Especial desde Lancashire

I
La historia de Indira Gainiyeva y Edward Bunyan es una historia acerca del inevitable fracaso de ilusiones progresistas hilándose en el éter inicuo de lemas como inclusión en la diversidad. Porque, para empezar, ¿cómo puede algo mantenerse categóricamente único y diverso si a la vez está forzado a ser incluido e integrado? ¿Qué pasa cuando lo diverso no puede ser pensado como diversidad y lo incluido no puede ser pensado como inclusión? ¿Cuáles son los riesgos al forzar —por los motivos benignos e insensatos de siempre— el pegajoso discurso frígido de la igualdad? En cuanto los tutores de Indira Gainiyeva y Edward Bunyan recuperen de facto sus jerarquías naturales y jurídicas, probablemente tendrán algo que decir. Mientras tanto, esta es la hermosa historia de amor de sus hijos.

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Indira Gainiyeva tiene 17 años y Edward Bunyan tiene 16. Se conocieron en el Stonyhurst College de Lancashire, una institución educativa jesuita con más de 400 años de historia cuya matrícula cuesta 30.000 libras al año. Las normas respecto a los sexos son claras: espacios separados durante la noche, puertas bien cerradas, nada de contacto entre hombres y mujeres después de las once de la noche. Es importante evitar el romanticismo obvio: Indira y Edward no son Tristán e Isolda, más bien son dos ejemplos de la prosperidad británica, de la apertura multicultural del mercado de bienes y servicios y también un cliché más acerca de los efectos estúpidos del amor sobre los engranajes de un sistema educativo que determina la indignidad eterna de un lado del mostrador o la dignidad eterna del otro. Sobre el sistema educativo inglés, sobre sus delicadas aquiescencias y sus peligrosos costos sociales hay una extensa bibliografía aparte. Sobre Indira Gainiyeva y Edward Bunyan, en cambio, lo que va a quedar es una anécdota. Pero podría ser una significativa.

Los dos se enamoraron, los dos decidieron que las normas educativas y legales que los separaban no tenían sentido sobre sus poderosas subjetividades enamoradas y por eso los dos se escaparon a la República Dominicana. A sus amigos les dijeron que estaban hartos del clima lluvioso de Lancashire y a sus padres no les dijeron nada. Se instalaron en un resort cinco estrellas en Punta Cana con las tarjetas de crédito extendidas de sus familias. Hicieron eso —y probablemente lo que también hacen todos los enamorados jóvenes del mundo— durante algunos días frente al mar, hasta que la conmoción de sus respectivas comunidades —que incluye a la comunidad de los ricos— los asustó. Entonces avisaron dónde estaban y los buscaron y los encontraron. Hasta ese momento, la plebe británica se había entretenido a través de la prensa amarillista —que, amarillista o no, es la mejor prensa del mundo— mientras la elite británica se preocupaba. El padre de Gainiyeva, por ejemplo, daba sus amables testimonios por teléfono desde «la mansión familiar en Kyzylorda, Kazajistán», un detalle que ninguno de los entrevistadores ingleses deja de remarcar.

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II
Cuando el padre de Indira Gainiyeva y la madre Edward Bunyan se enteraron de dónde estaban sus hijos, volaron a Punta Cana y se instalaron en el mismo resort. Pasaron unos días con ellos allá. ¿Qué haría un padre o una madre cuyo hijo adolescente abandonara su escuela, se escapara de su país, viajara clandestinamente a otro en otro continente, acompañado de otro adolescente del sexo opuesto y evitara dar señales hasta que se asustara por las noticias? No importa qué formas de violencia y autoridad se les hayan cruzado recién por la mente: sus padres trataron de razonar con ellos. Indira, por su parte, tenía un único miedo: que su padre la obligara a mudarse a Kazajistán, donde la inclusión en la diversidad es una de esas fantasías culturales creadas por el estalinismo de la ex URSS, que usaba a ese país como un fastuoso campo de deportados para todos los rincones de la Madre Rusia (¿quién dijo que el de la inclusión en la diversidad era un espíritu creado únicamente por las sensibilidades liberales?).

