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La última novela de Michel Houellebecq

A los 64 años, Michel Houellebecq publicó la que tal vez será, según la breve nota con la que concluye, su última novela, cerrando alrededor de la figura del Padre un aporte a esa tradición que la más alta literatura occidental ha trazado desde siempre entre la humanidad y los dioses y que nosotros, a veces por apuro y otras por ignorancia, confundimos con la mera religión. Pero a lo que una novela del Padre significa habrá que volver en un momento, porque antes hay que señalar lo que Houellebecq sí hizo de nuevo. Y en este caso, que quizás sea el último, lo mejor será ahorrarse los elementos con los cuales lo hizo ‒hasta el más estereotipado reseñista podrá identificar las “provocaciones”‒ para, en cambio, subrayar directamente que Aniquilación es incómoda, otra vez, tanto para los lectores socialdemócratas de derechas, que reconocen su horizonte ideológico reducido a lo que es (la entrega asexuada y complaciente al principio de usura del gran capital), como para los lectores socialdemócratas de izquierdas, que también reconocen su sensibilidad ideológica reducida a lo que es (discusiones sobre políticas de identidad, feminismo, eutanasia o espiritualidad tan grandes como su silencio a la hora de cualquier disputa real contra el gran capital). En este sentido, desde Sumisión y Serotonina el consenso es claro: la democracia liberal, por izquierda o derecha, es un sistema de representación obsoleto; al menos, para aquello que no empiece y termine en la lógica del mercado. Y es por eso que Paul Raison, el burócrata ministerial que protagoniza Aniquilación, piensa sin ninguna culpa que si el objetivo de los diabólicos terroristas que atacan a Europa es la destrucción de Occidente, ¿no habría que darles la razón?

Si Aniquilación es la última novela de Michel Houellebecq, entonces se trata de una novela con dosis bien trazadas de usanza y novedad: el esfuerzo genuino de todo lo que el novelista ha sido y es capaz de pensar y hacer después de casi tres décadas de experiencia. Respecto a lo que está atado a la usanza, con apenas un salto por encima de los obstáculos más radiantes en el camino de la obviedad podríamos dejar de lado Las partículas elementales o Plataforma para ir a Configuración de la última orilla. Es poesía, sí, pero no hay que olvidar que Houellebecq es, desde siempre, un poeta, y que muchas de las tramas de sus novelas han germinado primero en formas versificadas. De hecho, en un fragmento de “Habiendo madrugado, Adán suspiraba, nostálgico” casi puede leerse la esencia de Aniquilación: “¿Se puede sentir nostalgia de lo que nunca se ha conocido? Sin duda, a condición de contar con un televisor. Los anuncios de agua Volvic a Adán le desgarraban el corazón. Esos volcanes extintos, esos bosques, esos manantiales… Todo aquello era tan diferente de la jubilación que probablemente le esperaba, en un asilo de ancianos de Garges-lès-Gonesse, expuesto a la maldad gratuita de los delincuentes juveniles”.

¿Acaso no está también en Aniquilación ese Adán ‒que es el primer hijo del único gran Padre‒ y el anhelo lúcido de lo perdido a la par de su comercialización engañosa? ¿Y acaso no orbitan estas dos historias a un paso de la fagocitación con la que una sociedad automatizada gestiona la vida? Trabajo alienante, jubilación y, al final, un aséptico abandono entre especialistas, y eso si uno tiene el privilegio de un geriátrico… Es ahora cuando, para apaciguar a los socialdemócratas de derecha e izquierda que acusan a la novela de aburrida, previsible o no tan polémica, habría que subrayar de manera preventiva que si la vigencia de Houellebecq como artista se sostiene sobre algo, lo hace sobre su capacidad para cumplir con la que él considera la misión sagrada del poeta: “Meter el dedo en la llaga y apretar bien fuerte”. En definitiva, la ausencia completa de justicia y verdad en el arte equivale a la ausencia de arte, y lo que Aniquilación ilumina como justas verdades acerca de las vicisitudes del matrimonio, la sexualidad, la familia o la democracia, justas verdades que muchas veces nos creemos dispuestos a aceptar, nunca resultan tan tolerables como nos gustaría. De tal modo, si aceptamos que, incluso como sudamericanos, vivimos dentro de un modelo existencial globalizado de raíz liberal-occidental, la mirada de Houellebecq sobre estas llagas nos incumbe[2]. Y hablando de amplios territorios, si en Aniquilación abundan las descripciones de varios “arrondissements” ‒con una historia breve del hospital Pitié-Salpêtrière en el “arrondissement XIII”, donde Paul Raison descubrirá que para tener “una posibilidad sobre cuatro” de sobrevivir al cáncer deberían sacarle la mandíbula y la lengua‒ es porque sólo muy recientemente las ciudades, incluida Buenos Aires[1], han alcanzado la extensión suficiente para constituir “ese medio inmenso, anónimo, de una belleza a veces grandiosa, a veces desesperante, capaz de ser en resumidas cuentas tan extraño a la conciencia del poeta como la naturaleza más salvaje”, como escribe Houellebecq en En presencia de Schopenhauer.

