presenciales), formularon en sus horas de cuarto cerrado otros horizontes de expectativa vital, imaginarios técnicos a los que no accedemos, personajes y juegos de los que no tenemos idea y armaron, sobre todo, una erótica divergente a la de nuestras timideces y atrevimientos, se sexualizaron al ritmo de los intercambios virtuales y ese rasgo se observa en la escuela con los movimientos entre el arrebato torpe y el repliegue extremo (algunos que siguen usando barbijo) de las juventudes y niñeces que volvieron a las aulas.
Nuestros pibes y pibas no escribieron ni leyeron sino alrededor de pantallas y los procedimientos alfabetizadores de la escuela (en un sentido amplio: el ingreso a la cultura de lo escrito) que usamos por la formación en nuestros profesorados y universidades -pero sobre todo por nuestra “gramática escolar”, hábitos autorregulados en la memoria de la institución- quedaron desfasados, pedaleando en el aire. Son menos relevantes, por caso, los alcances o los límites del ChatGPT que la desfachatez que la inteligencia artificial arroja sobre el proceso educativo para alcanzar los aprendizajes. La digitalización de la experiencia –que tuvo en la pandemia su episodio prematuro- desdibujó los cuerpos librescos de nuestra cultura, astilla anteúltima de la revolución gráfica. Y además: generó una nueva estructura de inclusión –la de quedar dentro o fuera de las fronteras de la técnica, un nuevo límite de excluidos, entre los que hay valiosísimos docentes.
Todos los indicadores, oficiales y privados, están mostrando graves problemas de los chicos en la lectura, la escritura y la construcción del pensamiento abstracto. La experiencia compartida en las aulas lo ratifica. Aprender a leer y a escribir (lo que en cada nivel educativo se defina como tal) son obligaciones de la escuela, en la garantía de derechos, y no correspondimos con esa exigencia. Los desafíos de la escuela son expectativas para la sociedad que organiza gran parte de su domesticidad en la delegación escolar. En su momento de mayor expansión inclusiva, recae sobre la escuela el dramatismo histórico que agita preguntas insidiosas sobre su valor.
Por eso, volvemos, la escuela participó a su modo de la agitación antiestatista de Javier Milei y La Libertad Avanza (también dijimos, en nuestras horas de amor dolido, que “la escuela es una mierda”). La escuela es en Argentina un valor de lo público, de la gratuidad inclusiva y de calidad. Abolladas las insignias, se abren preguntas escandalosas sobre otros modelos de organización (los vouchers). El qué más puedo perder -que quizás signifique en qué más puedo confiar– de las familias que rompieron su pacto estratégico con la escuela abre interrogantes hoy más acusatorios que constructivos. Eso es parte del mileísmo educativo, el arrojo novedoso y radical. La libertad… y la gris escuela cada vez más parecida a un claustro de antigüedades.
Nadie tiene que arrebatarse. La indignación sobreactuada es el peor de los tonos que podemos ofrecer a este debate (una parte del sindicalismo docente ya está haciendo gárgaras para los prontos gritos de lucha; preferiríamos cursos menos ansiosos). Muchísimos docentes votaron por Milei. Muchísimos por Massa. Otros tantos construyeron sus opciones alternativas. Lo cierto es que debemos encontrar los tiempos y los espacios indicados para borronear y bocetar algunos trazos para la educación que se viene.
En Argentina no hemos construido aún una escuela para el siglo XXI. La formación docente (mayor profesionalización y proyección salarial, sí, pero también mayor exigencia) debe ponerse en cuestión; los Estatutos provinciales –hechos a imagen y semejanza del nacional, petrificado desde 1958- tendrían que ser sometidos a una revisión paritaria, con participación hegemónica de los trabajadores de la educación; las evaluaciones de calidad deben incorporarse como un insumo de mejora permanente y dejar ese tufillo de herramienta venenosa para culpar docentes o ratificar prejuicios; la concentración horaria y un sistema de designaciones más enfocado en necesidades estratégicas (escuelas con más necesidades) debe superar a las meras designaciones administrativas; las nuevas tecnologías tienen que incorporarse inteligentemente (en las escuelas donde no podemos hacer que los chicos larguen el celular muchísimas veces no hay Internet: así, la iniciativa siempre quedará de un solo lado). Algunas propuestas, apenas. Un punteo. Se parecen a las que (acordamos desde acá) propuso con sensibilidad Manuel Becerra en Gloria y Loor.
Todos son temas ríspidos y polémicos: no hay unanimidad ni miradas homogéneas entre especialistas ni docentes. Y además, los antecedentes de su exposición son malos: cada vez que se habla de modificar el estatuto, de la evaluación, el presentismo o la formación permanente pareciera que se debate cómo achicar derechos laborales, apretando más y más a la docencia contra el muro de este tiempo implacable. La historia ha sido ejemplar: cuando la docencia fue llamada para cumplir un papel de reparto en los debates educativos no se lograron nunca los objetivos propuestos (funcionarios de castoso traje no pueden reemplazar las voces genuinas de quienes hacen verdaderamente las aulas), como en el Congreso Pedagógico Nacional de los 80.
El comienzo del ciclo de Milei no será sencillo en este punto: hay menos presupuesto y tareas más difíciles desde un Ministerio que dejará de serlo, degradado en Secretaría dentro del fantasmático Capital Humano. El nombramiento de Carlos Torrendell, sin ser de nuestra preferencia, tiene algo de alivio: un tipo que sabe de educación, que participa de la escritura, la práctica y la reflexión pedagógica (versus una serie de nazis alocados que circularon en la nómina de postulados); por sus intereses académicos, Torrendell cuaja a la perfección con el síntoma inobjetable de privatización educativa en Argentina, proceso que cumple 80 años. Veremos. Lo mejor que podemos hacer es predisponernos a conversar sobre estos temas////PACO