En Kazajistán hay al menos 131 etnias distintas, amalgamadas por una economía muy productiva asociada al petróleo y el gas. Uno de los desafíos actuales del país es el combate a la intolerancia religiosa. A sus 17 años, sin embargo, Indira Gainiyeva prefería el confort británico: la hija de un millonario kazajistaní del petróleo siempre va a preferir la mirada de los otros occidentales antes que la mirada de los propios orientales. Sencillamente porque los occidentales de su edad han sido, con mayor o menor éxito, educados para tratar con la realidad asiática de su diversidad ignorándola con diplomacia social y escondiéndola detrás de los muros sensibles del capital. En Kazajistán, en cambio, entre 131 etnias distintas, la identidad y sus rigores pueden resultar, para una adolescente acomodada y cosmopolita, un asunto probablemente más infernal. Mientras estaba desaparecida, los medios británicos armaban su autopsia psicológica a partir de lo que Indira hubiera escrito antes en las redes sociales. Pero no era nada fácil. Las frases eran de este tenor: «I want to make people who are with me happy, build a strong family and become a successful person».

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A los 16 años, Edward Bunyan es probablemente el mejor candidato que Indira Gainiyeva va a encontrar para cumplir esa meta de su vida. Edward es hijo de un ingeniero civil de nacionalidad inglesa y carrera militar muerto en 2004. El abuelo de Edward —sigan bien esta historia de inclusión en la diversidad— era indio y había servido a la RAF durante la Segunda Guerra. Con su propia madre, la mamá de Edward vive en España: al momento de su casamiento tenía 33 años y el padre de Edward tenía 70 y había trabajado en distintos países de América, Asia y África. ¿Suficiente diversidad en la igualdad? ¿Suficiente inclusión en la diferencia? ¿Suficiente igualdad en la inclusión? De todos modos, ¿por qué todas esas consignas suenan igualmente pueriles, correctas y vacías? Para viajar hasta el otro lado del océano Edward no tuvo inconvenientes: estudió en escuelas de España y Canadá. A sus 16 años, es un viajero experimentado y en Stonyhurst College, aunque sus compañeros no esperan verlo de nuevo como alumno, no dejan de idolatrarlo. (Hace unos años, personalmente, pude conocer y tratar con varios representantes de la clase social, las aspiraciones y el horizonte simbólico y multicultural de Indira Gainiyeva y Edward Bunyan. Ninguno me resultó jamás ni un poco estúpido ni demasiado ingenuo. De hecho, a su edad, todos parecían mucho más inteligentes, prácticos y cómodos con su adaptación al mundo que yo, un simple sudamericano, en la mía. Quiero decir: Indira Gainiyeva y Edward Bunyan no son ingenuos, no son estúpidos, no son dos simples enamorados como los que podrían escaparse durante un fin de semana a San Pedro en Buenos Aires. Ellos son algo más. Son un dispositivo cultural en malfuncionamiento).

Edward e Indira volaron primero desde el Aeropuerto de Manchester hasta París y desde ahí a la República Dominicana. A los 16 años, Edward lleva algo de ingeniero en la sangre; del clima húmedo y hostil de Inglaterra primero a la antesala inmediata del imaginario romántico en París; después, la sensualidad y el clima caribeño: Indira debe haber llegado todavía más tranquila y entusiasmada que él. Las cosas cambiaron cuando volvieron a Inglaterra. Pero antes no: antes, de hecho, la policía se negó a trasladarlos. Indira Gainiyeva y Edward Bunyan no solo eran una postal de inclusión en la diversidad, también eran menores. Prófugos, enamorados, en un resort de cinco estrellas, con tarjetas de crédito de lujo extendidas a su nombre y menores. Por lo tanto, nadie iba a subirlos a un avión: con la astucia y el crédito necesario, el mundo podía estar en sus manos y bajo su voluntad, pero ese mundo jamás podría poner sus manos y su voluntad sobre ellos. No de manera coercitiva. No de manera autoritaria. No de manera violenta.