A los 61 años, Michel Houellebecq se casó por tercera vez. Su esposa es china y se llama Qianyun Lysis Li

Si todo eso es lo conocido, respecto a lo que se revela como novedad, en cambio, Aniquilación tiene el tono del thriller, que se disuelve sin llegar a ningún lado, pero también un paciente y metódico tono decimonónico balzaciano[3] que, a pesar de integrar el tipo de aptitudes que se comparten con “los periodistas de las revistas femeninas de referencia”, como ironiza Houellebecq, es patrimonio de “las personas bien informadas”. Esto habilita la construcción de una novela del Padre a partir de Édouard Raison, el progenitor paralizado y silente de Paul que, casualmente, lee con ayuda de Madeleine, la empleada doméstica que se convirtió en su novia, “un volumen de la Pléiade de La comedia humana”.

Vayamos, entonces, a lo que una novela del Padre no es. En primer lugar, una novela del Padre no es una novela patriarcal, si eso significa algo así como un buceo por los asuntos masculinos. En consecuencia, hay que dejar de lado párrafos como el que alude a la perfecta ineptitud de su propio padre para las tareas cotidianas clásicas (limpieza, compras, lavandería, cocina), escrito para indicar que en la historia moderna de las costumbres “no es que los hombres hubieran adquirido más competencias, sino que las mujeres habían perdido parte de las suyas y cierta igualdad se había establecido de mala gana”. Más cerca de lo que una novela del Padre es, en cambio, están los párrafos acerca de las fuerzas ‒algunas femeninas y armonizadoras, otras terminantes y conflictivas‒ que aspiran a narrar nuestro origen y ordenar nuestra estancia en el mundo. Como cuando se menciona el budismo tibetano, que le sirve a una de las novias adolescentes de Paul Raison para lograr “felaciones a lo sumo aproximativas”, o la religión Wicca, que practica su esposa, Prudence, aunque, sobre todo, hablamos de aquellos párrafos en los que Aniquilación avanza hacia las tribulaciones del cristianismo en Europa occidental, “bien representadas por la iglesia de Notre-Dame de la Nativité de Bercy”, o sobre la existencia de Dios, “tan mal comunicador que en un marco profesional no habría sido admisible tal grado de amateurismo”.

Decir que la más alta literatura occidental ha trazado una línea de sentido y de relaciones entre la humanidad y los dioses y que nosotros, a veces por apuro y otras veces por ignorancia, confundimos esa línea con la mera religión, significa que hemos de entrar en el área de influencia del patrimonio de lo divino. Al fin y al cabo, como escribe Roberto Calasso, los dioses son huéspedes huidizos de la literatura, y verlos no ha sido fácil desde que Ulises le confesó a Atenea que incluso para el sabio era arduo reconocerla. La epifanía divina, en consecuencia, se trasladó desde hace mucho al territorio de los acontecimientos más excepcionales, y la literatura de Houellebecq la ha buscado desde los últimos años del siglo XX en el bosque encantado del mercado europeo globalizado. No es mal lugar si consideramos que Friedrich Hölderlin aseguró haber sido “golpeado por Apolo” durante un viaje en Burdeos. En tal caso, con su combinatoria de deseo y prohibición ancladas a la omnipotencia de la tradición y la ley, y con las derivas inevitables hacia la veneración y el temor, la novela del Padre como encarnación del último dios es una versión reconocible, sobre todo en sus formatos autobiográficos, de esa búsqueda en medio de un mundo, aparentemente, desencantado. Pero observemos la escena con cuidado.

Gérard Depardieu y Houellebecq en una escena de Thalasso, dirigida por Guillaume Nicloux

Al margen del suspenso con el que se presentan los hackers de la Dirección General de Seguridad Interior, Aniquilación empieza con el universo houellebecquiano habitual. A la par de su jefe, Bruno Juge, el ministro de Economía y Finanzas que llegará pronto a la presidencia de Francia mientras vive en su oficina avergonzado por una esposa que lo engaña, Paul Raison es un funcionario técnico de cincuenta años cuya vida laboral, matrimonial y anímica se encuentra en ese estado de livor mortis al que muchísimos smartphones definen como “modo avión”. De hecho, a pesar de compartir con Prudence “un dúplex espléndido de dos habitaciones y una magnífica sala de estar cuyos ventanales daban al parque de Bercy”, la mejora de las condiciones de vida de la pareja, nos cuenta el narrador, ha ido a la par de “un deterioro de las razones de vivir y en particular de vivir juntos”. De a poco, por lo tanto, Paul y Prudence dejan de compartir el dormitorio con vista al Musée des Arts Forains, después la heladera y al final el tiempo, y se convierten en dos esquivos “roommates” que, en el mejor caso, se dejan alguna nota informativa aséptica para no cruzarse. Esto, en consonancia con el resto del mundo allá afuera, termina por convertirlos en individuos absolutamente asexuales: “Los asexuales se multiplicaban, todos los sondeos lo corroboran, un mes tras otro su porcentaje en la población parecía experimentar un aumento no constante pero acelerado”.

