1.

No voy a hablar de la recomendación de Heidrun (que supo hospedarme en su casa de Meerholz cuando fui adolescente), ni de la conmoción de ver la película en YouTube apenas el año pasado, ni de la vez que la encontré en el zapping cuando todavía vivíamos en la calle Congreso mientras comía una pizza de jamón y huevo de Di Chieti, ni de la nostalgia de esa Berlín que podía encontrar aún hace siete años, ni de la omnipresencia de la palabra “Genossen”. Tampoco voy a hablar de que me evocaba ese ambiente de Brecht, de la Volksbühne, de la vez que con Mercedes vimos, en Berlín del Este, en el anacrónico 2013, al Berliner Ensemble haciendo Der kaukasiche Kreidenkreis, ni de mi debilidad por el idioma alemán, ni del éxito y el tibio debate, como quien parte en dos a un niño sin que ninguna de las madres lo impida, derivados del film. En todo caso, de La vida de los otros me interesa algo que se desprende de la anécdota argumental.

Una pareja, un dramaturgo y una actriz son espiados por un agente de la Stasi en la RDA. Ella, además, es amante del ministro de Cultura, que la hace espiar, y tiene vaivenes entre la oposición snob al gobierno y el miedo a quedarse sin poder actuar. Él, escritor oficial, movido por las circunstancias, cambia de opinión y escribe un artículo que denuncia una fisura en el régimen. Se publica en la otra Alemania, la que presume libertades. El espía, tal vez enamorado de la pareja, altera diálogos y percepciones para que no queden constancias de la traición. Sin embargo, los servicios secretos tienen el original del artículo: solo resta encontrar la máquina de escribir en que se tipeó para dar con el autor.

La máquina en cuestión (hay muchos detalles sobre eso en la película), está escondida bajo el piso, en un umbral, en el departamento del dramaturgo. El jefe del espía, en una sospecha necesaria para la trama, lo obliga a interrogar a la actriz, que se quiebra y delata a su pareja. Cuando los agentes de la Stasi llegan al departamento, ella, que no tiene argumentos para no sentirse culpable, escapa hasta quedar bajo las ruedas de un camión. En el umbral, ese lugar de las transiciones, de los pasajes, descubren el escondite, pero no hay ninguna máquina de escribir. El espía enamorado ha ido antes y ha borrado la evidencia. Ese es el punto que me interesa: alguien externo, un lector, alguien que debía ser un espectador de la obra (y el carácter de lector se revela al final, cuando, años después, con la caída del muro, el dramaturgo escribe una novela que relata los hechos que vemos en la película y se la dedica al espía (al seudónimo del espía) que compra el libro que es para él, como dice en la última línea) interviene y modifica la historia.

2.

El canónico ensayo de Panofsky, ese hombre para quien, tal vez acertadamente (no tengo los medios para juzgarlo) la perspectiva es una forma de medir el mundo, comienza con la duda sobre la identidad del cuadro El matrimonio Arnolfini, de Jan van Eyck. La historia, si mi inglés me ayuda, parece ser así: hay registros del cuadro, en primer lugar, en Flandes, comprado por un noble español y regalado a Margarita de Austria, que a su vez lo regala a su sobrina, hermana de Carlos V, que lo instala en la corte española. Después de las guerras napoleónicas, aparece en Londres. ¿Son los dos el mismo cuadro? ¿El de los registros españoles y el aparecido en Londres? Las descripciones de los catálogos hablan de una tabla pintada en la que la fe desposa a los representados. Esta fe alegórica no está en el cuadro londinense. 

El matrimonio Arnolfini

Panofsky hace una interpretación que, en principio, cambia la percepción de la historiografía del cuadro: son uno y el mismo. El matrimonio “por fe”, por fuera de la autoridad eclesiástica, requería de un testigo y de ciertos rituales (los novios se deben dar la mano, como en el cuadro). Van Eyck, tal como lo dice la firma, es ese testigo. Por otro lado, otros indicios aparecen en la interpretación canónica: la vela es otra metonimia matrimonial, el hecho de que esté pintado en un interior de habitación, el perro que implica fidelidad. Algunos objetos más señalan lo acaudalado del comerciante que se desposa: las exóticas naranjas que demostraban que podía comprarlas. También hay explicaciones para los zuecos en el piso, la alfombra, el que estén descalzos. Panofsky señala que esta simbología se amalgama con el efecto realista del cuadro (para realzar su posibilidad comunicativa) y que lo alegórico parece distante para nosotros, aunque no para el espectador medieval.

