Las epidemias son la paranoia y las plagas son la neurosis. No en las grandes plagas bíblicas: la verdad está en las plagas domésticas. Las que funcionan como interrupciones parpadeantes del tiempo y el espacio. Demasiado chicas para ser
graves, demasiado permanentes para pasarlas por alto. El asfalto de lo real hundido por las miserias de la existencia. Cucarachas, hormigas, pulgas. Sin forzar demasiado el asunto incluiría a los malos poetas. Esos hacen con el lenguaje algo muy parecido a lo que hacen las cucarachas con la comida. El gran aliado de la neurosis es la obsesión. Lo que irrumpe sobre la mesada de la cocina en plena madrugada no es una cucaracha sino la suciedad (lo que construye versos malos, sin imaginación, sin talento, no es un poeta malo sino la fealdad). Eso que corre entre la tostadora y las canillas y las frutas es un insecto pero es también la fractura expuesta de un orden y el consecuente miedo al caos. La representación celular del fracaso. Un escritor europeo y judío del siglo pasado lo percibió bien.

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Cucarachas, hormigas, pulgas. Sin forzar demasiado el asunto incluiría a los malos poetas.

Cierta tarde de los años noventa, en Mar del Plata, destrocé el caparazón de un enorme caracol terrestre con la rama caída de un árbol muerto —el sadismo siempre encuentra herramientas— y me acuerdo de que los primeros en merodear el cuerpo moribundo fueron otros caracoles más chicos. Cierto mediodía de los años noventa, en Buenos Aires, alguien me mostró cómo incinerar hormigas con una lupa. El rayo de sol se concentra y la hormiga empieza a correr confundida. Pero no hay nada más rápido que la luz. Antes de morir, la hormiga se demora y echa el humo de su propio cuerpo calcinado, hasta que se queda quieta y se carboniza. La infancia desea un mundo bajo control. Pero todas esas cosas, no importa cuántas veces se las hayan ahogado, aplastado, quemado o destrozado, vuelven. Me obsesionan las paredes porque, en algún momento, algo en mí maduró irreparablemente. Cuando era chico miraba con atención las bibliotecas —y escuchaba con atención las conversaciones de los adultos; hay otras cucarachas y otras pulgas brotando en cualquier mesa familiar— porque pensaba que en las bibliotecas estaban codificadas las competencias intelectuales de sus dueños. (Funciona si uno quiere jugar al espía, ¿pero quién quiere jugar al espía a menos que pueda terminar matando a alguien?). Así que ahora me fijo en las paredes: verdaderas cajas de resonancia de competencia intelectual. Y material, por supuesto. Un giro marxista en la percepción del mundo, una nueva brecha para el abismo de la neurosis. Por el año de fabricación de un edificio puede conocerse la calidad de las paredes. Todo lo construido gracias a la renta sojera durante los diez años de kirchnerismo es angosto, flexible, vulnerable y casi traslúcido.

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Facebook está plagado de escritores sin obra —no digo sin libros, aunque sean ilegibles—, sintetizando en largas frases narcisistas la pobreza en alta definición de sus percepciones sobre el mundo.

No hace falta pegar una oreja al ladrillo hueco con una capa tibia de durlock para escuchar la vida de los vecinos. No hace falta mirar las bibliotecas para conocer su incapacidad atómica de amoldarse a paredes incapaces de sostenerlas (ni siquiera se pueden colgar cuadros; los clavos atraviesan el vacío al primer martillazo y bailan en falso para siempre, una auténtica bellezza para las metáforas políticas). La pintura barata y el durlock son comida para cucarachas y los ladrillos huecos un excelente asilo político para hormigas. He matado hormigas, cucarachas y pulgas. He matado a todos los insectos que caminan y se arrastran en esta ciudad, pero no ha habido noche en la que no hubiera deseado matar a los constructores de esos lugares. Las paredes gruesas son una antigüedad (al margen, ¿cuándo pueden las cosas empezar a decir de uno que es una antigüedad?). El repliegue ante el ruido es un commodity (el único commodity del siglo XXI) y el territorio de las antigüedades es —exactamente al igual que la web— la memoria. Las paredes gruesas son buenas para la Humanidad porque nos aíslan de la Humanidad: ladrillo sólido, cemento, pintura.