La escena es tan reconocible como desesperanzadora, y Paul no se concede ningún optimismo. Tal vez si Prudence y él hubieran tenido hijos no estarían como estaban, especula el narrador, “aunque en realidad, si los hubieran tenido, probablemente ya se habrían separado, ya que hoy en día los hijos no bastan para salvar a una pareja, sino que más bien suelen contribuir a destruirla”. Separarse, de todos modos, no resultaría. El inconveniente de las parejas que se separan, piensa Paul, es que les avergüenza exhibir el espectáculo lastimoso y vulgar de la desunión, “y así llega a desaparecer toda relación social”. Hasta ahí, sin embargo, Houellebecq despliega los temas de siempre: la desaparición de la libertad bajo la contaminación impiadosa del aburrimiento ‒que destruye a la sexualidad tanto como a la democracia‒ y la mercantilización de las emociones para neutralizar cualquier riesgo para la producción, incluso de hijos. En pocas palabras, como lo expresó Auguste Poulet-Malassis en defensa de Lautréamont, estamos ante la esperable expresión estética de un mal que implica la más viva apetencia de un bien. Es entonces cuando su padre, Édouard, que todavía vive en la vieja casa familiar en Lyon tras jubilarse de una carrera como agente de inteligencia, sufre un infarto cerebral y Paul tiene que viajar a verlo.

A partir de ahí, Paul se reencuentra con sus hermanos, Cécile y Aurélien, y Édouard Raison se convierte en esa figura alrededor de la cual orbita la trama central de Aniquilación y, en especial, el espejo sobre el cual intentan medirse y reconocerse el resto de los personajes. No tiene tanto sentido abundar ahora en ejemplos, pero este es preciso y didáctico: “Su padre siempre había preferido a Cécile, la verdad era esa, Cécile era desde el principio su ojito derecho y en el fondo Paul no se quejaba porque Cécile era preferible, era en verdad un ser humano de mejor calidad”. Si hoy en día “toda pareja casada es casi necesariamente un matrimonio tramitando el divorcio”, Édouard Raison, primero viudo y luego vuelto a enamorar, concilia a pesar de sus graves debilidades físicas las fuerzas imperecederas, y ya casi míticas, del deber cumplido con entrega y responsabilidad ante la familia, la patria, la tradición e incluso la propiedad, y por eso lo más importante de Aniquilación, aquellos instantes en los que se configuran los giros de vida y muerte que la organizan, transcurre en la casa que el propio Édouard construyó. En tanto que novela del Padre, Aniquilación está construida para darnos a entender que si Cécile y su marido se inclinan hacia una fe católica convencida es porque la admiración y el amor de la hija hacia el padre ‒un hombre serio y feliz, tan capaz de “cuidar y regar las plantas” de su casa como de “tomar la iniciativa de eliminaciones físicas” en el trabajo‒ han marcado un rumbo existencial de mutuo cuidado y devoción, de igual manera que si Aurélien vive sometido por su esposa es porque la desatención de su padre también lo fijó todo, incluida su incapacidad para convertirse él mismo en padre. En este punto, Aniquilación también reduce a su justo término “la mercantilización del embarazo” al contar que Indy, la esposa de Aurélien, tuvo gracias a un tratamiento de reproducción asistida un hijo negro con el cual pretende hacer un “anuncio publicitario” sobre su propia apertura y cosmopolitismo, a pesar de que todos saben que es una mujer egoísta, avariciosa y conformista.