Esta es la parte interesante, la parte del malfuncionamiento: la parte en la que un discurso acerca de la igualdad y la diversidad, la parte en la que un presunto espíritu de respeto y fraternidad universal, deviene impotencia, inacción e infantilismo. Falta todavía un poco más de la historia, pero no interesa el suspenso ahora: el verdadero asunto tiene que ver con las perversiones escondidas detrás de esa extensa nube de aparente buena voluntad y amabilidad. Si alguien me preguntara, diría que este es la clase de mosaico donde alguien quiere dar algo que no tiene a alguien que no lo quiere. Y ese es un excelente mosaico acerca del estado de cierta cultura. Hay una novela menor de J. G. Ballard sobre un grupo de chicos ricos que aniquilan a todos los adultos del country donde vivían con la mayor placidez. El problema es que, al final, liberados de toda regla o forma de autoridad, lo único que pueden hacer es fugarse en medio del caos. Pero es demasiado alegórico. Hay una frase de Slavoj Žižek, en cambio, más sutil: «Lo que es imposible después de Auschwitz no es la poesía sino más bien la prosa».

Roman Catholic Stonyhurst College

Como sea, las autoridades británicas obligaron a los padres a viajar a la República Dominicana para buscar a sus hijos. Antes de seguir, algunas preguntas. ¿Cómo escribe hoy su prosa una forma de autoridad cualquiera? ¿Puede o tiene espacio para hacerlo? ¿Se permite ahora pensar la interacción humana como una serie de conductas fundamentalmente caóticas que obligan necesariamente a alguien a tomarse el trabajo (no siempre agradable, no siempre justo) de jerarquizar los roles, delimitar los deseos, establecer obediencias y castigar los excesos? Porque lo que es realmente interesante de la historia de Indira Gainiyeva y Edward Bunyan no es lo que hicieron, sino el horizonte de posibilidades en el que han sido puestos a vivir. Cuando la nube del discurso de la inclusión en la diversidad se vuelve tóxica y fricciona toda forma de autoridad, obediencia y poder [i], cuando las diferencias ya no pueden ser ni siquiera pronunciadas, lo que termina por pasar es más parecido a la estupidez que al amor. La madre de Indira, de hecho, llegó a culpar de la situación de su hija y su novio al amor y a las normas restrictas del colegio jesuita al que los mandaban (en 2009, las autoridades del colegio encontraron a un chico de 17 y una chica de 16 en la misma cama: los expulsaron).

III
Si la madre de Indira representa la voz conciliatoria y voluntarista que niega que la lucha y la agresión son parte de la vida —fueron los malvados curas jesuitas, los censores, los insensibles, quienes obligaron a su hija—, la madre de Edward, en cambio, representa un tono algo más severo del matriarcado (puesto a simplificar hasta el grotesco, en realidad, todo esta historia no es otra historia que la del retroceso de la ley y la autoridad y el avance absurdo del matriarcado). Susannah viajó a República Dominicana para ayudar a la policía local a encontrarlos —y lo hicieron siguiendo las tarjetas de crédito: nadie será imputado de ningún delito mientras las deudas se cobren a fin de mes, y van a cobrarse— y cuando la policía los encontró, Susannah fue menos contemplativa con Edward. Le gritó en privado y en público (y por la cara de Indira, es probable que Susannah también le haya pegado a Edward en privado: violencia física de un adulto castigando a su hijo, ese sí es un tabú más oscuro en el siglo XXI que el snuff).

Designada también como tutora de Indira —a la que acusó de haber convencido a su hijo para que fugaran—, la madre de Edward se quedó con los dos durante unos días más, mientras resolvían la situación policial y esperaban el viaje definitivo a Inglaterra. Entonces llegó a la República Dominicana Ravil Gainiyev, el padre de Indira Gainiyeva. Y si hay algo que vale la pena leerse en la mejor prensa amarillista del país más civilizado del mundo, es el clamor de los menos sofisticados por algo que los discursos dominantes de los más sofisticados repelen: autoridad, poder, castigo, orden. El patriarcado, al fin.

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Los millonarios industriales de Kazajistán no son nada parecidos a los millonarios postindustriales de Sudamérica. Son hombres acostumbrados a la ferocidad del trabajo físico: a mandar sobre quienes hacen el feroz trabajo físico sobre los elementos de la Naturaleza, se entiende. Es probable que por eso mismo no vayan a aparecer nunca en las novelas de Michel Houellebecq, coleccionando arte moderno como Carlos Slim, aunque manden a sus hijas a las mejores universidades del mundo occidental. Pueden buscar la foto en Google: Ravil Gainiyev hizo llorar a Indira Gainiyeva. No con violencia física sino con palabras. Y no se trató tampoco de la quimera blanda de la violencia simbólica, sino de los efectos de las palabras de la razón y el orden sobre una hija adolescente.

