Educación


Hay un arma en la escuela

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Tenía razón Manuel Becerra, que sabe muchísimo de educación y sobre todo sabe muchísimo de escribir sobre educación, cuando el lunes 5, el lunes después del atentado contra Cristina, twitteó: “Dos tópicos salieron fuerte hoy en secundaria: la idea de que el atentado fue un montaje y las críticas al feriado”. Fue certero: en los recreos o en los grupos de WhatsApp cundió la sorpresa de muchísimos docentes por las respuestas descreídas –por momentos un poco conspiranoicas-, como ajenas aunque merecedoras de sentencias, morbosas también cuando no alienadas, de los jóvenes en las secundarias. Fue uno de esos tópicos de día, o un poco más, de semana, que atraviesan la vida pública y se instalan con particular intensidad y bajo modalidades muy especiales en la escuela: ¿cómo vieron los pibes lo que pasó el jueves traumático de Juncal y Uruguay? Y sobre todo, ¿qué hicimos nosotros, docentes, con eso?

 El discurso oficial fue pregnante en un sector de la docencia: los “discursos de odio” habían calado hondo entre jóvenes que se repartían entre el “es todo chamuyo, todo armado” o un más gentil “me chupa un huevo” o las sinceras loas al feriado –“re piola quedarse en casa”, y, vamos, ¿quién a sus quince años no hubiese festejado un buen viernes libre?- pero que se decían culposas, en cómplice voz baja -“Igual mi viejo no sabés cómo puteó por el feriado”. Sobre esto último: entre los jóvenes sucede algo inversamente proporcional a lo que pasa, a grandes rasgos, entre los adultos. Hablo siempre de la escuela, no de la familia: alumnos y profesores. Frente a la prepotencia de algunos discursos “libertarios”, nihilistas, descreídos y enojados (varios de los complejos sentimientos que anidan en pibes que se pasaron encerrados, entre el miedo, la frustración y el desconche de horarios, los últimos dos años), el joven progresista, más educado y biempensante, quizás más conmocionado por los sucesos, esperó con la mano levantada en medio del griterío un poco cínico, como avergonzado por denunciar y preocuparse por lo evidente. En la docencia pasa un poco lo contrario: suele alzar su voz cierto discurso progresista –que en la tantas veces edulcorada literatura pedagógica se confunde con el “deber ser” de la escuela, un discurso plagado de moralidades que irrumpen en las escenas confusas y pulsionales de la ideología áulica, y que son, sobre todo, la tónica en la que se afinan las instituciones, que no son lo mismo que la vida en la escuela-, y queda como masticando en voz baja el docente macrista, o un poco más conservador, o hasta el libertario. ¿Mayorías, minorías? Quién sabe. En la sala de profesores, en la intimidad de nuestra sintaxis como en los ecos de nuestros glosarios, los izquierdistas y progresistas sostenemos una cómplice hegemonía. Podrían decirse un montón de cosas sobre las reacciones frente al atentado, imposibles de homogeneizar en un cuadro simple, de los jóvenes, que como nos enseñó Pierre Bourdieu siempre son en plural y no por latiguillos inclusivos. En la fría, indignada en mayúscula, confusa y perecedera prosa del Whatsapp, un poco se dijeron. Conclusiones sólidas parecieran resultar tempraneras o apuradas. Tanteos, apenas. Dramas que se conjugan en los interrogantes de los textos. En lo personal, de lo que leí me gustaron por distintos motivos: un artículo en Tiempo Argentino del Colectivo Juguetes Perdidos, una indagación del mal y la criminalidad en León Rozitchner por Diego Sztulwark en Lobo Suelto! y, buscando un paralelismo en la “Ley de odio” para los medios de comunicación, un artículo de Julián Axat en La Tecl@ Eñe.

¿Loco suelto? ¿Organización criminal? ¿Conspiración de inteligencia, nacional o internacional? Poco se sabe todavía, un poco bochornosamente. O turbiamente. O las dos. Este significante vacío –un hueco, un precipicio frente al que se siente el vértigo sin caer-, entonces, que es la imagen del fierro de los copitos, la mano gatillante, nerviosa, adrenalínica, y el rostro repentinamente vulnerable de Cristina, es un terreno de disputas discursivas. Políticas. Los medios de la oposición quisieron malversar el sentido de fondo de iniciativas que, de una u otra manera, se propusieron desde Jefaturas regionales, distritales, Centros de Capacitación, Información e Investigación Educativa (CIIEs), o equipos directivos, distintas juntas docentes y cuerpos de delegados o seccionales sindicales, para tratar el atentado en el aula, aquel lunes. Hablo, por lo pronto, de la provincia de Buenos Aires. Instituciones que hacen a la escuela en un entramado complejo y contradictorio (y entonces desconocido, pero tan importante que merece cargárselo de juicios). Es decir, que disputan espacios de influencia y chocan entre sí. Los medios, con mala leche, pintaron a la escuela como un reservorio de kirchneristas sin captar la interrogación profunda, sincera, asombrada, que causó en la docencia la respuesta de los jóvenes al intento de magnicidio. Infobae habló del “manual de Kicillof” y puso de ejemplo la secuencia de una docente de Lomas de Zamora. Algo parecido sucedió, en su momento, con la docente matancera que trató a sus alumnos de “macristas”, a la que después incendiaron mediáticamente. La crisis educativa se juega, también, en la distancia que hay entre los mandatos institucionales, los imaginarios sociales y las pasiones del aula (a veces, pasiones tristes).