En una búsqueda rápida por internet, nuestra británica enciclopedia, aparece un artículo de Margaret L. Coster que niega la tesis esponsal de Panofsky. Con abundante documentación histórica, insiste en que el Arnolfini retratado es uno distinto al que señala el texto del crítico canónico y aventura que se trata de una remembranza de este nuevo Arnolfini a su esposa ya muerta. Entonces reinterpreta (con la luz ultravioleta, como una CSI pictórica) los signos del cuadro: la figura monstruosa de madera en el fondo, sobre las manos, es un mal augurio; la mujer habría muerto en el parto, ya que hay otra figura que simboliza la fertilidad, del mismo modo que las naranjas; las velas son dos, pero una de ellas está apagada; la firma de Van Eyck es un testimonio del duelo; las estancias de la pasión de Cristo en el espejo del fondo hablan de los momentos de muerte y resurrección; la mano levantada no es un signo matrimonial sino un simple saludo a quienes, reflejo mediante, entran a escena.

Retrato de hombre con turbante, posible autorretrato de Jan van Eyck

Lo que me sorprende de estos textos es que, al revés del espía de la Stasi, la lectura que proponen no hace una intervención sobre aquello que leen, no lo modifican, no se superponen, como debería hacer un ensayo, una crítica, sino que se manejan en el plano de la decodificación. Con luz ultravioleta o con citas de autoridad, apenas describen algo, con la simpleza de esos juegos de revista dominical en la que hay que reemplazar un triángulo o una estrella por una vocal. El cuadro, sin embargo, es mucho menos simple que la decodificación de significados. Si el Barroco es pliegue, como quiere Deleuze, Van Eyck se anticipa a esa condición. (Mercedes, que no deja de estar formada en Historia del Arte, disciplina de la que ahora yo hablo por mero arrojo, sin conocimientos, me señala que el hieratismo, la simetría, las formas casi reticulares de los decorados, hacen de Van Eyck no más que un renacentista). A mí, sin embargo, me gusta pretender entender los pliegues de cuadros como Retrato de hombre con turbante o Virgen del canciller Rolin con una intención barroca, con un gesto que lo prefigura. El otro, claro, es el del artista en el espejo del fondo de El matrimonio Arnolfini: se ve a los retratados de espalda mirando al pintor. Es casi más sutil que Las meninas, porque el autor está escondido, minúsculo, en el fondo. Sin embargo, arriba del espejo, firma. Se reconoce en ese lugar, como si el reconocerse como autor de la obra solo pudiera ocurrir cuando los otros, aquellos a quienes está destinado lo que hace, lo ven.

La lectura es doble (como toda función especular): los retratados confieren al autor esa condición, el autor puede serlo porque retrata al matrimonio. Ambos, como el espía y la pareja de artistas en la película alemana, encuentran una forma de complementarse, de reclamarse, de modificarse, de tomar relevancia (Van Eyck certifica que estuvo ahí y atestiguó (un casamiento, una condolencia, da lo mismo) y sus comitentes certifican que él estuvo ahí al verlo pintarlos).

Virgen del canciller Rolin

3.

En La mayor, Saer incluye una sección de argumentos, como pequeños cuentos, que podrían desarrollarse. Uno, “Me llamo Pichón Garay”, narra un breve encuentro en París con Tomatis, otro de los personajes saerianos. El encuentro deja en el narrador una “atmósfera de recuerdos podridos”. Termina diciendo: “Me llamo, digo, Pichón Garay. Es un decir.”

Hace semanas que miramos con Mercedes RuPaul’s Drag Race, el reality de drag-queens. Ahí todas se llaman de alguna manera, y en todas es un decir. La identidad aparece como algo inestable, en cuestión. Es, tal vez, lo contrario de las interpretaciones glosadas más arriba sobre El matrimonio Arnolfini: mientras la decodificación propone una estabilidad identitaria (“el perro es igual a esto”, “la vela es igual a esto otro”), las drag-queens sabotean el universo de lo idéntico. Hay rasgos, claros. Valentina habla de su drag como de un personaje. Trinity The Tuck decide llamarse así por su habilidad para el tuck, esa destreza que implica esconder los genitales masculinos de manera que parezca que no están, incluso si se lleva una microbikini. Manila Luzon rescata en su nombre un origen filipino (y oculta un apellido alemán). Ongina mezcla una ondina y aquello “que no tengo y quiero tener”: una vagina. Nina Flowers glosa, en cambio, su apellido (Flores) y la estética punk de Nina Hagen.

Me fijo, me detengo, en Sasha Velour, porque Mercedes así me lo señala, me indica lo bien que se maquilla, lo notable de su estética. Sasha declara haber vivido en Rusia dos años. El nombre es ambivalente: en ruso sirve tanto como apócope de Alexander como de Alexandra. Sasha no es quien se maquilla frente al espejo, ni tampoco es, necesariamente, una chica como Valentina. Es alguien que habita esa ambivalencia: una mujer de labios gruesos que insiste en estar pelada, que tira su peluca para que escapen pétalos de rosa y una calva maquillada, que se revela cuando se saca en medio de un lip-sync la máscara. La pregunta por la estabilidad, por la decodificación, se vuelve insignificante, improcedente. La identidad, si cabe, se construye en ese vaivén.