Las paredes gruesas toleran clavos, tornillos y crucifixiones. Las paredes gruesas son más caras, además, y sus propietarios suelen ser inteligentes porque valoran el silencio. También suelen ser miembros de la clase media-alta capaz de financiar ese silencio. Contra esas paredes se pueden fijar bibliotecas y se pueden establecer territorios libres de plagas: el enemigo endémico, en cambio, es la humedad. La humedad es algo así como la base del ecosistema de las cucarachas y de ciertas pulgas (“algunas noches no consigue dormir por culpa del picor”, se lamenta el joven J. M. Coetzee en Escenas de una vida de provincias) y de esos gusanos que siempre oí llamar bichos de la humedad. En invierno las paredes gruesas son una trampa: capaces de sostener el calor, lo distribuyen hacia los rincones secretos donde se esconden y despiertan las plagas. No se trata de la experiencia ni de la observación. Esto lo sé porque la neurosis es la supervisión de las condiciones de supervivencia de la neurosis.

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Cuando se aplasta una pulga lo que se percibe es que uno ha aplastado al fantasma de la indigencia.

Si los pisos son de madera —las paredes gruesas y los edificios viejos suelen tener pisos de madera—, las pulgas se vivifican. De los pliegues de la madera saltan a los zapatos y de los zapatos a los pantalones y de los pantalones a la ropa interior y de la ropa interior al abdomen y así pueden llegar hasta la cara y el cerebro. Las mordidas de las pulgas son terribles y en mi caso pueden dejar marcas durante semanas. Cuando uno aplasta una cucaracha percibe que ha aplastado algo sucio y cuando aplasta una hormiga percibe que ha aplastado algo trabajador. Cuando se aplasta una pulga —hay que usar las uñas contra una superficie sólida y esperar el estallido del exoesqueleto— lo que se percibe es que uno ha aplastado al fantasma de la indigencia.

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La trampa de las plagas es que no se las puede aplastar, ahogar ni calcinar a todas porque entonces se acabaría la neurosis.

Hay otras plagas, por supuesto. Facebook está plagado de escritores sin obra —no digo sin libros, aunque sean ilegibles y autoeditados—, sintetizando en largas frases narcisistas la pobreza en alta definición de sus percepciones sobre el mundo. Twitter tiene a los periodistas y a los burócratas. La fusión entre ambos es cada vez más difícil de separar y cada vez más parecida a una plaga. Las noticias están plagadas de información sin valor. La televisión está plagada de zombies. Internet no está plagada de trolls: está plagada de algo mucho peor: la corrección políticaEn Criptopunks hay una intervención de  Julian Assange sobre esa plaga pegajosa. “Entonces las personas tendrán que pensar al respecto. La única pregunta es: ¿en cuál de las dos formas pensarán? ¿Pensarán necesito ser cuidadoso con lo que digo, necesito contenerme, todo el tiempo, en cada interacción? ¿O pensarán necesito dominar los pequeños componentes de esta tecnología e instalar lo necesario para estar protegido y poder expresar mis sentimientos en libertad y comunicarme libremente con mis amigos y seres queridos? Si la gente no piensa de la segunda manera entonces tendremos una universalización de lo políticamente correcto e incluso cuando se comuniquen con sus amigos más cercanos aplicarán la autocensura y dejarán de ser actores políticos del mundo?”.

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Cuando Hegel trabajaba de mayordomo en Suiza, en 1793, descubrió que el odio era más clarividente que el amor.

Dice uno de sus biógrafos que cuando Hegel trabajaba de mayordomo en Suiza, en 1793, descubrió que el odio era más clarividente que el amor. Recito esa frase cuando deambulo con mi aerosol de Raid. Cada vez que aplasto, ahogo o calcino al agente de cualquier plaga. La plaga de Hegel eran los aristócratas y para ellos él no representaba más que un sirviente bien educado. En esa época “examinaba los hechos minuciosamente y los condenaba con rigor”, dice un biógrafo. Es lo que exigen las plagas y las neurosis si uno las trata con seriedad. La trampa de las plagas es que no se las puede aplastar, ahogar ni calcinar a todas porque entonces se acabaría la neurosis. Lo real quedaría desnudo de las reticencias del cuerpo y del lenguaje y… ¿qué quedaría al final? ¿El desierto de la felicidad?/////PACO