El caso Justine Sacco es entendible en relación a tradiciones atávicas como los sacrificios humanos. ¿Pero quiénes son y cómo se consagran los “sumos sacerdotes” de los atrios donde se convalidan (o no) las ofrendas? Cuando hace dos años esta publicista anónima de 30 años, empleada en IAC, una empresa de comunicaciones de Nueva York, escribió en su cuenta de Twitter ‒de apenas 170 seguidores‒ que estaba “camino a África. Espero no agarrarme sida. Es solo una broma. ¡Soy blanca!”, y después se subió a su avión a Sudáfrica, doce horas bastaron para que su vida se derrumbara bajo el frío cardumen de la indignación. La piedra angular la había colocado Sam Biddle, un periodista norteamericano con 15.000 seguidores ‒“Y ahora, una Divertida Broma de Vacaciones de la Jefa de Relaciones Públicas de IAC”, escribió en su Twitter‒, y tras una mala combinación de timing digital, ocio global y eso que el escritor inglés Martin Amis describe como “sentirse ofendido y sentirse inofensivo, las dos adicciones gemelas de la cultura contemporánea”, Justine Sacco, acusada por millones de racismo y discriminación, se convirtió en el trending topic de una masa de festivos inquisidores que no descansaron hasta que perdió su trabajo, su reputación e incluso una parte de su capacidad de amar y ser amada (“no puedo tener citas porque todos googlean antes a la persona con la que salen”, contó hace pocas semanas en The New York Times Magazine).

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Aceitadas sobre una positividad sin contrastes ni cuestionamientos, la negatividad en internet se percibe como una peligrosa transgresión

Con juicios populares contra terceros sin defensa como los que padecieron Justine Sacco o Alicia Ann Lynch, una norteamericana “condenada” por subir a las redes una foto disfrazada como una de las víctimas de la bomba de la Maratón de Boston de 2013, pero también con campañas online de “vergüenza pública” ‒como la que sufrió fugazmente la vedette argentina Rocío Marengo al escribir en Twitter que “muchas mujeres y hombres provocan a su sexo contrario para que se saquen y golpeen” durante el fervor por el hashtag #NiUnaMenos‒ y ataques directos a través de denuncias sistemáticas para eliminar a determinadas personas de Twitter o Facebook, la corrección política y las fantasías de poder de sus abanderados amenazan con convertir a internet en un peligroso jardín de infantes de la moral (cuyo verdadero asunto no está en los «códigos éticos y las prohibiciones religiosas», como señala el crítico literario Terry Eagleton, sino en las preguntas que suscitan los sentimientos, las ideas y las acciones humanas). La historia de cómo el buen o el mal humor, el buen o el mal gusto e, incluso, la más simple estupidez se volvieron objetos de permanente juicio social probablemente sea tan extensa y parcial como la historia de la Humanidad. Pero con 1800 millones de personas nada más que en Twitter y Facebook, en las redes sociales, en cambio, la positividad y la negatividad ya no son categorías de pensamiento hegeliano sino variables cuantificables. Hace siete meses, un análisis de Weibo ‒la versión china de Twitter, cuyo original está censurado‒ demostró sobre unos 70 millones de mensajes de 200.000 usuarios que el enojo se esparcía más rápido y de manera más efectiva que la alegría. “El enojo es más influyente”, escribieron Rui Fan, Jichang Zhao, Yan Chen y Ke Xu en un paper de la BeiHang University destinado a medir la influencia de las gestiones estatales sobre el descontento social, de la misma manera que experimentos parecidos sobre la propagación de emociones y sentimientos en Facebook llegaron al mismo resultado. Pero, como sabía G. W. F. Hegel, no se trata de la negatividad sino de su clarividencia, y de la manera en que su potencial se enfrenta hoy a un determinado clima cultural.

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En una época de discursos de irrestricta igualdad y tolerancia, las redes parecen haberse vuelto cada vez más impermeables, aún bajo la genuina ingenuidad de las buenas intenciones, a la épica de cualquier ira con la potencia de producir acciones, al mismo tiempo que se empantanan en una “indignación digital que no es capaz de acción ni narración”, como escribe en su ensayo En el enjambre el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. Aceitadas sobre una positividad sin contrastes ni cuestionamientos, y al mismo tiempo resguardando bajo reglas y políticas de convivencia el credo de que no hay posibilidad real de reconocimiento y comunión en el Otro sin estar “a favor del conocimiento de que nosotros estamos ahí el uno para el otro y nadie está ahí para sí mismo”, como escribió en defensa de los nuevos entornos de comunicación el teórico Vilém Flusser, la negatividad en internet se percibe como una peligrosa transgresión. ¿Pero qué permite ver la clarividencia de la negatividad? En Twitter, por ejemplo, la más popular de las formas de positividad es la indignación. “Inestable, inconstante y sin posibilidad de articular ningún discurso público concreto”, como la define Byung-Chul Han, la indignación es la respuesta más cómoda e inmediata ante cualquier conflicto. Y dando una falsa sensación de superioridad sin arriesgar nada, la posición del indignado puede incluso transformarse en una profesión llena de sponsors. Con el patrimonio de la medianía de lo moral en su haber, la situación no es mejor en Facebook. Como cualquier usuario sabe, ahí los ecologistas contra el maltrato animal, los cruzados contra la violencia obstétrica o quienes descreen del calendario vacunatorio habitan, entre muros propios y ajenos, los juzgados públicos alrededor de las preocupaciones a veces mejor intencionadas y casi siempre peor representadas. Pero más allá de sus versiones ‒“alguien tiene que hacer algo”, “sumá tu apoyo en Change.org”‒, la indignación nunca está completa sin la denuncia. ¿Y quiénes son denunciados? En general, aquellos que antagonicen con la indignación a través de la manifestación de alguna inconformidad o alguna sospecha (así, ese “espesor, consistencia y armonía” de lo social que según Michel Onfrany perseguían los primeros cínicos ya no es útil en las redes).

