I
En algún lugar de la web se almacenan las últimas palabras pronunciadas a lo largo de la Historia articulando los últimos deseos de quienes estuvieron antes en el mundo. Las de Steve Irwin, por ejemplo, un zoofílico que se vestía como boy scout y torturaba cocodrilos en The Crocodrile Hunter, fueron prosaicas y descriptivas: «Me estoy muriendo» (que en inglés y con el corazón y los pulmones atravesados una docena de veces por una manta ralla, suenan más breves y parlamentarias: I´m dying). La de Irwin fue una muerte burlesca y evitable y también placentera. Murió al servicio del deber de complacer y satisfacer un deseo. En su caso, el de irrumpir en calidad de animador televisivo en los ecosistemas de distintos animales salvajes y vejarlos delante de una cámara a los fines de alguna pedagogía blitzkrieg naturalista (el cazador, por su lado, muestra un respeto superior por su víctima: lo mide, lo acecha y lo despoja de su vida sin juegos previos). Ahora bien, ¿cuántos habrían podido decir que se retiraron del mundo haciendo lo que más placer les causaba? Steve Irwin lo hizo. La coherencia es el duende de las mentes pequeñas y el buen Steve había sido coherente toda su vida.

En casi todas las películas donde un condenado a muerte está por salir para siempre del patíbulo llega esa escena donde, de acuerdo a las leyes ancestrales y más atávicas de la hospitalidad, se le pregunta cuál es su último deseo. (Durante los siguiente párrafos, si no les molesta, voy a regalarme a la especulación idiota, como los adultos infantilizados que balbucean tres mil pelotudeces por minuto en las radios FM). Dejando de lado la conmutación de la pena —en el estado de Texas debe haber algún inciso piadoso que se anticipa—, por lo general los condenados piden una comida a la altura de las circunstancias. Pero el asunto es, ¿quién podría realmente disfrutar un plato cualquiera, por simple o sofisticado que fuera, al tanto de la inminencia de la muerte? Si a veces es complicado mantener bajo control el sistema digestivo y todos sus tractos antes de un examen, ¿quién se imagina tan resignado ante la angustia existencial del Horizonte Infinito como para degustar, masticar y tragar en paz por última vez? Por otro lado, ¿y los sabores que quedarían sin probar? ¿No sería la ocasión más adecuada para pedir exactamente todo aquello que nunca antes…? La cuestión se vuelve más delicada  —aunque una frase como  «juro que es la última vez que me pasa» fuera graciosa— en el caso de quienes piden una o varias mujeres (o «un hombre o un niño», como le preguntaron a Maximus Decimus Meridius cuando estaba cautivo en una jaula y parecía poco receptivo al bello sexo). También es posible que este tipo de especulación esté equivocada. Es posible que la certeza de la muerte implique la capacidad de apaciguar al cuerpo y al espíritu más de lo que podría hacerlo la duda de la muerte (¿y no es esa la última esperanza terrible de quien camina hacia su verdugo? ¿La dudosa fe en que de algún modo las cosas no saldrán como parecen? Antes de colocar su cabeza bajo la guillotina, Georges Jacques Danton, el máximo orador de la Revolución francesa, pidió un pañuelo para protegerse la voz).

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Ante opciones por el estilo o sus alternativas más inmediatas, el único verdadero placer, el único en el que yo mismo pensaría si el verdugo fuera a dirigirme su famosa última pregunta, la auténtica petición final con un sentido viable, en ese caso, sería un cigarrillo. Y mejor que un cigarrillo: algo para fumar. Y mejor que cualquier cosa para fumar: un habano. En realidad un puro Montecristo Número 4. Un sabor más acre que cualquier Cohiba y más robusto que un Romeo y Julieta. Lo mejor de Cuba con amor. ¿Qué hay en el perfume intenso del tabaco y en el gusto amargo sobre el paladar además de unos cincuenta minutos de placer y relajamiento garantizados? Tiempo para pensar. Tiempo para recordar. Tiempo a cambio de una exigencia física mínima y un mínimo de atención. Un poco más de tiempo, simple y accesible, con la virtud de ofrecer, incluso, algún instante de verdad (¿y qué es un instante de verdad? Si vieron Her y si recuerdan la aparición fugaz de ese monstruito azul que le dice a Theodore, en el living de su propia casa, que es un simple homosexual y que también le dice a Samantha que es una gorda, bueno, ahí tienen el único instante de verdad de la película).