Emmanuel Macron condecoró a Houellebecq con la Legión de Honor en 2019

Lo que una novela realista de seiscientas páginas traza con mucho cuidado y detalles no puede sintetizarse en un párrafo ‒habría que mencionar, tal vez, lo que pasa con la madre de Paul Raison, una mujer independiente y desabrida que decidió renunciar a sus hijos y dedicarse a las artes plásticas‒, pero las premisas fundamentales en torno a lo que un Padre es y lo que un Padre hace con quienes ha creado, de igual manera que los conflictos espirituales ligados a la obediencia y la rebelión frente a lo que un Padre delega como patrimonio, son evidentes. Es siempre el dedo, la mirada y el rayo del Padre lo que relampaguea divinamente sobre la cosmogonía de los hijos. No obstante, restan tres comentarios. Primero: a partir de la novela del Padre tenemos una novela sobre las relaciones familiares explorada en toda su complejidad ‒padres, madres, hijos, hermanos, cuñados, tíos y sobrinos‒ y esto sí es una novedad absoluta en la obra houellebecquiana. Segundo: quizás sea necesario subrayar que el único proyecto que une efectivamente a todos los hermanos en Aniquilación es la exitosa planificación del rescate de su padre del hospital donde tiene altas chances de morir bajo un triste régimen de eutanasia burocrática. Y tercero: las vicisitudes psíquicas y culturales de la novela del Padre no están atadas al psicoanálisis freudiano, sino que lo preceden a través de miles de años previos de vicisitudes entre la humanidad y los dioses.

Houellebecq es claro respecto a esto cuando, al contarnos que Paul Raison “sabía que su padre se veía a sí mismo sobre todo como uno de los guardianes del orden y la seguridad de su país, y quizás más ampliamente del mundo occidental” ‒por lo que jamás le había concedido a la idea anglosajona de que tener hijos es “egoísta” el carácter de una “tontería reduccionista”‒, expone en una larga parrafada sobre “el amor de los padres a sus hijos” la contracara del asunto, que es que “los hijos nunca son dignos de recibirlo”. Antes que Tótem y tabú, conviene tener en mente lo que Aniquilación cuenta sobre las tribulaciones del cristianismo y las nuevas opciones para el ejercicio de la fe para llegar al fondo de lo que verdaderamente se dice al mencionar que “en cuanto llega a las orillas de la adolescencia, la primera tarea que el hijo se asigna es destruir a la pareja formada por sus padres, y en especial destruirlos en el ámbito sexual; no soporta que tengan una actividad sexual, sobre todo entre ellos, y les aplica la lógica de que a partir del momento en que él ha nacido esta actividad ya no posee ninguna razón de ser, no constituye más que un asqueroso vicio de viejos. No es exactamente lo que Freud había enseñado, pero Freud, de todas formas, no había comprendido gran cosa de este asunto”.

En la mitad de su vida, por su parte, también Paul Raison empieza a abismarse en los ojos callados de su padre para tratar de conocerse a sí mismo. Y a través de ese camino, vuelve de a poco a la luz, la verdad y la vida. “Por último, Paul añadió que lamentaba no haber tenido hijos, y fue una auténtica conmoción oír esas palabras saliendo de su boca, porque era algo que nunca se había dicho a sí mismo y que además era totalmente inesperado, siempre había estado convencido de lo contrario. Nunca había hablado tan íntimamente con su padre cuando estaba en plena posesión de sus facultades, cosa que había echado de menos en numerosos momentos de su vida. Lo había intentado, pero simplemente no había podido. Con su rostro hierático y los ojos fijos en un punto indeterminado del espacio, su padre ya no pertenecía del todo a la humanidad, había claramente en él algo de espectro, pero igualmente de oráculo”. Por supuesto, el de Paul Raison es el camino previsible del héroe romántico, y en tanto que romántico, ese sólo puede ser un destino trágico. De todos modos, “el carácter aparentemente indestructible de la voluntad de vivir de su padre”, que pronto será contrastada “vivamente con la debilidad de la suya”, lo ayudará a afrontar lo que resta de su existencia con la certeza de los viejos poetas románticos, aquellos que “al defender a Dios y al rey contra las atrocidades revolucionarias al reclamar una restauración católica y monárquica, al intentar revivir el espíritu de la caballería de la Edad Media, habían tenido la plena seguridad de que estaban en el bando del Bien”. Tratándose de la última novela de Michel Houellebecq, un poeta que en apariencia se casó enamorado por tercera vez a los 61 años, el lirismo con el que la época ha marcado a su obra se retira impecablemente/////////PACO


[1] La singular tradición romántica argentina, para la que el progreso moderno congrega más sueños que la barbarie salvaje o la naturaleza, es un caldo estético e ideológico ideal para extraer de la literatura de Houellebecq este tipo de elementos antes que los más obvios (el sexo) y los más problemáticos (la incorrección política, que en el caso de Houellebecq está bien entendida).

[2] Lo que Serotonina narra sobre la producción argentina de alimentos con agroquímicos prohibidos en Europa pero que, de todas formas, se exportan para abaratar la economía de los productores franceses pinta un buen mapa de esta cuestión.

[3] Sí, Aniquilación es “una novela de amor”. Pero eso puede decirse de Plataforma y, sobre todo, de La posibilidad de una isla. No es una novedad.