Hace cinco años que intento este ensayo sobre Van Eyck, La vida de los otros y Los embajadores de Holbein (el otro cuadro flamenco al que Panofsky le reconoce una riqueza simbólica). Sin embargo, el sentido cierra en un reality de drag-queens, en esa forma anegada de la identidad invadida por múltilples formas para dar una tercera: Sasha, que no necesita ser ni hombre ni mujer, que ya no requiere un género, que se inventa a medida que sucede. (Reconozco que, si no tuviera tanta pereza siquiera para afeitarme, intentaría aprender el maquillaje, las pelucas y los vestidos que se ven tan seductores en la televisión). Evoco, ahora, la posibilidad de este ensayo, los años que llevo elucubrándolo, el tiempo en que vivía en un departamento de la calle Congreso, en Villa Urquiza, y quise escribir sobre La vida de los otros. El año y medio ya en que volví a ver la película y leí a Panofsky con la intención de estas líneas. Mavrakis afirma, tal vez acertadamente, que el ensayo como género aparece garantizado por el autor: acá es donde se me vuelve imposible, aunque acuerde, solventar el crédito de lo aseverado. ¿Cómo con un género que considero de tentativa, de prueba, de inestabilidad puedo otorgar una garantía? ¿Cómo ser un autor cuando la identidad también me parece incompleta, renuente a la definición, en perpetuo vaivén?

Sasha Velour

4.

Sé que los que están representados en Los embajadores no son Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia. La Wikipedia señala que se trata de Jean de Dinteville, embajador de Francia en Inglaterra, y Georges de Selve, obispo de Lavaur, que ocasionalmente fue embajador ante el emperador romano germánico, la república de Venecia y la Santa Sede. Sin embargo, en mi memoria, son los dos reyes porque el cuadro ilustraba ese episodio de la historia en Érase una vez el hombre, los fascículos infantiles que leí una y otra vez de chico y que me formaron.

Mi interés en el cuadro no estriba en el simbolismo que es pródigo en el Renacimiento: los libros, las artes del quadrivium, el piso, el reloj de sol, el globo terráqueo, la pose de los personajes, la tela verde del fondo. Supongo que todo puede ser decodificado, todo tiene una traslación hacia la estabilidad de un significado unívoco. Hay una figura central, extraña, en una diagonal casi, que no puede verse a simple vista. Hasta el siglo xx, permaneció como una mancha ósea a los ojos de todos. En algún punto, un crítico de arte, que la misma fuente enciclopédica consigna como Jurgis Baltrusaitis, descubrió que se trataba de una anamorfosis, una forma (inestable, tentativa) que se recompone reconocible para el espectador desde un ángulo distinto al resto de la pintura. Por ejemplo, se la debe enfocar con el reverso de una cuchara. En Los embajadores es la figura de una calavera lo que, para aquellos que precisan anclar el sentido, le recuerda al poder político y terrenal que la muerte, aunque oblicua e irreconocible, siempre está en la habitación.

Los embajadores

Mercedes me cuenta que, cuando estuvo en Londres, la National Gallery hizo una exhibición, a la que ella asistió, llamada, cómo no, “Los embajadores” de ese cuadro solo. En la sala había una pequeña escalera, al costado de la pintura, desde la que se formaba el ángulo perfecto para ver formarse la calavera. La anécdota, en la que me imagino a mi mujer subida a una escalera, asomada por una baranda que no sé si habrá de haber estado mientras observa cómo se manifiesta esa representación de la muerte, no deja de parecerme brumosa y conmovedora. También lo es el hecho de que el cuadro de Holbein haya esperado quinientos años para que alguien note lo que estaba a la vista (deformada) de todos. La Wikipedia aventura que Holbein puede entenderse como hohle bein –“hueso hueco”, en alemán antiguo–, es decir, la calaca sería una firma. Sin embargo, la espera, la anamorfosis, que permaneció incólume, se resuelve en una lectura que modifica la obra original. Como la del espía en La vida de los otros. Como el espejo cóncavo en El matrimonio Arnolfini que lo arranca del simbolismo estático de la decodificación.

Tal vez esto también puede afirmarse en literatura. (En el supermercado, en la cola, el día que escribí estas líneas, leí, a instancias de Susana, que tanto le gusta el cuento, también de Saer, “Sombras sobre de un vidrio esmerilado”. La sombra, aquello que apenas muestra una silueta, borroneada por el vidrio que la esmerila, vuelta una mancha, una anamorfosis o, como dice Pichón Garay, apenas un decir). Tal vez sea esa lectura modificatoria, ese reconocimiento, lo que estabiliza, lo que le da un contorno a la sombra, aunque de forma momentánea, que es el texto. Tal vez pueda decirse que la literatura propia es siempre la de los otros/////PACO

San Andrés, julio 10 de 2020

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