“Es lindo, pero ¿es arte?” susurra el diablo en los versos de Kipling, cumpliendo el rol de la voz que cuestiona (y derrumba) el hacer de los hombres en medio de un debate tan antiguo como inconducente. En el poema es la voz de críticos, curadores y gestores la que atemoriza a Kipling, porque en definitiva son ellos quienes conservan un poder sobre la producción artística, a veces incluso más que los mismos artistas, al definir qué y quiénes ingresan en un sistema que jerarquiza y, además, monetiza el arte. ¿Pero es arte? Esas son las voces que, hace apenas pocos días, hicieron que el ilustrador peruano Cristhian Hova tuviera que afrontar una “polémica” que terminó en un pedido de disculpas públicas. Su ofensa había sido publicar en sus redes sociales tres tapas de la revista The New Yorker ilustradas por él pero que, en realidad, no habían sido ni encomendadas ni, por ende, publicadas por The New Yorker. Creadas y realizadas por Hova, las tres tapas con el logo característico de la famosa revista neoyorquina recorrieron las redes hasta terminar en el diario El Comercio. En una entrevista, Hova fue presentado como el ilustrador de cuatro portadas alternativas para películas de Marvel además de esas tres para The New Yorker, lo que despertó inquietudes en los diablos que, como aquellos que Kipling transformaba en interrogadores estéticos, ahora se presentaban con más tiempo libre y conexión a internet.


En el caso de Hova no hay una falsa acreditación de una obra. Entonces, ¿qué lo convierte en un farsante?

El “escándalo” estalló definitivamente cuando el periodista peruano Diego Salazar expuso un meticuloso análisis detectivesco de las redes sociales de Cristhian Hova en el que revelaba la supuesta trampa: las tres tapas de The New Yorker, en realidad, nunca habían sido publicadas. Sí habían sido diseñadas e ilustradas por Hova, pero nunca publicadas. Ahora bien, ¿es suficiente mentir en las redes sociales para ser un “falsificador”? Si la obra de Hova está a la vista de todos, y si esas tapas de The New Yorker son efectivamente el producto de un trabajo creativo a la vista de cualquiera que quiera verlas, disfrutarlas y eventualmente juzgarlas, ¿cuál es el fraude o la impostura? Es difícil asimilar este caso al de famosos falsificadores como Elmyr de Hory, el pintor húngaro que pintó y vendió miles de cuadros de Picasso, Matisse y Modigliani -y fue retratado por Orson Welles en el documental F for Fake– o el alemán Beltracchi, especialista en falsificar cuadros de Max Ernst. En ambos casos, los pintores escondían su propia autoría para asumir la de otros más famosos y rentables. Es probable que incluso hoy sus producciones sigan circulando en galerías y museos europeos. Porque lo interesante de la falsificación es su doble ganancia: no sólo los falsificadores se benefician del dinero obtenido, también lo hacen quienes exhiben un flamante hallazgo de una obra de, digamos, Picasso. Si hay un mercado, siempre hay una oferta.


En tal caso, ¿se hablaría de fraude si se tratara de cualquier otra revista?

Sin embargo, en el caso de Hova no hay una falsa acreditación de una obra. Entonces, ¿qué lo convierte en un farsante? Lo que sí hay es una táctica para contrarrestar un poder superior, una fina burla temporal al sistema de legitimación artístico y comercial. Una trasgresión que demuestra, incluso, ser más importante que la obra en sí. Porque, ¿a quién le importa realmente si sus trabajos son buenos o malos? Lo que importa a los “investigadores”, por ahora, es si los dibujos han sido reconocidos. ¿Y qué mayor ofensa, además, que burlarse del reconocimiento artístico de The New Yorker, la corporación que desde 1920 representa y define los valores culturales de una élite neoyorquina y cuya tapa es uno de los mayores íconos de reconocimiento para dibujantes? En tal caso, ¿se hablaría de fraude si se tratara de cualquier otra revista? Antes de cerrar todas sus cuentas y su página web, el propio Hova respondió en su fanpage pidiendo disculpas por “mentir en sus redes sociales”, pero dejando en claro también cuál es el verdadero reclamo de los “denunciantes”: haber burlado el sistema de veracidad de las redes, en el cual los logros y los éxitos tienen mayor peso que lo que efectivamente se produce -que puede ser bueno o malo-, y esa es una ofensa peor que falsificar. Extendiendo esa lógica a otros contextos, ¿tiene sentido poner un polígrafo en cada post de Facebook? Sería como pedirles a las chicas fit de Instagram que mostraran las hamburguesas que comen a escondidas, o a las parejas felices que mostraran también sus verdaderas miserias. Además de prácticamente inabarcable, sería demasiado aburrido/////PACO