Todos conocen la historia de la brigada de soldados norteamericanos que durante la Segunda Guerra Mundial rescató las grandes obras de arte en manos del robo o la devastación del Tercer Reich. No hace falta haber visto a George Clooney en Operación Monumento. ¿Quién no vio antes la historia —aunque sin Cate Blanchett— protagonizada por Abraham Simpson y Montgomery Burns en Los Simpsons? En las dos versiones el asunto en cuestión es el mismo: la existencia y el valor de un patrimonio.

¿Qué es un patrimonio y por qué arriesgar la vida en su rescate? Si el tiempo está destinado a aniquilar la belleza —si la pintura se decolorará, el mármol se volverá polvo y las letras se borrarán—, ¿por qué salvar obras de arte en medio de la guerra? Una respuesta tiene que ver con el valor —a veces fastuoso— que el mercado del arte asigna a ciertas obras: una inversión a futuro. Pero la respuesta más relevante mira hacia el pasado. Se trata de resguardar una experiencia humana, un modo multiforme y dinámico de contemplar la vida e imaginar su representación. Una cultura. El legado que a lo largo de los siglos enriquece el sentido del arte occidental. Ahora bien, entre el pasado y el futuro siempre está el presente. Y la parte más interesante del presente tiene banda ancha.

En la era de la big data y el mandato irrestricto de expresarse en la web, ¿qué podrían rescatar las Operaciones Monumento del futuro? ¿Cuál es el estatus de ese patrimonio eventual en trámite? En el plano literario, al menos, parece haber una compulsión creativa gracias a la cual todos y todas adquirieron un auténtico acceso igualitario a la escritura epigramática (Twitter), la narrativa breve (Facebook), la narrativa menos breve (WordPress) y en menor medida a todas las formas audiovisuales combinables (YouTube) o tan digitalmente plásticas como sean posibles (Instagram).

Hace falta tiempo para saber si la web materializó los demorados sueños de las vanguardias políticas y estéticas del siglo pasado, y si al fin las barreras burguesas entre el arte y la vida se derrumbaron y todos hemos podido convertirnos en artistas (una pena por los periodistas que completaron sus cursos de crónica para sentirse escritores). Por ahora, es una fragancia con la que parece fácil impregnarse siendo incluso el lector más casual de muros, timelines y blogs. Pero entre todos esos poetas de expresionismo instantáneo y prosistas inspirados en el almuerzo y fotógrafos de planos sensibles y filtros, sin embargo, germina también un olor distinto, un poco más amargo. Un perfume parecido al que ocupó parte del trabajo y de las preocupaciones estéticas de Miguel de Cervantes y de Gustave Flaubert. El problema de una disposición demasiado inmediata a vivir de acuerdo al arte sin pertenecer —ni en los términos laxos de la lúcida contemplación— al mundo del arte.

¿No resulta demasiado bovarista la ensoñación de quienes se llaman a sí mismos «escritores y poetas» en Facebook y escriben y comparten a cada rato su «obra literaria» en su… muro?

Basta mirar hacia el alrededor más cercano. ¿No resulta a veces demasiado bovarista  o quijotesca la ensoñación de quienes se llaman a sí mismos «escritores y poetas» en Facebook y escriben y comparten a cada rato su «obra literaria» en su… muro? ¿Alguien se pregunta a quiénes escriben los tuitstars sus entradas por momentos en estilos tan graves como el de los diarios de Franz Kafka o tan relumbrantes como los del pastor Bernardo Stamateas? (Hanif Kureishi tiene una posición optimista: a la pregunta acerca de para quiénes se escribe —de hecho, también podría preguntarse: ¿para quiénes se vive?—, el autor de Intimidad dice que se escribe, en principio, para otra parte de uno mismo. «Y esta otra parte de uno mismo, este lector interno, puede ser demasiado discriminador en términos de lecturas o tener un gusto demasiado confinado»).

Dejando de lado el trabajo de espionaje de los estados nacionales, corporaciones como eBay, Amazon y Walmart destinan cada semana millones de dólares en el análisis de millones de megas de información produciéndose cada segundo entre millones de clientes: ese ciclópeo capital de datos a desglosar se conoce como big data y es una de las huellas más paradójicas del presente. En el campo empresarial, cada byte representa un acierto o un fracaso en el negocio de producir el confort de los clientes, satisfacer sus deseos de consumo e interactuar, en la danza mutua del amoldar y el amoldarse, con sus expectativas. El volumen de big data crece aproximadamente a razón de 670 exabytes —y cada exabyte equivale a un millón de terabytes, es decir, a mil millones de megabytes— por año.

