1.

Hace ya varios inviernos, en una cervecería, cuando los encuentros no parecían lejanos, recuerdo que Lucio me habló de las diagonales como una forma de zanjar el hórrido problema de lo simétrico. Creo que hablábamos de política y de las irreconciliables posiciones paralelas que parecen enfrentarse desde hace años en Argentina. Entonces, Lucio habló de las diagonales para atravesar ambas líneas, habló del futurismo y, aventuro, del diseño soviético.

Hace muchos más inviernos, con Mercedes, fuimos a ver Vertical features remake, la película de Peter Greenaway que finge ser un documental en el que se muestran imágenes verticales, que mi traducción al imaginario local recuerda como palos de tranqueras paralelos, y que explora la simetría del número once y sus potencias espejadas.

De los espejos comienza hablando Borges en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”; de la potencia hay, apenas, una nota –“Siglo, de acuerdo al sistema duodecimal, significa un período de ciento cuarenta y cuatro años”– sobre la del doce, cuando habla del sofisma del heresiarca del undécimo siglo. El número once, sin embargo, aparece no solo en el siglo que habitó el sofista, sino también es el que numera al cardinal onceno del tomo de la enciclopedia de Tlön que Herbert Ashe recibió desde Rio Grande do Sul. Cuando describe las filosofías de Tlön dice que son un multiplicado juego dialéctico, una Philosophie des Als Ob, lo que, en forma literal, puede traducirse como “filosofía del como si” y, de manera literaria, como “filosofía del acaso”. Es, tal vez, esa categoría la que me permite intentar una lectura de Los árboles, de Hugo R. Correa Luna y, quizás, resolver un módico y personal fantasma literario que no logro desentrañar.

2.

Antes, debo confesar que reconozco a Hugo como mi maestro desde la cantidad de años suficiente como para que no haya que contarlos. También que, si bien leí a principios de 2015, en Ramallo, en la playa a orillas del Paraná, por primera vez Los árboles, fue en 2018, en la Ciudad de México, en la casa de Guillermo, que tuvo la generosidad de recibirnos en el edificio que la inclemencia de los taxistas llama “el rallador de queso”, que empecé a bosquejar esta lectura. En marzo del año siguiente, en medio de un asado en el Club Tres de Febrero, donde solemos ir a la pileta, mientras mis compañeros bailaban, comencé a tomar algunas notas en el celular; notas que se plasman acá. Ahora, mientras escribo, con la intermitencia de las internaciones de Hugo en la constancia de una enfermedad, supongo que el momento de la enunciación cobra otro significado.

Lo hablo con Fernando, quien, si acepta la común designación de maestro de Hugo, entonces se vuelve mi condiscípulo y me dice que escriba sobre esto: sobre la tribulación de mi tardanza en hacer una lectura, en disponerla, en expulsarla fuera de mi cabeza a la ingravidez de la pantalla y del tipeo en el procesador. Demoro, claro, un poco más, con la baladí excusa de buscarle un mejor título a estas notas. Esta mañana de domingo, de ya el final del invierno, en la que Fernando me llama y me dice: “Se murió”, después de una imperiosa agonía, noto en el chino que algunos precios cambian como si el universo quisiera apartarse de él. Imagino que, como en la novela que acá intento reseñar –Fernando escribió lo mismo en otro texto–, Hugo es un fantasma: eso que aún tiende un grado de entidad, que no ha sido entregado del todo al olvido. Además imagino, en un consuelo torpe, vano, que lee estas líneas y que se ríe con los guiños y las bromas privadas que ya había escrito. Que se ríe, por qué no, de mí.

3.

También debo asumir mi lugar habitual y negar la bienintencionada nota de José María Brindisi sobre Los árboles. Lo hago como quien interpreta el papel de actante inevitable, como en la fábula del alacrán y la rana, en la que espero poseer la bonhomía del batracio. El problema que veo es que, para Brindisi, si la novela comienza con una cita de Saer, está dedicada a Saer y tiene una cadencia de largas oraciones y períodos interjectivos, entonces es una novela saeriana. (Ahí Brindisi se pierde en el gesto de tero de Correa Luna: su novela carveriana, La pura realidad, se vuelve una fábula extrañada más propia de Kafka; el intento jamesiano de El enigma de Herbert Hjösberg deviene en una novela que escapa a las atmósferas meramente victorianas; en la kafkiana Once campanadas a la medianoche o El ciclo de Krebs, la inestabilidad del discurso y la preocupación por la genuinidad de la letra se escurren de entre los dedos de los tópicos del autor checo. En Los árboles, lo saeriano muta, por fin, en el prometido James tantos años antes o en un distante Rulfo. Ese enmascarar la voz con otras voces, eso que parece falto de estilo, constituye en sí un estilo hecho de retazos de los otros, como si en la misma fábula se pudiera ser, a la vez, rana, alacrán, río, orillas).