En el mundo atonal de libertad, igualdad e inclusión en la diversidad en el que su hija había elegido vivir, Ravil Gainiyev tampoco se permitió quedar como el bárbaro que vuela desde Asia e impone clausuras, diferencias y exclusiones en la igualdad. Las perversiones de la corrección política, mientras tanto, seguían permitiendo que los adolescentes hicieran con absoluta impunidad lo que quisieran. ¿Se admite todavía en una sociedad de aspiraciones igualitarias la voz del padre? ¿Se le permite todavía a un hombre ejercer ese poder? (Y no piensen en contraejemplos absurdos: la vida medieval, incestuosa y criminal de los rancheríos del interior no son parámetro de nada; piensen más bien en una sociedad parecida a lo más amable e idealista de Twitter pero concretada en el plano del resto del discurso social: piensen en el futuro).

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Indira le dijo a su papá que era muy infeliz. Que no había podido hacer otra cosa más que escaparse de Lancashire y que la escuela «era como el infierno». Ravil, por su parte, dijo que la última vez que había visto a su hija había sido durante las fiestas de Navidad en las Maldivas y que estaba perfectamente bien. «Nunca tuve problemas con ella antes. Esto es muy inusual en su carácter. Fue un gran shock». Hasta el momento en que los encontraron, la pareja había gastado 3.000 libras de la tarjeta de Ravil Gainiyeva para pagar sus vacaciones de lujo y había abandonado una escuela de 30.000 libras al año. Las autoridades dominicanas dijeron que parecían haberla pasado muy bien y estaban muy felices. La única voz de autoridad que se pronunció en público hasta el momento es la del Stonyhurst College de Lancashire: primero dijeron que iban a expulsar a la pareja, pero después dijeron que estaban dispuestos a estudiar una nueva admisión. En los aeropuertos de Manchester y Paris —donde Indira tiró su teléfono y su laptop—, antes de llegar al Caribe, nadie les hizo preguntas: eran menores viajando con crédito, los pasaportes se sellaron rápido, nadie les hizo preguntas. Y por supuesto nadie iba a hacerlas en la República Dominicana.

Como Edward habla inglés, español y francés, e Indira habla inglés y ruso, habían incluso conseguido un trabajo en una de las playas atendiendo turistas. Después de llorar, Indira reconoció ante el padre que estaba avergonzada. «Había traído la vergüenza a su familia», dijo. Hay más detalles, pero en esencia lo importante va a ser esto: una sociedad que ya no se permite castigar a nadie con nada no puede más que condenar a todos al masoquismo. En octubre del año pasado, en una red social rusa, Indira escribió una frase interesante: «I’m hungry but I can’t eat. I’m tired but I can’t sleep. I’m sad but I cannot cry. Suicidal but I can’t die». No creo que se trate de verdadera angustia ni depresión patológicas, más bien hay algo de chispa inicial para la insatisfacción crónica de una futura tuitstar. Una hija legítima de su época.

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Para terminar: antes de llegar otra vez a Inglaterra, la madre de Edward lo llamó estúpido e idiota en el aeropuerto de París, mientras esperaban la escala. Había tenido un problema con el equipaje y los empleados habían tenido que registrarlo con un escáner. Indira estaba al lado. Al menos durante ese instante traumático, la farsa del amor como igualdad quedó desnuda ante algo más sensato, algo más parecido al amor como tolerancia. Entonces sí pudo escribirse algo de prosa después de Auschwitz. ¿Por qué tolerar tendría que ser fácil y no tendría que admitir nunca el menor castigo? En el poder, el poder que los discursos al estilo de inclusión en la diversidad insiste en negar, siempre hay una asimetría. Hasta qué punto la infantilización de los adultos y la supremacía del infantilismo desordenan, neurotizan y vuelven intolerable cualquier atmósfera social madura podría ser un asunto interesante para los buenos novelistas. Los padres de Indira Gainiyeva y Edward Bunyan, mientras tanto, están buscando una escuela a la que puedan ir juntos porque consideran que separarlos no va a ser una buena idea/////PACO

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[i]  Las feministas llaman a ese monstruo voraz de autoridad, represión y obediencia patriarcado.