II
Mi primer cigarro lo fumé a instancias de mi padre. Jugábamos al póker con él y con mi hermano, yo tenía quince años y entonces mi padre miró alrededor y dijo que lo único que faltaba para completar la escena era que fumáramos cigarros. La próxima semana vamos a fumar cigarros, dijo. No me pareció mal, aunque al principio fuera un poco confuso. En general, la gente de mi edad necesitaba esconderse de mamá y papá para comprar y fumar cigarrillos. Mi padre, en cambio, quería fumarlos conmigo. Yo lo había visto fumar su pipa en mi infancia —el perfume de la pipa es algo con lo cual leí que se hacen perfumes para cautivar a ciertas mujeres— y recordaba haberlo visto fumar cigarrillos, hábitos que había abandonado hacía mucho tiempo por los mismos motivos sensatos que cualquiera. A la semana siguiente, sin embargo, antes del póker, mi padre volvió sobre el asunto de los cigarros. Mi hermano y yo, supongo, estaríamos convencidos de que se iba a olvidar. Pero no se olvidó y un fin de semana nos llevó a una tabaquería.

Entonces, la gente de mi edad necesitaba esconderse de mamá y papá para comprar y fumar cigarrillos pero mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a una tabaquería. También aclaró que no íbamos a perder tiempo en mariconerías tóxicas como los cigarrillos: íbamos a investigar cuáles eran los mejores y verdaderos cigarros para fumar. ¿Qué hijo se rebelaría ante un mandato patriarcal como ese? Lo que mi padre quería que fumáramos era lo que fumaban Arnold Schwarzenegger y Silvester Stallone, Jack Nicholson y Sigmund Freud, Fidel Castro y Winston Churchill (que tiene, de hecho, su propia dimensión de cigarros: el churchill). En la tabaquería —a la que sigo yendo desde hace más de quince años— el vendedor sugirió unos cigarros argentinos fabricados en Misiones. Dijo que eran suaves, los más recomendables para iniciarse. ¿Teníamos una guillotina? ¿Teníamos un encendedor? ¿O preferíamos fósforos? ¿Habíamos visto las opciones de humidores? La vitola de aquellos cigarros argentinos era verde y el gusto era espantoso. Como toda disciplina, esta incluía el aprendizaje de un lenguaje. ¿Por qué llaman puros a los puros cubanos? Porque están hechos solamente de tabaco cubano, desde el interior hasta el exterior. Por eso se llaman habanos y por eso un habano no es lo mismo que un cigarro y un cigarro no es lo mismo que un puro. Con eso en mente, todo lo demás, todo lo que no se produce en Cuba —los cigarros dominicanos, por poner algo mejor que un cigarro argentino—, es basura peor o mejor lograda, pero basura al fin. No importa qué tan derrumbado se encuentre el comunismo latinoamericano ni qué tan avanzado se encuentre el capitalismo occidental: el arquetipo del cigarro sigue siendo cubano.

