Uno de los intentos más tristes y recientes por detener una acción legislativa en el Congreso fue la construcción de una carpa blanca frente al Congreso. La nostalgia de la presunta pesadilla moral de los maestros en huelga en los años noventa -la carpa no logró aludir de manera bastante confusa a más que a eso- y el penoso fail político de la maniobra -que insiste en repetir el error de trasladar acciones hacia la mera enunciación de una indignación no tanto en la res como en la vía pública- se revitalizó cuando una bella, ingenua, cívica señorita -sobre la que todavía hay una apuesta abierta, ¿en qué localidad del interior nació?- se acercó durante la noche a la carpa para colaborar, poner el cuerpo y militar desde la base territorial de la pechera y el culo propios. Esta propiedad no logró ser capitalizada por los cuadros opositores. Habían abandonado el lugar mientras ella se acercaba. La habían dejado sola.

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Hasta qué punto la chica hot que custodió la carpa blanca, Ailen Navarro, capitalizó la refracción instantánea cuentapropista de su espíritu ciudadano es relativo. Diecinueve años, promotora, estudiante. Lo de ingenuidad, por supuesto, es una ingenuidad diplomática de mi parte. No importa que la carpa blanca haya durado lo suficiente como para que sea necesario aclarar que no se trata de un error cronológico. La proeza de Ailen Navarro perdura en la web y de lo que se puede estar seguro es de que la web sí es un territorio donde la perdurabilidad y la rentabilidad tienen más posibilidades de subsistencia que la frialdad necesariamente abandónica de la Plaza de los Dos Congresos. La web obliga a pensar en el jardín propio o, como decían los creadores del derecho, in orto meo.

Analissa Santi -Ailen, Analissa, esos nombres– es más consciente de la reflexión cuidadosa y esmerada que merece el cultivo del orto meo en la web. Voy a citar a Martin Amis porque nadie puede impedirlo. El objetivo es una analogía. Amis dice que una de las vulnerabilidades históricas de la literatura, como objeto de estudio, es que nunca resulta demasiado compleja. This may come as news to the buckled figure of the book reviewer, but it’s true, dice Amis. A pesar de los intentos de elevar el tema, complicarlo, sistematizarlo, interactuar con la literatura es fácil. Con los culos de Ailen y Analissa, cuya visibilidad se rige casi por un algoritmo de autogestión de yo digital y global, pasa, en una zona distinta de la creación, exactamente lo mismo.

Analissa, de hecho, ha pensado en su jardín con la misma precisión con la que un mexicano joven cruza la frontera de los Estados Unidos, se alista en el US Army a cambio de una green card y termina calculando bombardeos transcontinentales a países con un PBI semejante al natal a través de un drone comandado desde Arkansas. El trabajo metódico con los videos en YouTube, las sesiones con fotógrafos profesionales, el catálogo de imágenes. Hay voluntad, hay trabajo, hay amor. Hay, digamos, un deseo evidente de construir una meta. Hay muchas palabras posibles, pero ingenuidad no sería una de ellas. Veintiún años, ABC1, estudiante de Derecho en la Universidad Católica Argentina. La contraparte del deseo de censura (o su espejo candoroso) es que los nativos digitales dejaron de ser ingenuos antes de que la generación de sus padres se familiarizara con Google.

En la declaración que sus compañeros hicieron sobre los videos y las fotos de Analissa, resaltan las palabras habituales: perpetración, daño, mensajes vertidos por la opinión pública. Hace menos de una semana Juan Terranova diseccionó con demasiada precisión el caso de censura sobre un sketch de Guillermo Francella y los malentendidos de una época cifrados en el ánimo de la corrección política. Volver sobre el funcionamiento opaco de esta clase de discursos sería redundante.

Dos únicas observaciones: si alguien ha conocido estudiantes de Derecho de la UCA -un placer antiguo y necesario- sabrá que Analissa no ha hecho mayor daño a su «buen nombre, prestigio y respetabilidad». Por otro lado, Analissa -el testimonio es la web- probablemente no sueña con pasión con la vida grisácea de una abogada más en el mundo. El sutil pedido de lapidación admistrativa con el que sus fellow students terminan la declaración es la versión trágica de una comedia sensual que puede leerse en detalle en algunas novelas de Roth y Coetzee. Nada nuevo bajo el sol de ese otro tipo de orto meo.

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«Sé que todo el mundo está hablando del temita de mis fotos, de los videítos y de todas esas cosas que me pasaron últimamente. Yo no puedo decir nada, me duele y me da paja esta situación. Es algo que me pasó que se me fue de las manos», escribió Analissa.

Ojalá que en esos rápidos diminutivos no haya más que nuevas intensidades del protocolo de la transgresión, porque sería una pena abandonar el temita de los videítos cuando, al fin, han erizado lo que siempre han buscado y gozado erizar. Atención, flujos de usuarios, un público. Voluntades, en definitiva, bajo su poder. Sacrificio y erotismo estaban bien para George Bataille en los años cincuenta, pero las cosas han cambiado. Sabrás mejor que nadie, Analissa, que esas gorditas, en definitiva, te envidian. Y que los tipos te deseamos. El mundo es precipitadamente tuyo, no se te fue de las manos. Obligado a despreciar a las gordas porque van en detrimento de la belleza física en interés del igualitarismo, estoy obligado a amar las fuerzas que se le oponen. No, Analissa, no abandones. Superá la paja y el dolor y colocá tus manos otra vez en control de las cosas. Recordá a los padres del derecho romano: puto in orto meo, no dejes de pensar en tu jardín.