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La indignación nunca está completa sin la denuncia. ¿Y quiénes son denunciados? Aquellos que antagonicen a través de la manifestación de alguna sospecha.

Desplazado así hacia el rechazo positivo de cualquier negatividad ‒incluida la del humor‒, el principio de placer en las redes no solamente funciona como un mecanismo a través del cual se prohíbe en última instancia pensar, sino como una forma de censura amparada en el repudio radical a toda “ofensa”. Cuentas argentinas de Twitter como @TuitsBorrados definen bien el sensualismo que, a medio camino entre el entretenimiento y el espíritu policial, demarcan la línea ambigua entre la participación y el enjuiciamiento autocrático. En ese sentido, el padre del utilitarismo inglés Jeremy Bentham, muerto 182 años antes de Facebook, lo explica mejor: “Una acción puede calificarse de acuerdo con el principio de utilidad cuando la tendencia que tiene a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que cualquiera que tenga a reducirla” (y como si se sumara a los ejecutores de la pax digital, escribió también en su Introducción a los principios de la moral y la legislación que “el principio de utilidad ni requiere ni admite ningún otro regulador que él mismo”). Ubicarse más allá del conflicto es, por supuesto, un valor útil para redes sociales con un valor combinado de 79.000 millones de dólares, pero desplazar la inefable dialéctica de la positividad y la negatividad que moviliza al pensamiento hacia la indiferencia de la neutralidad y reemplazar las sorpresas de la confianza por las certezas del control, no suelen ser mecanismos cívicos e intelectuales fértiles. Dos años después de “un estúpido tweet”, como lo definió The New York Times, Justine Sacco consiguió, al fin, saldar su cuenta con los nuevos dioses de la moral pública y también un nuevo trabajo sobre el que no quiere dar precisiones. “Cualquier cosa que coloque la atención en mí es negativa”, le escribió a un periodista. Mientras tanto, la web de los primeros años del siglo XXI amenaza con transformarse en un club totalitario de buena onda y neutralidad, algo parecido a lo que para Samuel Johnson representaba Canadá en el siglo XVIII, “un lugar donde los que no podían hacer ningún bien viviesen sin poder hacer daño”.

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En 2006 en su tradicional número de diciembre en el que elige al “personaje del año”, la revista Time optó por poner en tapa la imagen de una pantalla de computadora en la que estaba escrita, solamente, la palabra “You”. La bajada explicativa decía: “Sí, vos. Vos controlás la Era de la Información. Bienvenido a tu mundo”.  El “You” de la tapa de Time evocaba la idea y la promesa de una revolución personal, la idea y la promesa de la apropiación de la tecnología digital por parte de los individuos convertidos en artífices y productores de contenidos que dejaban de lado las limitaciones de los medios de comunicación tradicionales para de esa manera democratizar el acceso y la producción de información. Era la realización de los ideales que los predicadores de las nuevas tecnologías, los gurúes millonarios de Silicon Valley, los ciberutopistas que desde la popularización de las computadoras personales a comienzos de los años 80 habían predicho tantas veces: la tecnología, por fin, venía a realizar lo que la política turbulenta y fallida del siglo XX no había podido lograr, darle a los individuos sin poder, a los ciudadanos comunes, las herramientas para liberarse de las restricciones de gobiernos, burocracias mediáticas y corporaciones económicas.

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Por debajo de todos esos actos gratuitos y “sociales”, lo que sostiene a la web es la producción cada vez más afinada de publicidad de la que somos al mismo tiempo consumidores y productores.

Casi siempre podemos reconocer cuando una nueva tecnología va a tener un enorme impacto en nuestra forma de vida, pero pocas veces podemos saber exactamente qué forma va a tener ese impacto y qué tipo de modificaciones inesperadas va a producir. La revolución personal que celebraba Time ya lleva unos cuantos años y sus contornos son más bien los de un nuevo tipo de relacionamiento entre los hombres y las máquinas marcado por la enorme cantidad de información que producimos diariamente, gratuitamente, en plataformas digitales a las que entregamos nuestros datos, nuestros deseos, nuestros hábitos de compras y búsquedas, nuestra biografía digital hecha del rastro que dejamos todos los días en la máquina. Las empresas pioneras de aquel 2006 lejano (y a primera vista tan prometedor) son hoy conglomerados valorizados en miles de millones de dólares que se nutren de la agregación incesante de datos que los usuarios producen mientras charlan entre sí, mientras comparten música y series, planifican sus vacaciones o libran sus guerras de indignación y escarnio público en las redes sociales. Por debajo de todos esos actos gratuitos y “sociales”, en realidad lo que sostiene a la Web es la producción cada vez más afinada de publicidad de la que somos al mismo tiempo consumidores y productores no pagados. La ilusión de protagonismo que proporcionan las redes sociales eclipsa el lado oscuro de una economía basada en la comercialización de una nueva mercancía: la vida online. En la década del 30 del siglo pasado, otra época de ansiedad y confusión tecnológica y política, Lewis Mumford escribía: “el irreflexivo hábito de atribuir a los perfeccionamientos mecánicos un papel directo como instrumentos de la cultura y la civilización pide a la máquina más de lo que esta puede dar”//////PACO