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III
Mi padre resultó tener un contacto en Cuba. Una proveedora de cigarros traídos directamente desde la isla a través de la gracia universal de la inmunidad diplomática. Pero esto ocurrió un tiempo después. Antes hubo que probar. Y toser. La primera vez, por supuesto, uno tiene que toser (incluso mi padre tosió). En esencia, porque se comete el error de tragar el humo. El del cigarro no es un placer en posición de ser tragado; más bien pertenece a un orden más aristocrático: la degustación. En esto, por ejemplo, toma su primera gran distancia de su pariente pobre, el cigarrillo. En el orden de la tentación, está lo que se mira y no se toca, está lo que se toca y no se prueba y está lo que se prueba y no se traga. En ese recinto sagrado habita el placer del puro cubano. El gusto de un buen cigarro surge recién hacia la mitad: un sabor ligeramente achocolatado que anida en el paladar durante unos segundos y luego se expulsa. Memento mori, carpe diem, toda esa basura sensible sobre la finitud de la vida. El buen fumador realiza una calada profunda de su cigarro nada más que cada dos o tres minutos (los cigarrillos, más proletarios y repugnantes, funcionan cada dos o tres segundos). Dicen que el expresidente Eduardo Duhalde enciende su cigarro al principio de los partidos de Banfield y lo termina exactamente noventa minutos después. Si es cierto o no, y si durante ese tiempo el cigarro no se paga, la anécdota representa a la perfección el timing, el dominio y la disciplina del buen fumador. Con el tiempo disponible —y si el cigarro es verdaderamente bueno—, yo puedo mantenerlo encendido y fumarlo durante unos cuarenta minutos. Falta mucho que aprender.

En el canal Gourmet hubo durante una época un programa sobre cigarros que conducía una negra (una negra es suficientemente exótica y sensual de por sí para necesitar también fumar cigarros, pero son gustos). Los contenidos eran relevantes siempre y cuando la negra apareciera en cámara. El resto era el lugar común y se agotaba pronto: cómo se elige un cigarro, una visita a los centros de producción —»artesanal», es la palabra que usan en Cuba, pero bien observado podrían elegirse otras menos simpáticas para describir esa cadena— y finalmente con qué otros gustos combinarlos. El cognac y el brandy, el whisky y el chocolate, etcétera. Los puristas van a decir que un sabor no debe flagelarse con otro y que un buen cigarro merece la atención plena del paladar. Pero la ansiedad, que es el peor enemigo del cigarro… En mi experiencia, un chocolate amargo probado antes o después está muy bien (aunque a esta clase de maridajes se los considera atroces). Hay clubes de fumadores en Buenos Aires, por supuesto. En otra época los llamarían clubes de caballeros  (pero ya no sé quién podría resistir sentarse entre hombres a fumar en paz en lugares como esos, en especial después del castigo repetido contra el espíritu patriarcal, sin sentirse a punto de terminar vestido con un tutú rosado y comprando con urgencias pomadas de aloe vera). El mejor club de fumadores posible tiene un único integrante —uno mismo— y necesita de una sola cosa —intimidad— y una rigurosa exigencia social: la eliminación de todo aquello y todo aquel capaz de molestar. Un cigarro insiste en recordar que el silencio es un commodity. Si me preguntan, incluso creo que el silencio es un commodity más valioso que la salud.

Lo siguiente está sacado de Cancer.org: «Muchas personas consideran el hábito de fumar cigarros (puros) como más sofisticado y menos dañino que fumar cigarrillos. Sin embargo, tan sólo un cigarro grande puede contener tanto tabaco como una cajetilla completa de cigarrillos. Además, el humo de segunda mano que produce y que es respirado por otras personas puede permanecer en una habitación durante horas. Los cigarros están hechos de tabaco y representan un peligro para su salud». Está bien, pero en un sentido más extendido de la palabra, ¿quién no se pasa el día tragando humo de segunda mano? Los cigarros mismos, a veces, parecen haber devenido en humo de segunda mano, ¿no vieron a esos pelotudos con sombreros panamá fumando cigarros en las fiestas familiares para Instagram? Creo que la mayor lección sobre el placer de un cigarro es de Groucho Marx. Fue su respuesta a una mujer que dijo que era madre de nueve hijos porque amaba a su marido. «Yo también amo mi cigarro, pero me lo saco de la boca de vez en cuando» ////PACO

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