La Big Data Art 2013 de Múnich tuvo como objetivo producir una representación artística de ese mismo caudal de información. ¿Qué forma podría tener si, además de acumularla, se la estetizara? Sin embargo, más allá de las buenas intenciones y el discurso estandarizado de los artistas sobre los riesgos de la vigilancia y la privacidad —en versiones lavadas de las advertencias de Julian Assange y Edward Snowden—, el resultado fue poco más que decepcionante. Nada de lo expuesto superó en general la mera visualización de la información bajo un espíritu de composición pictórica simple y anticuado, donde el asunto de los datos terminaba por reducirse a lo anecdótico. Un poco más primitivo que una plantilla de Prezi y con pretensiones de sofisticación superiores a las de cualquier Rothko, el arte basado en big data no parece más que las preocupaciones de un grupo de artistas de perfil techie reciclando la estética pop de Andy Warhol y la crítica soft al consumo (con la novedad de que, medio siglo más tarde, es cierto, el símbolo de las latas Campbell evolucionó hacia una volátil marea de información digital).

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A pesar de sus resultados, de todos modos, la Big Data Art plantea una pregunta importante: ¿qué es exactamente una obra de arte en la era digital? ¿Qué la legitima como tal en una comunidad con dos mil millones de usuarios? ¿Una exposición en Europa? ¿Cinco mil corazoncitos instantáneos en Instagram? ¿Cuatrocientos comentarios por hora en Facebook? ¿Un cuarto de millón de followers en Twitter? Por supuesto, puede que sean preguntas más atendibles para los críticos que para los artistas. Si en la web todos parecen disponer de las herramientas y de la voluntad —e incluso, a veces, del espíritu— para producir arte, ¿dónde está finalmente el arte y qué posibilidades tiene de permanecer donde sea que se encuentre? «Lo experimental se ha ligado siempre con lo nuevo y la tecnología con la novedad. He ahí un problema, ya que la novedad con su lógica del reemplazo constante tiende a obturar la capacidad de lo nuevo para la creación de otras formas de estar en el mundo», escribe atenta a estos problemas desde hace años la investigadora Claudia Kozak en Tecnopoéticas argentinas (Caja Negra, 2012).

Los poetas y los novelistas de muro de Facebook —la versión superior de las plaquetas en cartón reciclado—, mientras tanto, se multiplican a la par de imágenes y videos donde leen su obra aspiracional ante puñados de valijeros, y los aforistas (del griego ἀφορίζειν, definir) y novelistas con obras completas en ciento cuarenta caracteres en Twitter se reúnen para conversar a micrófono abierto sobre la indigencia sentimental y recrear en miniatura los paneles de la literatura de autoayuda de cualquier Feria del Libro (aunque para los tuiteros el problema es más parecido a eso que escribió Robert Musil en sus Diarios acerca de que la ironía ha de contener algo de sufrimiento o en caso contrario se vuelve pretenciosa).

Un aura de sociabilidad democrática basada en el botón «Me gusta» y mentions simpáticas tampoco parecen incentivar la responsabilidad de los autores hacia lo que han añadido al conjunto del mundo.

El clima celebratorio, la autoconmiseración estética —Hanif Kureishi dirige talleres de escritura creativa desde hace años y también se sorprende por lo poco que leen quienes insisten en que quieren escribir— y un aura de sociabilidad democrática basada en el botón «Me gusta» y las mentions simpáticas, por su lado, tampoco parecen incentivar la responsabilidad o las obligaciones de los autores hacia lo que han añadido al conjunto del mundo. ¿Pero eso autoriza la destrucción?

Si las palabras tienen una doble vida gracias a la cual todos somos competentes —motivo por el que la expresión literaria parece democratizarse más rápido que la química o el griego antiguo—, ¿hasta qué punto tiene sentido preguntarse por la tensión entre nivelación y jerarquía? Respecto a la literatura, Martin Amis escribió que se puede conseguir la riqueza aun careciendo de talento. Y también la fama («humillándose en algún programa de televisión, por ejemplo»). Pero el talento no es algo que se pueda adquirir: hay que tenerlo. Por lo tanto, concluye Amis con una sorna que en varios timelines no dudarían en tomarse en serio, debe ser eliminado.

A pesar de todo, ¿quién podría negar que impugnar el derecho a la falta de talento, además de muy antipático, transformaría las redes sociales en algo aburrido? Imaginen las fotos de gatitos sin las epopeyas de amor escritas a sus pies. Piensen en esas «crónicas» sobre pasar la tarde con sus sobrinitos que las tías jóvenes y seductoras y sin hijos propios agregan como descripción a sus selfies. ¿Y si ahí estuviera parte de nuestro futuro patrimonio? «Una vez puesto a un lado el asco e ignorada la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar», escribe Philip Roth al contar cómo limpia a su propio padre moribundo de los efectos devastadores de una diarrea fuera de control. «Fui al piso de abajo con la apestosa funda de almohada y la metí en una bolsa negra de basura, para luego cerrar esta, arrastrarla hasta el coche y meterla en el baúl, para posterior traslado a la lavandería. Y no podía tener más claro por qué todo aquello estaba bien y era lo que tenía que ser, ahora que el trabajo estaba hecho. De modo que esto era el patrimonio. Y no porque limpiarlo simbolizara alguna otra cosa, sino precisamente porque no, porque no era sino la realidad vivida que era. Este era mi patrimonio: no el dinero, ni los tefelines, ni el cuenco de afeitar, sino la mierda»/////PACO