Supongo que debo, porque incurro en imaginar que hay quien no ha leído aún el libro, contar brevemente el argumento. Es, desde el principio, una historia de fantasmas, en un pueblo ficticio, en el triángulo sojero entre Río Cuarto, Rosario y Buenos Aires. Un joven, Eric Balbiani, llega al pueblo para buscar su origen y llenar los huecos de la historia materna. Conoce el lustre de Valerio Gardini padre, el escultor, y de su famosa estatua Los penitentes. Sabe o intuye que tiene que ver con su historia, con aquellos que busca para romper las simetrías: “Alguna vez se hallarían todos y esa vez el ciclo terminaría”. La anunciada sorpresa del final no tropieza en la banalidad de la revelación, sino, más bien, parece ser algo que se constata, un recordar lo que ya se sabía más que un descubrir. En esto, creo, no puede decirse que no haya acierto; del mismo modo que no puede hablarse de morosidad, en rigor, si, para los personajes fantasmas (Eduardo Rubinschik habla de Marchiarena como una lenta marcha en la arena), ya no hay tiempo.

“En su fervor por los desvíos es donde hacen pie los libros de Saer”, dice Brindisi como forma de enlazar los desvíos de Los árboles con los del autor de Glosa. Parece, tal vez, que, como en el sofisma del heresiarca del undécimo siglo de Tlön, se confunde igualdad con identidad. (De modo similar, Marina Closs, de quien, me disculpo, no conocía su existencia hasta hace unos días, se empeña en no leer a Saer y se pregunta qué quiere decir en determinado párrafo. Se queja, incluso, de la prosa compleja para decir algo simple. Como si al nombrar el referente apareciera ineludible un unívoco referido. O, para ponerlo de otro modo, en cierto capítulo de Los Simpsons, Homero ve un video explicativo de cómo armar una parrilla que acaba de comprar: el hombre del video chasquea los dedos y aparece un cerdo asándose. Abajo, el video advierte: “Al chasquear los dedos el cerdo podría no aparecer”).

Tal vez, más allá de cierta divergencia de temas de Los árboles con el universo de Saer, también se puede decir que la prosa del santafesino es siempre la de una afirmación. (O su opuesto dialéctico en Nadie nada nunca). La derivación, con la que concuerdo con Brindisi, se produce en el avance de ese afirmar constante. Se afirma, se precisa, se ramifica en una nueva afirmación que intenta sostener lo anterior. No hay vacilación, sino una poética del sí que siempre resulta insuficiente, insatisfactoria.

En cambio, en Los árboles, la filosofía del acaso es una proliferación constante.

4.

¿Qué quiero decir con “filosofía del acaso”? Si en Saer se construye desde una afirmación a otra que la aclara, que la potencia, que la amplifica y enlaza la prosa en una serie de precisiones interminables; en Correa Luna, en cambio, lo que hay es un avance que retrocede dos o tres pasos para volver a avanzar. Una idea que va en un sentido y una interjección que la contradice. A veces, incluso, hasta la carcajada. Cuando presenta a los personajes, el joven, aparece sentado bajo un aguariguay. El otro, don Marchiarena, no sabe aún cómo se llama el recién llegado. “Eric Balbiani –puede llamárselo así, aunque todavía, en rigor, se ignore ese nombre, pero resulta un modo de ahorrarse la perífrasis, a saber: el joven sentado bajo la sombra del aguaribay”.

La idea de “acaso”, de probabilidad, recorre toda la novela. De hecho, se inicia con “Don Marchiarena lo vio sentado a la sombra del aguaribay y acaso no dudó en acercársele”. (Tal vez esta poética pueda extenderse a la obra completa de Correa Luna, tal como supuse más arriba: La pura realidad acaso sea una novela carveriana que acaso termine siendo un texto de Kafka. Así, claro, se puede seguir con los otros ejemplos). Más adelante abundan los “en ese caso”, que se suponen como una inestabilidad: “Su estado más preciso –si pudiese llamarse a eso precisión– era que ni quería ni no quería, pero como estaba perdido en una especie de telaraña, de laberinto, no le daba lo mismo –si se permite expresarlo así– que le diera lo mismo”.