Con todo -¿esperaba otra cosa de los maltratadores de la educación?-, me detengo sí en cierta homogeneidad performativa. El modelo didáctico que deambuló por las aulas se pareció demasiado al oficial, el que apuntó contra los “discursos de odio”. Por ejemplo, circularon muchísimo los “Apuntes para una didáctica del día después” del sitio educativo Gloria y Loor, a mi gusto demasiado cauto. Se desmontaron estrategias retóricas en artículos de Clarín, La Nación o Página 12; se citó, una y mil veces, “la crisis causó dos nuevas muertes”; bien se dijo que no hay gente suelta, sino dispositivos que nos convierten en sujetos sociales; se advirtió sobre los intereses corporativos que orientan nuestra subjetividad cuando usamos, sin parar, redes sociales; se pidió algún texto crítico sobre los propios Instagrams; ¿se habló del OnlyFans? no lo sé; ojo con los Milei, ojo con la bronca, ojo con los antivacunas, ojo con los barderos, con los darkies, ojo con esto y ojo con lo otro. ¿Quién podría dudar que con el solo llamado a la reflexión el conocimiento ya está alforando? Un idiota. Pero sí puedo dudar de la efectividad de construir ciertos mausoleos morales sobre los consensos de la república. Nuestras intervenciones fueron como una advertencia gigantesca que de fondo le pedía a los pibes: ¡indígnense! El palabrerío despechado de los jóvenes se cubrió con la profilaxis de un Roman Jackobson. No es que la escuela se vistió de 678, nada de eso. Pero frente a la necesidad contenedora se prefirió bajar línea. No a favor de Cristina, pero sí de la conmoción; no en contra del libre pensamiento, pero sí de la posibilidad de dudar de objetividad inapelable de los hechos. Se prohibió, o más bien se retó, se frenó en seco, se disipó, se ignoró, al que dijo: “Re copado si la bala salía”. Me pasó. Conté mi indignación, mostré mi euforia con la tiza en la mano: “Qué quilombo se va a armar…”. ¿Y el que dice eso, el que quería -¿quería?- que la maten a Cristina? Repite de los padres, seguro. Porque la odian a Cristina –lo cual no implica linealmente ser un gorila o un cheto o lo que fuera. Pero, ¿su congoja frente al asesinato? ¿A dónde se afloja la sensibilidad frente al crimen? ¿Cuándo se endurecieron tanto los cueros frente al escarnio? ¿Por qué se repliega sobre el invento y el relato el hecho consumado, dramáticamente real? Nos pasa no sólo como nos pasó con lo de Cristina; nos pasa cuando vemos el desinterés frente al terrorismo de estado de los setentas, o cuando advertimos en nuestro módulo ESI aquello que, a veces con esmero rebelde, los pibes van y reproducen en sus vínculos enquilombados. Es difícil no ya responder, sino preguntarse siquiera sin disponer, desde el poder particular que ejerce el docente en un aula, una serie de compromisos morales –entre ellos el político, el democrático; ¿qué da la democracia, entonces?-.

¿Cómo hacer para que los chicos no subrayen y repitan lo que está en negrita de nuestros decires didácticos? Son brechas de una humanidad en crisis. Por lo pronto, una disposición mayor a la escucha; menor a la censura –o la advertencia indignada-; mayor al debate -vos pensás esto, yo esto otro, y podemos, sin zarparnos, levantar la voz, apasionarnos con nuestras ideas, encarnando nosotros también, las dimensiones dramáticas, o mortuorias y criminales por momentos, de nuestras ideas –porque todas las ideas tienen sus muertos detrás y eso, frente a los jóvenes, requiere de nosotros una explicación. Cierto riesgo anida en cada una de nuestras cancelaciones y censuras -¡no se puede esto… y por hoy tampoco se puede pensar esto!-, que son un mosaico central de la función docente –de la negociación de la sociabilidad que es una escuela, una paritaria de vínculos y afectividades-, pero que debemos liberar en la escucha, para que nada se calle –si eso fuera posible-, para que la libertad no sea un malentendido –si eso fuera posible-, para que se eduquen, en definitiva, nuestras sensibilidades –si eso fuera posible////PACO

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