Los árboles resulta una novela hecha de simetrías: el sauce criollo y el aguaribay; la escena primera entre Marchiarena y Balbiani; los árboles que se suponen representados en la escultura de Valerio Gardini; los dos Valerio Gardini, padre e hijo; las dos violaciones; las dos figuras de la escultura Los penitentes que vertebra la historia; en una novela hecha de simetrías, ese acaso, esa vacilación, esa duda traza la diagonal que rompe el horror de lo espejado, como el impulso de la risa, como la imagen relatada del carancho negro que se lanza en picada sobre la laguna (que también es bañado).

5.

Hace poco escribí una breve crítica que, entre otras cosas, podría decirse que hablaba de la mezquindad de la construcción de un canon (y su reverso explotado de quienes no trabajamos para esa literatura más permanente que el bronce). Después, un pequeño texto sobre cómo una lectura podía intervenir la inestabilidad de sentidos de una obra. Me quedaba, fantasmagórica, la pregunta sobre si podemos ver una tercera cosa que se produzca entre la crítica y el canon, un tercer objeto, que, acaso, surja entre ambas simetrías.

Los penitentes, la estatua que se describe en la novela de Correa Luna, aborda este problema. Antes, está sugerida la idea de un tercer objeto: “Hasta ese momento, la palabra misma –la palabra ‘árbol’, se entiende– que solo le evocaba algunas imágenes, sensaciones y conocimientos (…) se le habían vuelto otra cosa. Pero no otra cosa en el sentido de que ya no era un árbol (…), sino todo lo contrario: lo que se había vuelto era más árbol todavía”. Sin embargo, parece que no es más que una afirmación de la instancia anterior, una confirmación, una forma de perpetuidad dada por una “concreta presencia que la debilidad de las palabras no logra abrazar, se trata apenas de lanzarlas a volar, soltarlas casi astilladas, en esquirlas, para que tejan lo inasible en un imposibilidad de asir”. Una insistencia que no logra definir su objeto, que no conforma algo más.

La estatua muestra dos figuras que a los pobladores de la novela evocan a la figura que forman el sauce criollo y el aguaribay, que, a su vez, dan título al libro. Una figura corre y está girada, como si mirara horrorizada lo que tiene atrás; la otra, que mira al frente, tiene el rostro escondido entre las manos. Sin embargo, como es lógico, al cubrir las manos toda la superficie de la cara, las facciones no han sido esculpidas. “Esa cara existe únicamente porque está tapada; o lo que es más paradójico, porque no existe”. Podría agregar yo que existe como fantasma.

Al leer el primero de los textos que menciono que redacté, el del canon que implicaba una lectura de la novela La ilusión de los mamíferos, de Julián López, Martín Sancia Kawamichi me escribió: “Lograste algo extraño: no veo la hora de que López saque su próxima novela para leer tu ensayo posterior. Lo digo como chiste, aunque no es un chiste: el dúo Bajder/López es mi autor actual preferido”. Si bien no quiero descreer de la aleación que propone Martín –es más, quiero creer en ella– intuyo que el vínculo que se produce entre crítica y obra apenas puede construir la diagonal que cruza las simetrías desde lo ilusorio, lo inasible –a pesar del intento de asir–, desde un relato fantasmal que no puede materializarse, que quiere hacer del árbol otra cosa que ya no puede encarnarse.

Acaso, en ese intento, en esa filosofía del acaso esté, de todos modos, la diagonal que salva la simetría. Acaso, una vez más, sea la literatura en Los árboles, más allá de lo que pueda postularse, lo que lo vuelve un libro bello y delectable: la voz y la cadencia de las frases, la reunión de los amigos, el secreto delictual que guardan, los escrúpulos de Valerio Gardini (h) para vestirse o para sobrevivir al padre, la vida de pueblo como verosimilitud, la búsqueda del propio origen de Balbiani, el uso del lugar común en Marchiarena. Es una novela sobre el encuentro de mundos, de planos, que se corta como el vuelo rasante de un pájaro negro. Tal vez, también, la noción de que el rostro está porque se lo tapa, de que el vínculo se establece en la suposición y no en algo que puede verificarse, de que el vínculo literario es siempre fantasmático en vez de real; ahí está, una vez más, la risa, pero también la resolución por parte del maestro de un problema que el discípulo no sabe resolver////PACO

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